Ganaríamos mucho si viviésemos la Iglesia como la Comunidad a la que ofrezco cuanto soy y en la que aporto mis cualidades, virtudes y dones y si viéramos la Iglesia como la Comunidad que me sostiene, me espolea, me desafía a crecer, me ayuda a caminar; por supuesto, en el plano sobrenatural mediante la Gracia.
La Iglesia es esa bendita Comunidad y Cuerpo del Señor donde la unidad jamás significa uniformidad, y donde lo comunitario no significa gregarismo alguno o despersonalización; la santa Comunidad donde unos y otros estamos relacionados en el Espíritu Santo y donde unos y otros mutuamente se enriquecen y se edifican. Este gran organismo sobrenatural permite el desarrollo pleno y santo de cada uno de sus miembros, respetando sus ritmos de crecimiento, su vocación, sus cualidades, hasta alcanzar la imagen de Cristo o la madurez perfecta en Cristo Jesús.
Las presentaciones parciales de la Iglesia o la vivencia desfigurada de la Iglesia al considerarla una institución jerárquica alejada de mí, distante de mí, e incluso en cierto modo, frenadora de lo mejor de cada uno, deben ser superadas para alcanzar una visión de totalidad del Misterio de la Iglesia.
Tal vez, aun cuando puede que hayamos avanzado algo, ése sea uno de los retos actuales: descubrir y amar la Iglesia a la cual pertenecemos y lo que ella logra en cada uno de nosotros, desarrollándonos, acompañándonos en nuestro crecimiento, guiándonos con sabia pedagogía, situándonos en relación con otros hermanos, y dándonos la fuente de la Vida, que es la Gracia de Cristo.
Son palabras, magníficas, de Romano Guardini, las que como una inmensa panorámica, nos llevan a otear un horizonte nuevo, eclesial, que de verdad ensancha el alma.
"A la época venidera le está encomendada la tarea de percibir, correctamente de nuevo, la relación entre Iglesia y persona. Para lograr esto, las consideraciones sobre la comunidad y la persona deben ser sustancialmente correctas. Más aún, la propia experiencia, el sentimiento vital debe crecer nuevamente de manera armónica, de tal forma que la relación esencial entre Iglesia y persona sea cada vez más evidente. Cada época tiene su tarea, incluso en el desarrollo de su existencia religiosa. La tarea medular de nuestro tiempo consiste en examinar de qué manera la Iglesia y el individuo están unidos entre sí, cómo aquélla vive de éste, cómo, dentro de esa relación, se fundamenta la autoridad de la Iglesia. Dicho de otro modo; examinar todo esto y hacerlo fundamento de nuestro ser y de nuestra existencia es lo que la hora presente está reclamando.
Pero si queremos resolver esta cuestión, entonces tenemos que liberarnos de toda dependencia de las conceptualizaciones actuales. Tenemos que ser católicos sin ningún tipo de reservas; es decir, debemos pensar y sentir como tales desde el centro de nuestra propia actitud fundamental y desde aquella mirada exacta y global dirigida al núcleo de las cosas, tal como se presenta al verdadero hombre católico.Ésta es hoy para nosotros la gracia más grande y la que lamentablemente más nos hace falta que podamos amar a la Iglesia. Nuestra generación no puede amarla sólo por el hecho de haber nacido en ella, pues el individuo es muy consciente de su propio valer. Tampoco puede amarla entusiasmada por manifestaciones y/o discursos, ya que no sólo en el ámbito de la vida del Estado tales exteriorizaciones han perdido su eficacia. Pero tampoco podemos amarla a causa de sentimientos confusos, pues nuestra generación es demasiado honesta para ello. Lo único que nos lleva a amarla es una comprensión clara y pura de su esencia y de su significación. Tenemos que tener en cuenta que en la medida en que siendo un individuo cristiano soy miembro de la Iglesia, y que ella está viva en mí. Cuando le hablo a ella, en un sentido muy profundo, no le digo "Tú", sino "Yo".Si estas consideraciones se han hecho carne en mí, entonces, la Iglesia no es más como un polícia espiritual, sino sangre de mi sangre, realidad perfecta y acabada en la cual yo vivo. En consecuencia, ella es la vida nueva universalmente expandida que procede de Dios; y la persona cristiana, con su interioridad, es su resonancia viviente, ya que es para mí madre, reina y esposa de Cristo. Por eso, puedo amarla. Por eso, tengo paz.No cumpliremos con la Iglesia mientras no estemos preparados para amarla. No antes..." (Guardini, R., El sentido de la Iglesia, Buenos Aires 2010, pp. 40-42).