Continuamos con el artículo de G. Cottier en Communio, ed. francesa, IX, 4- julio-agosto 1984, pp. 4-9.
Planteada la espera humana y la esperanza teologal, garantizada por Dios, infundida por Dios, otorgándonos una certeza irrebatible, había que plantearse las esperas humanas, o las esperanzas humanas, iluminadas por la esperanza sobrenatural, y los sustitutos que, a modo de compensaciones, han surgido a la esperanza teologal. Estos han sido los humanismos ateos, las ideologías y utopías.
Si leemos atentamente, y reflexionamos, con este artículo además de orientar correctamente nuestra esperanza en Dios, que da vida eterna, podremos comprender mejor la realidad que se vive en Occidente, de desencanto y frustración, limitándose a los confines experimentables.
"Aquí nos encontramos el desafío de las grandes ideologías contemporáneas y su mesianismo ateo. ¿No es precisamente en el nivel de la esperanza donde se desarrolla hoy el combate de la fe y de la idolatría?
En la medida en que la esperanza humana hace de su objeto un absoluto, entra en un conflicto inevitable con la esperanza cristiana. Las ideologías ateas modernas responden a una doble inspiración: una confianza casi ilimitada en el poder técnico del hombre y el desvío de la aspiración, que viene de la herencia judeocristiana, en los cielos nuevos y en la tierra nueva, hacia objetivos puramente terrestres y políticos.
Cuando sobreviven, con la experiencia de los fracasos y de lo imprevisible, la desilusión, es el desplome en la desesperación. Nuestra atormentada época oscila, así, enloquecida, entre dos orillas, cada vez más usadas, y la tentación del nihilismo. Hoy las experiencias hacen superflua una refutación de la calumnia marxista, originada por Feuerbach, según la cual la esperanza de la bienaventuranza celestial ¡distraería a los hombres de sus tareas y de sus esperanzas terrenas! ¡Como si el sentido del Absoluto no fuera necesario para pesar en balanzas justas lo relativo! ¡Como si confundir lo relativo y lo absoluto no fuera la suprema mentira!
Las grandes ideologías modernas que han movilizado y confiscado la esperanza humana han nutrido los mesianismos temporales. Un grupo social o la humanidad entera, por el saber y la técnica, por la lucha de clases o por la guerra, debía así acceder a la realización escatológica del Reino de Dios en la tierra. Todas estas ideologías plantean que es en la inmanencia de la historia como se debería realizar el acontecimiento del Reino, que se convierte en el Reino del Hombre.
Contestar al desafío significa dilucidar todas las implicaciones de la revelación de la esperanza. Es importante subrayar claramente el vínculo que une la espera del Reino por la esperanza teologal, y la espera de una necesaria instauración -desde luego siempre precaria e imperfecta, porque es temporal- de una mayor justicia y paz sobre la tierra, objeto de la aspiración de los pueblos. La distinción entre el Reino de Dios y una sociedad humana más justa y más fraterna no conlleva su separación y mucho menos su oposición. Más bien, las energías espirituales del Reino ejercen sobre la promoción de los valores humanos una acción iluminadora y vivificadora.
La gracia no destruye la naturaleza; la cura y la conforta cuando está herida y debilitada por el pecado, la levanta y la lleva a su perfección. Igualmente la esperanza teologal purifica, afirma y sostiene la esperanza humana. Hoy, los cristianos, conscientes del don de la esperanza, están solicitados por las tareas urgentes de la construcción de la ciudad de los hombres. Sobre la articulación vital de la esperanza del Reino y la aspiración a una sociedad más digna del hombre, el Concilio Vaticano II ha aportado luces preciosas. La teología está lejos de haber explotado toda la riqueza de estos textos [por ejemplo, LG 48, GS 39].
Así pues, es una tarea urgente que la esperanza teologal se haga cargo de las esperanzas temporales de la humanidad. Aquí hay que hacer frente a una doble amenaza. La primera es la del "realismo" político, que es una especie de prejuicio cínico sobre la presencia del mal, de la miseria y de la injusticia. Cercana a esta actitud está el amoralismo político: las cosas humanas son las que son, la parte del mal en ellas es enorme, no se las puede cambiar en profundidad. La política sería entonces una especie de técnica que permite administrar a este animal, habitado por las concupiscencias, que se llama el hombre. Este amoralismo procede en muchos del pesimismo y la desesperanza. Capitulamos ante la oleada del mal y de la violencia, porque no se cree en la fuerza transformadora de la gracia y del amor. Es el pecado contra la esperanza.
La otra amenaza es más sutil, porque parte de un movimiento noble y generoso. Está presente en ciertas formas de la "teología de la liberación". Consiste en captar la esperanza teologal para desviarla hacia un objeto puramente terreno y hacer así del Reino de Dios un reino de este mundo. El orden teologal de la salvación es, bajo la capa del amor y del servicio al pobre, radicalmente pervertido. Esta es una verdadera tragedia: se pretende curar el mal de la miseria por un mal espiritual. La confusión de objetos es, ya por sí misma, desastrosa. Y se olvida, además, que sustraer la ciudad terrena al cielo del Reino de Dios, es entregarla al poder del Príncipe de este mundo.
Frente a esta doble amenaza, los cristianos de este tiempo deben dar razón de la esperanza que está en ellos (cf. 1P 3, 15). Para esta gran vocación, es bueno releer lo que Pablo VI escribió, en 1968, en su Profesión de Fe:
27. Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno".