Estas tres palabras resumen perfectamente qué necesitamos en estos momentos dentro de la Iglesia. Santidad, que es mucho más que liderazgo social. Unidad que mucho más que llamarnos católicos y que cada cual tenga una fe a su medida y gusto. Esperanza, que no es la virtud que más abunde dentro de la Iglesia en estos momentos. Resumiendo, necesitamos conversión, transformación de nuestra naturaleza herida y limitada.

«Convertíos a mí de todo corazón», y que vuestra penitencia interior se manifieste por «medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas» (Jl 2,12). Así ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados (cf Lc 6,21; Mt 5,5)... Así os  digo que «no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones» (Jl 2,13) repletos de pecado; pues el corazón, a la manera de  los  odres, no se rompe nunca, sino que debe ser rasgado por la voluntad.  

Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habías apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues por grandes que sean vuestras culpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la verdad de vuestros muchos pecados. Pues el Señor es compasivo y misericordioso, Él no se complace en la muerte del pecador (Ez 33, 11). «Paciente y rico en misericordia» (Jl 2, 13), Él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión.
(San Jerónimo. Comentario de Joel 2, 1214)

Cristo no llama a dejar que la Gracia de Dios llegue hasta lo más profundo de nosotros, nuestro corazón. Para ello, como San Bernardo indica, es necesario rasgar nuestro corazón. Es decir, abrirlo para que la luz de la Gracia llegue hasta su último rincón, de manera que Cristo vaya actuando sobre lo que somos. Quien mira el futuro pensando en el éxito social, tarde o temprano se dará cuenta que todo lo que buscaba que reducido a promesas de marketing y un vacío lleno de falsas apariencias. Dios no quiere sacrificios rituales externos a nosotros mismos, quiere un corazón contrito y humilde, que acepte que únicamente la Gracia de Dios puede transformarlo.

Precisamente la humildad es la principal fuente de la esperanza y también de la felicidad interior. Quien se cree el rey del mundo, verá que todos le desprecian. Quien se sabe el último de los últimos sabe que nada puede por sí mismo y deja que Dios abra las puertas que él no puede abrir. Quien es humilde deja que los tiranos se consuman en su propio poder. Ellos tienen ya el premio de ser relevantes, salir en todas las portadas y recibir premios de manos de otros tiranos. Quien es humilde busca el rincón menos visible del templo para poder arrodillarse ante el Señor y llorar su impotencia. Pero mientras llora, se siente justificado por la misericordia de Dios y su corazón ve lo que es la verdadera felicidad. La felicidad el contrito y humillado que sabe que todo tiene sentido en el Señor.

“Señor es compasivo y misericordioso, Él no se complace en la muerte del pecador”, y le echa de su lado llamándolo de todo menos bonito. No le desprecia, sino que “que espera sin prisas nuestra conversión”. Los tiranos trazan líneas que separan a quienes le adulan y quienes sólo tienen espacio en su corazón para Dios. Sin duda vivimos tiempos donde la Esperanza debería ser nuestra luz, la fe nuestro bastón y la caridad nuestra forma de vivir cada momento.