Tan relacionadas están la teología y la santidad, que son inseparables, y con este criterio podríamos discernir cualquier obra y cualquier presunta santidad.
Tres signos nos permitirán descubrir si una teología -un libro de teología, un autor- participa de esa vida de santidad o no, independientemente de otros criterios (fama, número de libros vendidos, etc.).
La teología será buena, verdadera, hermosa, cuando su autor ha renunciado al academicismo y a las categorías ideológicas y elabora su teología con una santidad de vida personal grande y firme. Escribe, piensa, enseña, delante de Dios, ante Dios y para la gloria de Dios.
La santidad es verdadera, y no moralismo o apariencia de compromiso ético, cuando piensa a Dios y ora a Dios y vive de Dios; entonces sus palabras no serán soflamas ideológicas de hombres "comprometidos", sino palabras llenas de sabiduría, fe y Espíritu Santo.
La conjunción siempre es teología y santidad. Los grandes teólogos siempre serán los que intenten vivir la santidad y su conjunto doctrinal tendrá una belleza que hiere el alma; los grandes santos siempre son teólogos que saben hablarnos de Dios y llevarnos a Dios.
No tenemos que olvidar que cuando se produce un fallo en la coherencia personal, la verdad siempre pierde algo. Decía Rosmini: "La ciencia es común a todos, buenos y malos, pero la verdad del Evangelio, viva, puesta en práctica, sólo pertenece a los buenos". Un "maestro de teología" debe ser también, sobre todo, ante todo, partiendo de su propia experiencia, un "maestro de santidad" porque si no, habría que dudar de la naturaleza de su teología, de su peso específico cristiano.
La santidad está en el corazón de la teología. Si ésta es una escucha obediente de la Palabra que luego se expresa y se desmenuza, se razona y se desentraña, el teólogo será el primero oyente que obedece y está disponible con una escucha que se encarna en su vida y que compromete.
Así ya no será sólo lo que hemos escuchado, sino esa Palabra de vida que también hemos visto y que la estamos tocando, dándole cuerpo con nuestra vida (cf. 1Jn 1,1). Hay, así pues, una experiencia y un contacto personal, intransferible, del teólogo con la Palabra que modelará su vida y lo impulsará al seguimiento de Cristo. Su teología ya no brotará del intelectualismo árido, como si fuera una ciencia humana más, sino que lleva las huellas de su propio camino de santidad, de su compromiso en vivir aquello que contempla e incluso esa misma experiencia de santidad dará tonos nuevos a su teología.
Digámoslo de otra manera: la teología es un diálogo esponsal entre Cristo y la Iglesia, donde la razón y la fe unidas, contemplan con amor y dialogan con el Esposo Jesucristo. Quien esté inserto dentro de ese misterio nupcial podrá "oír" esas palabras inefables y pronunciar palabras de amor, pero quien no lo esté fabricará una teología que es más bien ideología, ética, o el cúmulo de citas a pie de página para mostrar erudición y preocuparse de la parte formal-metodológica de la ciencia teológica. Por mucho que escriba y que publique, o lo que lo publiciten en editoriales o webs, no sería teología verdadera.
Concretémoslo de algún modo:
-el teólogo participará de ese diálogo esponsal si dedica horas a estar ante el Señor expuesto, adorando;-participará de ese diálogo si vive la liturgia con un espíritu de adoración;-podrá hablar de los misterios de la redención y el pecado si se confiesa con frecuencia y, si es sacerdote, dedica tiempo cada día al confesionario palpando el mysterium iniquitatis y el mysterium pietatis;-entrará en el diálogo esponsal si cada jornada la santifica con la Liturgia de las Horas, cantando a Dios y ante Dios, dejándose empapar de la Palabra celebrada...
Esta santidad que debe hacerse carne en la reflexión teológica, que la determina, es el fruto maduro de la santidad de toda la Iglesia, de la conciencia eclesial de todo el pueblo cristiano. El teólogo que quiera escapar de estos vínculos ya no será un teólogo cristiano: contradeciría por completo el objeto de su estudio y de su enseñanza.
La santidad determina la validez y veracidad de la teología. Basta, por ejemplo, entregar un artículo de un teólogo sobre la contemplación a una carmelita y nos dirá si ese teólogo contempla o no el Misterio con una vida interior purificada... ¡o sólo teoriza! O entregar una reflexión sobre la naturaleza humana a un buen sacerdote confesor -con horas de confesionario y penitentes- para saber si conoce o no el alma humana o sólo hace una ideología de ensueño.
Tres signos nos permitirán descubrir si una teología -un libro de teología, un autor- participa de esa vida de santidad o no, independientemente de otros criterios (fama, número de libros vendidos, etc.).
a) El primero es la posición del autor respecto a la Persona de Jesucristo, si conoce al Hijo, si reconoce y confiesa su divinidad, o la silencia para plantear un nuevo e insulso humanismo, o presenta sólo aspectos éticos de Jesús (normalmente, sólo llamado "Jesús de Nazaret"), reduciendo el Misterio de la encarnación o vaciándolo por completo de contenido.
b) El segundo criterio es su relación con la Iglesia. Cuando a ésta se la considera un mal menor, incluso un estorbo, y sólo se trata de su aspecto institucional para reclamar reformas y adaptación, entonces el teólogo es que está alejado del Misterio de la Iglesia, Esposa, Sierva, Templo del Espíritu, Pueblo de Dios. Olerá, sin duda, a un evangelismo que sólo quiere ética y da un salto mortal hacia una relectura del evangelio con libre interpretación. Será un teólogo que se aparta del corazón de la Iglesia, en contraposición a los santos y verdaderos teólogos, que han amado a la Iglesia, la han sentido en sus almas, la han obedecido con amor, aunque vieran los pecados y errores de los miembros de la Iglesia.
c) El tercer y último criterio es espiritual-moral: la humildad verdadera del teólogo. Se trata de verificar que en su enseñanza no hay atisbo de vanidad personal, ni busca sólo su propia autoglorificación tratando con desprecio lo demás y a los demás, sino que ofrece una enseñanza sólida abierta al Misterio. Es lo opuesto a las actitudes de quienes pueden aparecer en prensa, se complacen en que los llamen "profetas", y critiquen abiertamente al Papa, al Magisterio y a la Iglesia.