«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor»
Invierto el mismo tiempo en todo y me agobio con la misma intensidad. Como si fuera lo mismo algo lúdico que algo que toca la esencia de la vida. Y yo pongo el corazón en todo. Y me apasiono. Y pierdo la objetividad. Y entonces entro en discusiones que no me llevan a nada. Porque me pongo a discutir sobre lo que tiene que ver con lo irracional, con lo más profundo, con el alma. Y dejo entonces de valorar los pequeños detalles. Y me detengo sólo en lo que vale mucho dinero, en los problemas que tienen muchas implicaciones, en las realidades que afectan a muchas personas. Me gustaría saber distinguir lo prioritario, lo urgente y lo verdaderamente importante. Invertir mi tiempo de la forma adecuada. Sufrir por lo que merece la pena y no sufrir de forma innecesaria. Victoria Braquehais, misionera de la pureza de María en el Congo, cuenta su experiencia en África: «Para mí hay cosas que antes eran muy importantes como la eficacia o la eficiencia. A mí me educaron para triunfar, para ser la primera de la clase, para hablar un montón de idiomas, para sacar muy buenas notas. Y eso es importante, eso me sirve, son recursos y es una gracia de Dios. Pero en los olvidados de la tierra hay una sabiduría. Cosas que para mí antes eran muy importantes como el éxito o el triunfo, ahora han dejado paso al encuentro, a la persona. Y cosas que no eran importantes, ahora sí lo son: los detalles y lo concreto en cosas sencillas». Valoro las cosas de acuerdo a lo que producen. Si me dan alegría, si me dan poder o gloria, si logro mucho dinero con ellas. Entonces merecen la pena. Si no aportan nada, o no me dan poder, o no logro nada en ese tiempo invertido, entonces las dejo de lado. No me interesan. Lo productivo acaba siendo lo que tiene valor en el mundo. Y me importan más las cosas que otros valoran como importantes. La opinión de los demás tiene tanto peso. Y yo pierdo el tiempo o lo empleo de la forma equivocada. ¿Cómo distinguir lo importante de lo accesorio? ¿Lo que vale realmente la pena, porque me habla de eternidad, de aquello que es caduco y pasajero? A veces la presión me hace optar por lo que no quiero, por lo que no importa tanto. Y tomo decisiones erradas buscando un fin bueno con medios que no lo justifican. Y me equivoco al no saber juzgar lo realmente importante. Y sueño con una vida plena. Con decisiones acertadas. Con pasos bien dados en la dirección correcta. Y deseo una vida que toque el cielo. Y me conmueven las palabras de una poesía que leía hace poco: «Para llenar el hueco de luz que hay en mi alma. No sé si el infinito me basta o no es bastante. Si un beso o una caricia logran calmar mi llanto. No lo sé, no me importa. Vivo sólo el presente. Vivo la tarde tenue que cansada se abisma. En la noche de estrellas que yo mismo dibujo. Esa carne infinita que llena mi presente. Ese mar infinito que sueño con nostalgia. En la pared desnuda delante de mis ojos. Desgrano los misterios de mi vida soñada». Esa poesía me habla del cielo y la tierra, de los sueños y la vida. Me habla de una nostalgia que tiene el alma que no calman mil obras realizadas con las manos. Me han educado para producir, para ser útil, para obtener resultados positivos. Y yo me empeño en estar a esa altura que yo mismo marco con los dedos. Lo que los demás esperan. Lo que el mundo propone. Lo que mi alma sueña. Y es verdad que a veces me acuesto con la sensación de haber gastado el día en algo bueno. Haber amado, haberme dejado el alma. Y me siento con esa paz que viene del cielo. Me quedo contento, con paz, calmado. No quiero cumplir años y sentir que la vida me ha vivido sin casi darme cuenta. No quiero dejar que las horas se me escapen de las manos en esa carrera frenética hacia un lugar que desconozco. Quiero saber bien lo que merece la pena. Y no llorar una lágrima de más por lo que es caduco. Porque no me importa. Porque no me sostiene el alma firme en medio de la tormenta. Quiero abrazar el propósito que marcan mis pasos. La meta soñada. El cielo que anhelo. Que mi vida tenga un sentido. Y aprenda a valorar lo importante. Aunque no sea productivo. Aunque no me haga sentir tan eficiente. El atardecer que pasa. La luz tenue de una vida. Una mirada. La melodía que me despierta. Todo es fugaz y no sé cuántas horas me quedan por delante. La fugacidad de mi vida le da más valor a lo que decido y hago aquí y ahora.
A veces en mi vida siento que no avanzo mucho. Tal vez me conformo con lo que hay. Con mis pecados y talentos. Me pongo nervioso y no mejoro. Y una voz en mi interior me dice que soy así, que no puedo hacer nada, que no seré mejor aunque me esfuerce. Y pienso en negativo. Caeré siempre en la misma caída. Retrocederé siempre hasta donde estaba hace ya un tiempo. Fallaré de nuevo en mis propósitos de enmienda. Y volveré a empezar en un comienzo antiguo, reiterativo, carente de sentido. Y recuerdo las palabras del P. Kentenich: «Nunca llegaremos a estar libres de imperfecciones. Pero si dejo de acometer contra ellas, comienza el estado peligroso. La tibieza es un estado de enfermedad moral. Una parálisis del alma. Desnutrición del alma»[1]. No quiero ser tibio. Me da miedo llegar a no saber muy bien cómo mejorar en algo. Por eso vuelvo a empezar. Un proverbio africano me recuerda lo importante: «Si quieres llegar lejos, empieza a caminar hoy». Quiero comenzar hoy a andar de nuevo, a madurar de nuevo. Aunque sienta que no lo consigo. Confío en que avanzo, aunque crea a veces que los caminos son de regreso. Aunque dude. Una persona rezaba: «Te doy gracias, Jesús, por el camino. Vivo cada día pensando que todo lo que hago tiene un sentido. No quiero temer el futuro. Ni aferrarme a mi presente de forma desesperada. Quiero decirte que sí cada mañana. Tranquilo. Como ese día primero en el que te dije que sí que te quería. Y te sigo queriendo. Te quiero con toda el alma. Me abrazo a los sueños imposibles. Acaricio las penas con las manos. No quiero perder mi tiempo amargado por no seguir la estela de los que han triunfado». Quiero seguir avanzando. De nuevo sí. No me importa tanto el éxito o el triunfo. Miro a María en el Santuario y renuevo mi sí de amor. Cuando uno ha tocado a Dios siempre quiere más, amar más, dar más. Pero el corazón es débil y corro el peligro de volverme tibio. Creo que puedo cambiar, mejorar, ser más santo. Dejar esas esclavitudes del alma que tanto pesan. Aunque me entren dudas como leía el otro día: «En los comienzos del camino para abandonar la conducta que esclaviza es muy frecuente que se dé un querer sin querer, un quiero pero no puedo, que el cuerpo se queje, que la cabeza dé todo tipo de argumentos, o que se diga en alto: no quiero dejarlo. Puede ocurrir que nos engañemos a nosotros mismos»[2]. No quiero conformarme con lo que soy, con lo que tengo. No quiero acostumbrarme. Me siento cómodo y me enfrío. El alma queda desnutrida. Me importa la vida. Me importa crecer. No quiero hacerlo yo todo solo. Sé que Dios sostiene mis pasos y esa certeza calma mi alma. Pero a veces no cuento con su poder. El otro día leía: «Cuando el hombre empieza a confiar en sus propias capacidades, acaba de dar el primer paso en el camino hacia el fracaso final. Y la mayor gracia que Dios puede concederle es enviarle una prueba que no sea capaz de soportar con sus propias fuerzas y sostenerlo con su gracia para que pueda perseverar hasta el final y salvarse»[3]. Siento que con mis fuerzas puedo muy poco. Y sé que si me dejo hacer, Dios hará milagros. Pero no suelto las riendas. No dejo que Dios haga su labor. Y pienso en Jesús que trató a los pecadores como sus amigos. Quiero que venga a mi casa y me trate como su amigo. El otro día leía: «Lo sorprendente es que Jesús acoge a los pecadores sin exigirles previamente el arrepentimiento, como había hecho el Bautista. Les ofrece su comunión y amistad como signo de que Dios los acoge en su reino. Los acoge tal como son, pecadores, confiando totalmente en la misericordia de Dios, que los está buscando. Por eso Jesús pudo ser acusado de ser amigo de gente que seguía siendo pecadora»[4]. Jesús no me pide el cambio, me pide la amistad. Y ese amor de Jesús traerá el cambio. La amistad con alguien que me ama como soy, con alguien bueno, me acaba cambiando. Acabo siendo mejor de lo que soy. El amor asemeja a los cónyuges. Los hace mejores. El otro día una persona decía de unos novios: «Soy amigo de los dos. Y me gusta estar con los dos a la vez. Porque cuando están juntos, sacan la mejor versión de cada uno. El amor que se tienen los hace mejores». Ojalá, cuando hayan pasado ya muchos años casados, puedan decir que el amor mutuo los ha hecho mejores. La amistad con Jesús también me hace mejor persona. Más completo. Más pleno. Y no quiero caer en la tentación de pensar que no puedo cambiar nada. Decía el Papa Francisco: «El primer síntoma de cansancio del camino: Me está pasando esto. Salí ‘en cuarta’ y ahora estoy ‘marcha atrás’. La tentación del cansancio es muy sutil». Podemos cansarnos al mirar nuestra vida. No somos mejores que cuando empezamos. Al menos eso pensamos. Tanto tiempo invertido. Tanta vida. Tanto amor. Y nos cansamos de tanto esfuerzo. Y queremos tirar la toalla y dejar de pensar en crecer. No puedo, grita el alma. No quiero esforzarme tanto para luego repetir los pecados de siempre. Para sentirme igual de pequeño. Y me esfuerzo. Y lucho. Y creo que le dejo espacio a Dios, pero realmente no lo hago. Quiero descansar en Jesús. Ser su amigo. No me pide que cambie para ser su amigo. No me pide que sea mejor porque Él ya conoce mi mejor parte. La belleza oculta de mi alma. La luz que yo mismo no logro sacar de mi corazón. Pero a veces creo que no me quiere por lo que soy. Sino que ve la semilla de algo eterno en mí, se conforma con lo que todavía tan sólo sueño y cree en mí.
Jesús va a descansar a casa de sus amigos: «En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra». Jesús entra en un aldea y Marta lo recibe en su casa. En otro pasaje del evangelio leemos que «Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro». Era una familia a la que Jesús quería. Jesús añoraría su hogar, primero en Nazaret, después en Cafarnaúm. Todos queremos tener nuestra alma en un lugar y dejar que eche raíces. Los olores, los recuerdos, la luz. Jesús echaría de menos su casa. Y al final del día, cansado, necesitaría lugares donde poder reposar. Betania es, en medio del camino a Jerusalén, un lugar de descanso y de paz. Jesús descansa en aquellos amigos ante los que no tiene que hacer nada especial. Sólo compartir la vida. Sólo descansar y callar. Reír y pasar el rato. No le exigen milagros ni palabras de altura. Sólo compartir el día. La comida, el descanso. Allí Jesús puede reclinar la cabeza. Puede estar en paz. Puede desahogar su alma. Esos tres hermanos son su casa. Son los suyos. Muchas veces se dice que Jesús estaba en Betania. Fue su lugar de reposo los días previos a su pasión. Hoy es descanso en medio de su camino. Jesús camina entre nosotros. Marta lo recibe, lo acoge. Marta le dice siempre lo que piensa. Hay confianza entre ellos. Me gusta esa confianza. Jesús quiere a esa familia y comparte la vida con ellos, reposa en ellos. Jesús descansa en los hombres. Del mismo modo, Dios se detiene hoy a la puerta de la casa de Abrahám: «El Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor. Alzó la vista y vio a tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda y se prosternó en tierra, diciendo: - Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol». Es un Dios que pasa ante mi puerta. Que camina. Que llega hasta mi vida y mi casa. Dios busca descanso en mí. Parece extraño. Normalmente soy yo el que busca descanso en Dios. Pero hoy es Dios el que busca descanso. A veces pienso que tengo que hacer muchas cosas para llegar a Dios. Salir a buscarlo. Hacer cosas grandes porque mi vida es muy pequeña. Y hoy nos muestra Dios cómo es Él el que llega ante mi casa, caminando. Se hace presente en mi vida, sale a mi encuentro. Y si quiero, lo puedo hacer pasar dentro. Y entonces mi casa cambia para siempre. Nada será igual desde que Dios entra. Un pasaje del Apocalipsis dice: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo». Es Dios el que busca al hombre y se detiene ante su puerta. Lo mismo hace conmigo. Y yo la abro, y dejo lo que estoy haciendo. Y salgo también a su encuentro. Dios quiere comer conmigo. En Mambré. En Betania. Eso quiero para mi vida. Quiero que pase dentro, que no se quede en mis afueras, que entre muy dentro, en lo más profundo de mi corazón. Allí donde están mis miedos y mis deseos, donde está mi sed y mi niñez. Que entre. Y que lo cambie todo. Que me dé vida y cumpla su promesa de fecundidad como lo hizo con Abraham. Que sea mi amigo como en Betania y le pierda el miedo. Que se quede allí donde soy quien soy y me sienta amado así. Jesús siempre vuelve. Porque nunca se va, siempre llega de nuevo. Él busca un amor que acoja. Una casa con las puertas abiertas. La hospitalidad es muy importante. Quiero ser hospitalario. Es fundamental aprender a acoger en el servicio. Aprender a acoger en el cariño. Abrahám acoge en Mambré al mismo Dios. En Betania los tres hermanos acogen a Jesús. Mambré y Betania se unen en una misión común: ser hogar para Dios. Allí podrá descansar Dios. Allí podrá descansar el hombre. No sé si mi vida se parece a Betania o a Mambré. Quiero que a Dios le guste pasear por mi alma enferma. Descansar allí donde yo mismo no descanso y me turbo. ¡Qué paradoja! ¿Cómo haré para que Dios descanse en mí que necesito tanto el descanso? Me aburgueso, me vuelvo tibio. Desnutrido, sin vida. Y ahí quiere Dios descansar, en medio de mi desorden.
¿Cómo se fabrica el descanso? Descansar es dejar las preocupaciones y los miedos en el corazón de alguien que me acoge en mi debilidad y me acepta como soy. Me comprende, me sostiene, me abraza. ¡Qué importante que haya personas en mi vida en las que pueda descansar y recuperar las fuerzas! Son las que llamamos personas hogar. Decía Pablo Arribas: «Las personas hogar huelen a amor y aceptación incondicional. Huelen a cariño, a abrazos largos donde se te cierran los ojos y se esboza una sonrisa. Estas personas huelen a amistad, amor y familia elegida. Confían en ti incluso cuando tú mismo has dejado de hacerlo. Son aquellas personas que no te evitan el vértigo ni la caída, sino que te ofrecen las palabras exactas que solo puede regalarte alguien que se cosió las heridas a aprendizajes. Las personas hogar están siempre dos pasitos detrás de ti por si te caes, para sacudirte el polvo de las rodillas con amor y comprensión». Jesús era esa persona hogar para muchos. Llegaban a Él cansados, heridos, rotos. Y descansaban en su misericordia, en su mirada. Se sentían amados, comprendidos. Por eso los pecadores podían comer con Él sin sentirse culpables. Porque Jesús miraba su corazón. ¡Qué difícil mirar así sin pretender cambiar las cosas que no me gustan de aquel al que miro! Miro al que peca, al que me ha defraudado, a aquel en quien había puesto mi confianza y no estuvo a la altura. ¿Cómo voy a comer con él como si no hubiera pasado nada? ¿Cómo voy a aceptarlo tal como es, si no hace esfuerzos por cambiar? Jesús comía con publicanos, con prostitutas, y los acogía. Descansaban en su mesa. Jesús come conmigo y me respeta y me ama. En Él encuentro un hogar. En Él descanso y recupero las fuerzas y vuelvo a creer en lo que de verdad quiero. Traigo mi pecado, mi debilidad. Y traigo mis sueños y mis anhelos. Sé lo que quiero, lo que deseo, lo que espero. Sé hacia dónde camino. En Jesús encuentro la razón de mi existencia, el rumbo y la meta. En Él descubro mi camino. Jesús descansa en mí. Y yo descanso en Jesús. Y descanso en personas que son hogar y me hablan del corazón de Jesús con sus vidas. Aquellos que están siempre con la puerta de su vida abierta para que yo pueda entrar. Jesús también necesitaba descansar en personas hogar. Como Dios en Mambré. Como Jesús en Betania. Yo necesito personas hogar donde sentirme en casa. ¿En qué personas hogar descanso en mi camino? ¿Cómo descanso en Dios cuando estoy cansado?
Marta es el servicio y la entrega desinteresada por amor: «Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio». Ella cuida todos los detalles, se desvive para que Jesús descanse un poco, se encuentre a gusto. Quiere que todo esté bien. ¡Cuánto descansaría Jesús en Marta, en la mujer fuerte de alma que lo acoge cuando más lo necesita! Cuando muere Lázaro es Marta la que sale a buscarle. La escena de hoy me deja algo claro. Si Marta no hubiera estado sirviendo no hubiera habido alegría en esa casa. El servicio por amor importa y mucho. Una casa se convierte en hogar por obra de un servicio lleno de amor. El servicio diario, ese que tantas veces no se ve, ayuda a la alegría familiar. Cuando ese servicio desinteresado y oculto falta en una familia surge la inseguridad entre los hijos. Es un servicio que se preocupa de lo básico para la vida. La limpieza, la comida, el bienestar. ¡Cuánto cuesta muchas veces esa entrega silenciosa! Parece algo poco digno ayudar en la vida doméstica, para hacerle la vida más fácil y ordenada a aquellos a los que uno ama. Para crear hogar. Me gusta la actitud de Marta. Se multiplica. Quisiera ser yo así. Ella se entrega totalmente por amor. Vive entregada. Sirve porque ama. Es un don que brota del alma. En el matrimonio cada uno ama de forma diferente. El hombre necesita hacer cosas para expresar su amor. Más con hechos que con palabras. Es su forma concreta de decirle a su mujer cuánto la quiere. La mujer necesita que el hombre esté a su lado, simplemente, que le dé seguridad, que le recuerde que la ama. A veces falla el diálogo y la comprensión. Cuesta entender la forma de amar del otro. El amor se expresa de diferentes formas. Marta amaba a Jesús en su servicio, en sus gestos. María lo amaba a sus pies, en silencio. Cuando haga yo algo por amor quiero hacerlo siempre con alegría. Ya sea estar con la persona a la que amo. Ya sea servirla por amor. Que sirva sin pensar en lo que invierto en esa entrega. El servicio, nuestra entrega generosa, exige esfuerzo. Y hoy en día no se valora tanto el esfuerzo gratuito, desinteresado. A nadie le gustar dar algo a cambio de nada. Se buscan trabajos en los que haya poca exigencia y se gane mucho. Decía Diego Pablo Simeone: «El esfuerzo no se negocia. Es la magia que transforma los éxitos en realidad». Pero no nos gusta sacrificarnos en aras de un éxito futuro y tan solo probable. Una entrega total en el servicio es lo que quiere Dios. Santa Teresa de Jesús nos dice que «un alma apretada no puede servir bien a Dios». Un alma apretada no sirve con alegría. No quiero que mi alma esté apretada. Me gustaría entender mi vida como un servicio desinteresado y silencioso a la vida ajena. Así lo vivió el P. Kentenich: «Deseo que Dios les brinde a todas las generaciones futuras muchas oportunidades de servir a las personas silenciosamente como lo he podido hacer yo. La riqueza más grande fluye, a modo de retorno, sobre aquel que se esfuerza por poner todas sus energías en el servicio de las almas»[5]. Me gustaría aprender a servir sin quejas. A servir con alegría. A servir sin esperar el aplauso, el reconocimiento. Servir es ser útil para alguien. Llegará tal vez el día en el que no seremos tan útiles. Nuestro servicio no será buscado y sentiremos que no hacemos nada importante. Nos dejarán de lado. Y en esos momentos seguirá quedándonos el servicio oculto a los ojos de los hombres. Cuando yo ya no pueda servir más, Dios se seguirá alegrando por mi vida. Y todo lo que haga será un servicio a Dios. Cuando coma o duerma, cuando calle o sueñe. Cuando sufra en silencio la enfermedad o la vejez. Todo será un servicio oculto y agradable a Dios. Sentiré que no puedo hacer ya mucho por los demás. Pero mi vida seguirá teniendo sentido como un acto continuo de entrega a Dios. Valdrá la pena lo que haga porque lo hago por Dios. Es el servicio que Dios espera de mí. Mi sí diario y entregado. Como leía el otro día: «Me pedía la entrega total de mí mismo, sin reservarme nada. Exigía de mí una fe absoluta: fe en la existencia de Dios, en su providencia, en su preocupación por el detalle más nimio, en su poder para sostenerme y en que su amor me protegería»[6]. Me entrego sin reservas y confío en el poder de Dios. Todo lo hago abandonado en su misericordia. Es mi servicio más inútil y auténtico. A veces me gusta hacer sólo cosas importantes. Servir en cargos. Tener misiones llamativas y destacadas. Ser alabado por mi servicio generoso. Es todo tan humano tantas veces. Me da miedo querer servir sólo en cosas importantes. Buscar tareas que valgan la pena. Me hablaban de un sacerdote que se decidió por esa vocación porque soñaba con cambiar el mundo. Es verdad que todo joven quiere cambiar el mundo. Pero hay muchas maneras. Yo no me hice sacerdote para cambiar el mundo. Pero es verdad que al decirle que sí a estar con Jesús, mi vida cambió y mi forma de hacer las cosas. No sólo sirvo a Dios en las tareas importantes, cuando creo que cambio el mundo. Sea lo que sea lo que haga, si lo hago por amor al hombre y a Dios, será un servicio que cambie el mundo. Será el servicio más importante. Aunque nadie lo vea. Dios sí lo verá. Y mi entrega cambiará el mundo, porque ya está cambiando mi vida.
María representa la oración y el descansar en Dios: «María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán». Necesitamos la oración. Hay personas que quieren rezar porque sienten que deben hacerlo. Pero va más allá. Rezar no es una obligación. Se trata más bien de una necesidad. La oración es un descanso, es un encuentro con Dios que nos llena de paz y de luz. Necesitamos que nos cuiden, que nos den paz y alegría. Necesitamos descansar, que nos quieran. Nos hace bien a todos ser cuidados. La oración es una oportunidad para descansar y dejar que Dios nos cuide. María hoy se encuentra junto a Jesús. Descansa en Él. Recoge sus palabras y sus silencios. Ha escogido la mejor parte. Se sabe muy querida. Me gusta imaginar a María feliz a los pies de Jesús. Me gusta esa santa intimidad. María en Jesús. Jesús en María. Un diálogo lleno de silencios. ¡Cuánta paz! No todo puede ser acción en mi vida. Necesito recogerme. Volver a lo más mío, a mi interior. Necesito quedarme en Betania a los pies de Jesús. La oración honda me hace más niño, más humilde. El Papa Francisco decía: «Cuando nos dejamos elevar al atalaya de la oración, a la intimidad con Dios para servir a los hermanos, el signo es la humildad». Desde el corazón de Jesús aprendo a mirar a los demás con humildad. En la oración aprendo a sentirme niño desvalido. Dios me cuida. El otro día leía: «La auténtica oración tiene lugar cuando logramos encontrarnos en presencia de Dios. Entonces cualquier pensamiento se convierte en padre de una oración y las palabras resultan superfluas. Esta oración es absorbente. Una vez que la has experimentado, no puedes olvidarla nunca. Y no me refiero a ninguna gracia mística extraordinaria. Me refiero únicamente a la conversación con Dios, al desbordamiento espontáneo del alma que ha llegado a darse cuenta de que es un niño pequeño a los pies de un padre amoroso y providente»[7]. Una oración que pacifica el alma. Me abrazo a Dios. Confío en Él. Me dejo llevar. Dios sostiene mi vida. Esta oración es una gracia que pido cada día. A veces la oración puede apartarme de hacer cosas. Tal vez es que necesito descansar y dejar mi alma en Dios. Eso es lo que importa. Dios me sostiene. Yo me vacío de todo lo que me pesa, también de mi acción. La oración se convierte entonces en descanso del alma. María eligió la mejor parte, estar íntimamente unida a Jesús sin hacer nada. Como una niña. Aprendió a confiar. Marta y María siempre están unidas. Sin oración no es fecunda mi entrega. El servicio sin oración me hace activista. Y la oración sin acción me puede hacer egoísta. Me encierra. Me aísla. Sueño con ese santo equilibrio entre la oración y la acción.
Es importante hacer las cosas mirando el propio corazón y no comparándome con los demás: «Hasta que se paró y dijo: - Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano. Pero el Señor le contestó: - Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria». ¿No le importa a Jesús lo que hace Marta? ¿Prefiere a María? Miro la escena y me parece un poco injusto. María no hace nada y Marta trabaja. Y al final parece que Marta no tiene razón. Pero no es así. Jesús sólo se fija en su envidia, porque Marta se compara. Está claro, no tengo que llevar cuentas del bien que hago. La envidia me hace daño. ¡Cuánto me cuesta reconocer que tengo envidia! A veces sirvo con rabia, enfadado, sin paz. Así no. Necesito hacerlo con alegría. No quiero adornar mis sentimientos. No quiero enredarme en lo que es justo, en lo que corresponde. Hay envidia en mi alma. Me cuesta mucho alegrarme de la suerte y del bien de mis amigos, de mis hermanos. Decía Óscar Wilde: «Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo, simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima». Me falta esa naturaleza tan delicada que se alegra con la suerte del amigo. Quizás María ese día necesitaba estar junto a Jesús sin hacer nada, a sus pies, junto a Él. Era su lugar, era su hora. No siempre tenemos que hacer todos lo mismo. Cada uno tiene su momento. Marta tiene la misión de cuidar la casa para que María pueda estar en ese lugar junto a Jesús. Jesús le pide a Marta que sea más generosa, que ensanche su corazón, que se alegre por su hermana. Y no sólo eso. Le pide que cuide ese lugar de su hermana. Porque tal vez en ese momento lo necesita de forma especial. Le pide algo muy grande, que se olvide de sí misma. No sé si lo que le duele a Marta es que María no le ayude. O tal vez es su deseo de poder ella sentarse junto a Jesús lo que la lleva a quejarse. Jesús habla con mucha confianza a Marta. Protege a María y le pide a Marta que de alguna forma la cuiden entre los dos. Jesús hablando con ella. Y Marta cuidando la casa. Jesús confía en que Marta es capaz de comprenderlo. Pero también le dice que la ve inquieta. Y le pide que deje lo que está haciendo para estar con Él sencillamente, sin hacer nada. Le pide que no se agobie, que sea libre y pueda también ella disfrutar de la alegría de estar juntos. Me gusta pensar que Marta cambió por dentro. Su corazón se hizo fecundo con la visita de Jesús. Se sintió mirada, amada. Sintió que Jesús confiaba en ella. Jesús le pidió que amara como Él, olvidándose de sí, dejando todo por cada persona. Que mirara con profundidad la vida, más allá de lo justo o injusto. Que se pusiera en el lugar de su hermana y la comprendiera, sin compararse con ella. Que mirara a su hermana sin mirarse a sí misma. Que pensara en lo que su hermana necesitaba, en la belleza de su alma, en lo que era. Que saliera de sí misma. Jesús le pidió que hiciera su vida a la medida de su propia vida. Que se alegrara porque su hermana tenía ese rato de intimidad con Él. Y que lo cuidara. ¡Cuántas veces miro la vida de los otros en función de la mía! No pienso en su belleza, sino que la comparo con lo que yo no tengo. Muchas veces me quejo de lo que no tengo. Y no me alegra que otros puedan disfrutar de lo mismo que yo deseo. Pienso que me han excluido, que no han contado conmigo. Y no soy capaz de alegrarme con sencillez de sus alegrías. Decía el P. Kentenich: «Al proyectar mis debilidades en los otros no las puedo reconocer en mí mismo y me quedo ciego ante mi propia situación. Eso se manifiesta en censuras a los otros, en condenas y en críticas»[8]. Proyecto mis debilidades en los demás y surge la queja, la crítica. Me quedo en la injusticia. Las comparaciones me hacen daño. Quisiera tener un corazón grande como el de Jesús. Quisiera que Jesús lo ensanchara para no tener nunca envidia. Para no compararme con los demás. Para alegrarme siempre con sus alegrías. Para ser feliz con mi vida y no vivir sintiendo el dolor de mis debilidades, caídas y torpezas. Si me acepto como soy, si me alegro con mi vida tal y como es, entonces no caeré en las críticas ni en las quejas. No mediré tanto sin las cosas son justas o no. Aprenderé a amar a todos, a amar siempre, sin envidia. Me importará más dar que recibir. Jesús me ama de una forma única. Él confía en que yo aprenda a amar así. Abriendo mi corazón para que Él descanse, para que los hombres descansen.