La Iglesia sin ser del mundo ni plagiar al mundo, sin absorber la mentalidad del mundo y de cada época, siendo permaneciendo fiel al Señor, está, ciertamente, en el mundo y al servicio de los hombres, encaminándolos hacia Dios, comunicándoles la vida divina en Jesucristo.
La Iglesia recibe de Cristo su vida y su vocación; refleja la luz de su Señor y es Misterio de salvación de vida, sacramento de salvación para los hombres, signo de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Es un pueblo santo, pueblo de redimidos, que está consagrado a Dios en la historia de los hombres.
Este ser de la Iglesia, su Misterio, está desglosado en la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II y es la clave de interpretación de la Constitución "Gaudium et spes", sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno.
A la Iglesia le interesa el hombre, y nada de lo humano le es ajeno, para elevarlo y plenificarlo en Cristo, centro de la historia, que revela el hombre al hombre. Por eso la Iglesia no se encierra en sí misma, ni se desentiende de lo que vive y sufre y necesita el hombre, situado en una época, en una cultura, en un tiempo concreto. Aunque, ciertamente, no presenta soluciones técnicas ni vive sólo para el orden temporal.
El discurso de Pablo VI al cuerpo diplomático -que vimos hace unos días- presenta la relación de la Iglesia con el mundo moderno y con el orden temporal. Tal vez con demasiado optimismo, el Santo Padre hablaba del mundo moderno y lo valoraba, con la confianza de que el diálogo y el ofrecimiento de Cristo Verdad iba a ser escuchado y acogido. Mientras, las corrientes culturales recorrían Europa y América con gran velocidad, desembocando en la ruptura de mayo del 68 como símbolo de la crisis de una cultura y la debilidad del pensamiento moderno.
Hoy el mundo ha cambiado y no es el mismo del que hablaba la "Gaudium et spes" ni el discurso de Pablo VI; la post-modernidad ha eclipsado a Dios, ha relegado incluso la razón al límite de sí misma, con un pensamiento débil incapaz de afirmar nada valedero y la cultura se ha disgregado en múltiples trozos. Las fuerzas y los equilibrios de poder han variado mucho desde los años sesenta del siglo pasado y los sistemas económicos han mostrado su debilidad.
Pese a esta transformación del mundo, las intuiciones y las claves de Pablo VI siguen siendo valederas para comprender la situación de la Iglesia en el mundo contemporáneo, su palabra válida, su manera de situarse y ofrecer al hombre el Bien mayor.
"Sois en efecto los representantes de estos poderes temporales que son las más directamente interesados en la solución de los grandes problemas humanos hoy. Cualquiera que se ofrezca a ayudaros es sin duda bienvenido. Ahora bien, la Iglesia os propone su ayuda, se presenta a vosotros como una amiga y una aliada. Lo que aquí debe retener vuestra atención, como con frecuencia es el objeto de Nuestras propias reflexiones, es la naturaleza de la ayuda que la Iglesia puede y quiere aportar a vuestras tareas temporales.
La Iglesia no aborda los problemas –es evidente- bajo el mismo ángulo que las potencias de este mundo. No tiene soluciones técnicas –económicas, políticas o militares- que proponer; y es esto lo que a menudo ha podido hacer que se considere su aportación a la edificación de la sociedad como menos importante.
Su acción se ejerce, en realidad, en un plano diferente y más profundo: el de las exigencias morales fundamentales sobre las que descansa todo el edificio de la vida en sociedad.
La conciencia del hombre moderno no es insensible a este discernimiento de los diferentes planos. Percibe incluso más claramente quizás que lo que se hizo en ciertas épocas del pasado, la distinción de lo temporal y lo espiritual, y aprecia más justamente sus relaciones e influencias recíprocas.
Es una larga historia la de las relaciones de la “Ciudad de Dios” y de la “Ciudad de los hombres”: una historia que nació con el cristianismo, es decir, con la aparición en el mundo de una sociedad religiosa universal, fundada sobre la fe en Cristo y abierta a los hombres de toda raza y de todo país. El cristiano se encuentra que tiene, por así decir, dos patrias, y depender como de dos poderes. Siguiendo las épocas, diversas fueron las tentativas de elaborar una teoría coherente de la armonía necesaria entre estos dos poderes. Desde las “dos Ciudades” de S. Agustín, pasando por la teoría medieval de las dos espadas y la “Monarquía” de Dante, y hasta los intentos de síntesis de pensadores más modernos, se ha podido hablar de “metamorfosis de la Ciudad de Dios” (Etienne Gilson, Paris. Vrin, 1952).
Una cosa es cierta: la evolución se ha hecho en el sentido de una toma de conciencia creciente por parte de la “ciudad temporal” de su autonomía frente a la “ciudad espiritual”, y recíprocamente de la independencia de esta última en relación a la ciudad temporal. Pero al mismo tiempo que su diferencia pudo hacerlas aparecer a veces no solamente distintas, sino rivales y opuestas, hoy, gracias a Dios y cada vez más –y Nos querríamos desear que fuese así en el mundo entero- no se convierten ya en adversarias. En lo que concierne a la Iglesia, en todo caso, su deseo de colaboración con los poderes de este mundo no tiene una segunda intención: las actas del Concilio lo prueban con claridad.
Vuestro intérprete ha hecho alusión al “Esquema XIII”, como se le llamó, a la “Declaración sobre la Libertad religiosa”, al “Mensaje a los gobernantes” leído el día de la clausura del Concilio: éstos son, en efecto, los documentos esenciales con los cuales el Concilio ha manifestado el pensamiento de la Iglesia en este campo de las relaciones con la autoridad temporal.
Estos documentos os son conocidos, y Nuestra intención no es ofrecer aquí un amplio comentario sobre ellos. Pero Nos permitiréis destacar de ellos un punto al que los acontecimientos ocurridos dan un carácter de urgente y dolorosa actualidad: es el interés que ha mostrado la Iglesia respeto al problema de la paz y de las relaciones internacionales. Lo que está en juego tiene tal importancia para toda la humanidad, que el “Esquema XIII” le consagra un largo capítulo. Destacaréis en él la gran libertad con la que la Iglesia, al margen de todo interés temporal, tiene el compromiso de hablar y actuar en el plano que es el suyo: el plano moral y espiritual.
Ciertamente se podría objetar que en presencia de los conflictos que se enfrentan con armas modernas con sus terribles medios de destrucción, la voz de una potencia tan desarmada como la Iglesia corre el peligro de ser ahogada por el ruido de los combates. La experiencia, sin embargo, ha demostrado también en estos últimos días, que ella es escuchada con respeto e incluso buscada y deseada. Dios Nos es testigo de que estamos preparados, por Nuestra parte, a intentar todas las gestiones –incluso fuera de las formas protocolarias habitualmente recibidas- cada vez que Nos estimemos que la Iglesia puede aportar útilmente a los Gobernantes el peso de su autoridad moral a fin de mantener y progresar en una justa paz entre los hombres y entre los pueblos. Tarea temporal, sin duda, pero realizada y dirigida por los medios apropiados a Nuestra función, y para un fin espiritual: la salvación de la sociedad, el verdadero bien de los hombres.
La paz, en efecto, es un don tan grande, tan precioso, tan ardientemente perseguido por la humanidad entera, que Nos no dudamos en rogaros que pidáís a vuestros gobiernos que continúen sus esfuerzos –como Nos continuaremos los Nuestros- para restablecerla allí donde haya sido herida, y para reforzarla allá donde ya exista.
Ustedes lo ven, Excelencias y queridos Señores, la Iglesia está hoy a vuestro lado; está manos a la obra con vosotros para la edificación de un mundo más humano y más feliz así como más justo y más pacífico; ofrece sus servicios: humildemente, es cierto, pero con la certeza, nacida de su fe y de su experiencia, de que su mensaje es un mensaje de luz, de vida y de salvación, para las personas como para las Naciones" (Pablo VI, Disc. al cuerpo diplomático, 8-enero-1966).