Siempre edifica, y mucho, considerar la Pasión del Señor, sus terribles sufrimientos físicos, morales y espirituales ya que es la muestra del gran y mayor amor que Cristo nos tiene.
¡Quién habrá que no se conmueva!
Es su amor tan grande que es capaz de asumir la Pasión y entregarse a ella voluntariamente. Mucho le costó su amor por nosotros, muchos sufrimientos para cargar y quitar los pecados del mundo.
Consideremos este amor y oremos a Cristo, con palabras de san Juan de Ávila, doctor de la Iglesia.
"Amor infinito de Cristo en su Pasión¡Oh alegría de los ángeles y río de su deleite, en cuya faz desean ellos mirarse, y por cuyas sobrepujantes ondas son ellos embestidos, viéndose dentro de ti, nadando en tu dulzura tan sobrada!¿Y de qué se alegra tu corazón en el día de tus trabajos?¿De qué te alegras entre los azotes, y clavos, y deshonras y muerte?¿Acaso no te lastiman? Te lastiman, ciertamente, y más a ti que a ningún otro, pues tu complexión era más delicada.
Pero, porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres tú sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores nos quitabas los nuestros.Tú eres el que dijiste a tus amados apóstoles poco antes de la pasión: He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer (Lc 22,15). Y tú eres el que habías dicho antes: He venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué quiero sino que se encienda? Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡cómo vivo en angustia hasta que se realice! (Lc 12, 49-50). El fuego de tu amor, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas con las gracias que en tu vida nos hiciste, y lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste.¿Y quién te amaría, si tú no hubieras muerto de amor por dar vida a los que, por no amarte, están muertos? ¿Quién será un leño tan húmedo y frío, que, viéndote a ti, árbol verde, del que vive quien lo come, que estás ardiendo en la cruz, y abrasado con el fuego de los tormentos que te daban, y del amor con que tú padecías, no sale ardiendo amándote aun hasta la muerte?¿Quién será tan porfiado que se defienda de tu porfiado requerimiento, con el que anduviste detrás de nosotros desde que naciste del vientre de la Virgen, y te tomó en sus brazos, y te reclinó en el pesebre, hasta que las mismas manos y brazos de ella te tomaron, cuando te quitaron muerto de la cruz, y fuiste encerrado en el sepulcro como en otro vientre?Te abrasaste, para que no nos quedáramos fríos;lloraste, para que riéramos;padeciste, para que descansásemos;y fuiste bautizado con el derramamiento de tu sangre, para que nosotros fuésemos lavados de nuestras maldades.Y dices, Señor: ¡cómo vivo en angustia hasta que este bautismo se acabe!, dando a entender cuán encendido deseo tenías de nuestro remedio, aunque sabías que te había de costar la vida. Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, tú deseas el día de tu pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos. Una hora, Señor, se te hacía mil años por tener que morir por nosotros, teniendo tu vida por bien empleada, entregándola por tus criados. Y pues lo que se desea trae gozo, cuando se alcanza, no hay por qué maravillarse de que se llame día de tu alegría al día de tu pasión, puesto que era deseado por ti.Y, aunque el dolor de aquel día fue muy excesivo, de manera que en tu persona se diga: ¡vosotros, todos los que pasáis por el camino, atended, y ved si hay dolor que se iguale con el mío! (Lm 1,12), pero el amor que ardía en tu corazón, era mayor sin comparación. Porque, si hubiera sido necesario para nuestro provecho que tú pasases mil veces más de lo que pasaste, y estar clavado en la cruz hasta que el mundo se acabara, con determinación firme te subiste a ella para hacer y sufrir todo lo que para nuestro remedio fuese necesario.De manera que me amaste más de lo que sufriste, y pudo más tu amor que la aversión de los sayones que te atormentaban. Y por esto quedó vencedor tu amor, y como llama viva, no la pudieron apagar los grandes ríos (cf. Cant 8,7) ni las muchas pasiones que contra ti vinieron. Por esto, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se alegraba del bien que de allí nos venía. Y por eso se llama día de la alegría de tu corazón. Y este día lo vio Abrahán y se alegró (cf. Jn 8,56), no porque le faltase compasión de tantos dolores, sino porque veía que el mundo y él habían de ser redimidos por ellos[1].
[1] S. Juan de Ávila, Audi filia, cap. 69