Este domingo, el Evangelio nos cuenta la historia de un ciego, Bartimeo, que recibió ayuda de Cristo porque la pidió. Esto nos lleva a pensar en aquel refrán: No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Vivimos en una época en la que no abundan los ciegos que quieren curarse. Me refiero, por supuesto, a la ceguera moral. Si el primer pecado consistió en aceptar el relativismo como base de la ética (comer del fruto del árbol del bien y del mal para ser "dioses"), ahora ese pecado se ha masificado y son mayoría los que o no tienen conciencia o la tienen totalmente domesticada. Por eso, porque la conciencia no ejerce su función autocrítica, no se dan cuenta del mal que cometen. Al no hacerlo, no sólo no lo evitan -con lo que siguen haciendo daño a otros-, sino que se hacen daño a sí mismos sin remedio. Vivimos en un mundo de enfermos morales que se  creen sanos y que, por ello, no acuden al médico y no se curan. Debido a esto se cometen las mayores barbaridades -como el aborto- sin tener ni siquiera sentido de culpa. Hace unos días oí a Benigno Blanco decir que cada época condena duramente los errores de sus predecesores -como hacemos nosotros con la esclavitud o el holocausto- mientras que acepta sin pestañear los que en ella se cometen. No me cabe duda de que es así y tampoco me cabe duda de que nuestra misión, ahora y siempre, es señalar proféticamente cuáles son esos males para que la humanidad no perezca por ellos.
Sin embargo, nos equivocaríamos si pensáramos que sólo es el aborto el error del tiempo presente o si nos fijáramos solo en los colectivos. ¿Y los nuestros qué? ¿Cuánto tiempo hace que no hacemos un buen examen de conciencia, que no nos confesamos, que no nos decimos a nosotros mismos algunas verdades tan ciertas como molestas? En eso tenemos que pensar esta semana: en no converitrnos en ciegos que no quieren ver. Acudamos a Cristo, el médico del alma, con humildad. Pongamos ante Él nuestras miserias y no dudemos de que, sean las que sean, su Divina Misericordia las sanará.