Desde casi los orígenes cristianos, la cruz se incorporó como un signo eminentemente cristiano para los fieles en la liturgia. Eran marcados en la frente con la señal de la cruz al inicio del catecumenado, indicando ya un primer grado de participación en Cristo y en la vida cristiana. Los fieles trazarán por devoción la señal de la cruz en sus frentes con mucha frecuencia[1].
Aún hoy la entrada en el catecumenado –según el Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos- está marcada por la señal de la cruz en la frente del catecúmeno, y si parece oportuno, en los oídos, ojos, boca, pecho y espalda: “Recibe la cruz en la frente: Cristo mismo te fortalece con la señal de su caridad. Aprende ahora a conocerle y a seguirle” (RICA 83)[2]. En el bautismo de párvulos, síntesis de todos los ritos catecumenales y bautismales de adultos, se les dice: “La comunidad cristiana os recibe con gran alegría. Yo en su nombre os signo con la señal de Cristo salvador” (RBN 114).
La cruz será la señal en la frente de los elegidos[3]; con la cruz somos crismados para recibir, por esta señal, el Don del Espíritu Santo, como se realiza en el rito de la Confirmación (RC 34). Por la cruz nos vienen todos los bienes, toda gracia.
Es fácil comprender que el signo de la cruz se fuese multiplicando cada vez más en la liturgia por parte del sacerdote y que los fieles mismos trazasen sobre ellos el signo de la cruz, santiguándose, en distintos momentos.
En el evangelio, el diácono o el sacerdote que lo proclama, traza la cruz sobre el inicio de la página evangélica y a continuación se signa en la frente, labios y pecho. La primera y última de estas cruces provienen del ámbito franco-germánico (siglo X) y más posterior (siglo XIII) la cruz en los labios.
Y el pueblo es bendecido por el sacerdote trazando la señal de la cruz.
Acudamos a la Ordenación del Misal para ver los distintos momentos en que los fieles participan trazando sobre ellos la señal de la cruz.
Al inicio de la celebración eucarística, se ha incorporado para todos, sacerdote y fieles, el signo de la cruz: “Concluido el canto de entrada, el sacerdote de pie, en la sede, se signa juntamente con toda la asamblea con la señal de la cruz; después, por medio del saludo, expresa a la comunidad reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada” (IGMR 50).
Es el sacerdote, y sólo el sacerdote, el que pronuncia las palabras “En el nombre del Padre y del Hijo…” mientras todos trazan la señal de la cruz, santiguándose, y todos responden: “Amén”. Dice el Misal: “Terminado esto, el sacerdote se dirige a la sede. Terminado el canto de entrada, estando todos de pie, el sacerdote y los fieles se signan con la señal de la cruz. El sacerdote dice: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El pueblo responde: Amén” (IGMR 124).
Al leer el evangelio, se signa la página y todos, diácono y fieles[4], trazan la cruz en la frente, labios, y pecho, como signo de reverencia a la Palabra que se va a proclamar y acogida disponible y obediente en todo su ser:
133. Los presentes se vuelven hacia el ambón para manifestar especial reverencia hacia el Evangelio de Cristo.
134. Ya en el ambón, el sacerdote abre el libro y, con las manos juntas, dice: El Señor esté con vosotros; y el pueblo responde: Y con tu espíritu; y en seguida: Lectura del Santo Evangelio, signando con el pulgar el libro y a sí mismo en la frente, en la boca y en el pecho, lo cual hacen también todos los demás. El pueblo aclama diciendo: Gloria a Ti, Señor. Si se usa incienso, el sacerdote inciensa el libro (cfr. núms. 276-277). En seguida proclama el Evangelio y al final dice la aclamación Palabra del Señor, y todos responden: Gloria a Ti, Señor Jesús. El sacerdote besa el libro, diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio.
Esta signación por parte del lector del Evangelio es uno de los signos de veneración con los que se rodea la lectura del santo Evangelio[5].
Por último, los fieles se santiguan con la bendición que imparte el sacerdote, actualmente, al final de la Misa, como conclusión y despedida:
“Después, el sacerdote, extiende las manos y saluda al pueblo, diciendo: El Señor esté con ustedes, a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu. Y el sacerdote, une de nuevo las manos, e inmediatamente pone la mano izquierda sobre el pecho y elevando la mano derecha, agrega: La bendición de Dios todopoderoso y, mientras traza el signo de la cruz sobre el pueblo, prosigue: Padre, Hijo, y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes. Todos responden: Amén” (IGMR 167).
También en la Liturgia de las Horas, todos se santiguan al inicio de la Hora, cuando se canta “Dios mío, ven en mi auxilio” o se signan los labios si se abre el Oficio con el Invitatorio “Señor, ábreme los labios”; en los cánticos evangélicos del Benedictus, Magníficat y Nunc dimittis, todos se santiguan por reverencia al cántico[6].
Procuremos con todo cuidado trazar reverentemente la señal de la cruz al santiguarnos, o signarnos bien en la frente, labios y pecho, despacio y conscientes del valor de la Cruz, con gran amor.
“¡Si vuestro sitio es ése: al pie de la cruz! ¿Cómo?... Procurando en vosotras y en las demás signarse y santiguarse bien y lentamente, a ver si hacemos desaparecer esos garabatos que innumerables cristianos trazan en el aire o sobre la cara y pecho en lugar de la cruz” (Beato D. Manuel González, Florecillas de Sagrario, Obras, nº 717).
“Hay una urbanidad de la piedad. —Apréndela. —Dan pena esos hombres "piadosos", que no saben asistir a Misa —aunque la oigan a diario—, ni santiguarse —hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación—, ni hincar la rodilla ante el Sagrario —sus genuflexiones ridículas parecen una burla—, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora” (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 541).
[1] Cf. Hipólito, Traditio apostolica, 21. 42; Tertuliano, De corona 3,4.
[2] Por ejemplo, en los oídos: “Recibid la señal de la cruz en los oídos, para que oigáis la voz del Señor”; en los ojos: “Recibid la señal de la cruz en los ojos, para que veáis la claridad de Dios”, etc… (RICA 85).
[3] Cf. Ez 9,3-6 y Ap 7.
[4] Cf. Caeremoniale episcoporum, 74.
[5] OLM 17.
[6] Cf. IGLH 266 b.