Cuentan que, estando en la cárcel el pastor protestante Bonhoeffer, por su oposición al nazismo de Hitler, otro pastor protestante fue a verle para convencerle de que se uniera a los que apoyaban al dictador. Dicen que le dijo: “Mira a dónde te ha conducido tu comportamiento”. A lo que el futuro mártir respondió: “Fíjate también tú a dónde te ha conducido el tuyo”. Y es que hay épocas, como decía Solzhenitsyn desde el gulag de Siberia donde le metieron los comunistas, en las que el único sitio donde un hombre honrado puede estar es en la cárcel. Por supuesto que los que renuncian al martirio lo hacen llenos de lo que el mundo llama “sentido común” y reciben a cambio honores y dignidades -civiles o eclesiásticas-, a la par que son ensalzados como gente sensata. Los otros, en cambio, son presentados ante la opinión pública como integristas, radicales peligrosos, fundamentalistas, y no se duda en afirmar que si terminan su vida bajo la tortura es porque ellos lo han querido así, a pesar de los muchos intentos que sus nobles y buenos verdugos hicieron para evitar hacerles daño; la culpa era de ellos y no de los que les quitaron la vida en medio de los tormentos, los cuales, pobrecillos, no tuvieron más remedio que hacerlo.
En realidad, esto no es nuevo. Ya en los primeros siglos de la Iglesia, cuando arreciaban las persecuciones, muchos cristianos apostataban de la fe para evitar el martirio. Fueron llamados “lapsi” y sobre su integración posterior a la Iglesia, una vez pasada la persecución, se produjeron no pocos debates. También entre el clero abundaron los apóstatas, una parte del cual fue catalogada como “traditores”, pues entregaban a las autoridades romanas los libros sagrados -hoy diríamos que renunciaban a presentar íntegro el mensaje moral del cristianismo- y quizá incluso las especies eucarísticas. Lapsis y traditores fueron dejados en paz por los perseguidores e incluso cubiertos de honores y recompensas. Los otros, los que eran echados a los leones, pasaban por intransigentes que no sabían vivir en paz con los demás porque insistían en algo tan provocador y ofensivo como la pretensión de que Cristo era el único Salvador del mundo y de que en Él estaba contenida la verdad plena. Si morían era por culpa suya y bien merecido se lo tenían. Total, ¿qué importancia tenía echar un poco de incienso en el altar de un dios en el que nadie creía, o tirar al estercolero un poco de pan consagrado en el que ya los que lo arrojaban habían dejado de creer?
Esas épocas pasadas -alguna, como la de Bonhoeffer, no tan antigua- está ya a las puertas. De nuevo vuelven los tiranos a obligarnos a adorar a los ídolos, aunque ahora esa tiranía se presente con otros rostros y los falsos dioses no tengan ni siquiera la belleza estética de las esculturas griegas y romanas. Esta semana, en Bélgica, un tribunal ha condenado a una residencia de ancianos cristiana a pagar una multa de 6.000 euros (se dice explícitamente que la cantidad es testimonial, es decir es un mero aviso a navegantes) porque se negó a aplicar la eutanasia a una señora que residía allí. Aunque la anciana fue objeto de revisión por un médico de la residencia, que certificó que no se cumplían las condiciones legales para la eutanasia, sus familiares se la llevaron del centro y consiguieron finalmente que ella muriera, después de lo cual demandaron a la residencia.
No es el único caso. En Colombia se ha retirado a las instituciones sanitarias la posibilidad de acogerse a la objeción de conciencia ante el aborto, reservando ese derecho sólo a las personas. Es decir, que un hospital católico tendrá obligatoriamente que hacer abortos, aunque su personal contratado no quiera hacerlos; no se sabe si deberá contratar un personal adicto a ese crimen o si tendrá que permitir que las mujeres que lo deseen usen las instalaciones contratando a sus propios médicos.
Algo parecido está ya pasando en la educación. Son ya varios los países donde se obliga a los colegios a enseñar a masturbarse a niños de ocho años, y donde la ideología de género se impone como un dogma indiscutible.
Los dictadores han vuelto. Nos obligan a elegir entre la espada de incumplir las leyes civiles y la pared de traicionar a Jesucristo y su mensaje. No faltan ni los lapsi ni, por desgracia, los traditores.
Dios quiera que tampoco falten los mártires. Los colaboracionistas ya están echando incienso en el altar de los dioses y renunciando a presentar íntegro el mensaje cristiano. Lo hacen en nombre de nobles causas y de elevadísimas y divinas virtudes. Pero son sólo eso, colaboracionistas, lapsis y traditores, y así pasarán a la historia.