El verdadero oyente del evangelio de S. Marcos, es decir, el que ha ido haciendo camino en pos de Jesús con sus discípulos, llega este domingo a un pasaje decisivo. En ese seguimiento, Jesús, antes de llegar a Jerusalén, nos tiene que llevar a Jericó, el lugar más deprimido  (240 m. bajo el nivel del mar) de la tierra. Y nosotros necesitamos que nos lleve ahí, que nos haga sentir como el ciego del evangelio.

El camino de maduración de la inicial adhesión a Cristo pasa por el crecimiento en la humildad; solamente el que llega a lo más bajo es ensalzado (cf. Mt 23,12). Creemos que somos ricos y es menester que el Señor nos haga palpar que en realidad estamos como el ciego, mendigando al margen del camino, que sintamos que nuestra hambre de divinidad la entretenemos con unas migajas. Creemos que vemos, quecomprendemos , que sabemos y precisamos percibir que no es así, que, pese a haber sido creado para contemplar a Dios, los ojos de la fe no los tengo abiertos del todo.

Mientras sigamos confiando en nosotros, mientras sigamos creyendo en alguna medida que somos capaces de dar respuesta desde nosotros a nuestra existencia, que somos capaces de comprender, aún no hemos llegado a Jericó. Necesitamos seguir bajando para no solamente aprender vitalmente que somos ciegos pobres y pobres ciegos, sino también para descubrir, no simplemente para tenerlo claroconceptualmente , que no podemos devolvernos la vista, que necesitamos un Salvador, alguien que nos cure de la ceguera de no ver el amor de Dios en todas las cosas.

Uno de los mayores regalos que nos puede hacer Dios es que se nos haga patente el fracaso de nuestra soberbia. Desde ahí, nuestra oración se hace un grito como el del ciego, oramos con todo nuestro ser, oramos sin que nadie nos frene, oramos insistentemente pidiendo compasión como este ciego o elpublicano en el templo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc 18,13).

Desde la profunda humildad podemos pedir con plenitud: "¡Maestro, que pueda ver!" (Mc 10,51).  Necesitamos que Jesús nos abra los ojos para poder responder a su llamada: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,34). Y como ciegos curados empezar la ascensión hacia Jerusalén: "... y lo seguía por el camino" (Mc 10,52).