El demonio busca nuestro mal. Está claro. Es incapaz de amar y tiene envidia del hombre, porque no siendo un espíritu puro, angélico, sino carnal, ha sido agraciado y amado tantísimo por Dios.
 
Su envidia y su soberbia llevan al demonio a hacer la guerra de todas las maneras posibles, buscando todos los recursos a su alcance, para apartarnos de Dios y que nos centremos únicamente en nosotros mismos, 'libres', audaces, 'autónomos', 'poderosos'. Quiere que seamos distintos a los demás, mejores, más perfectos y puros y miremos por encima del hombro a quien no lo sea.
 
 
Es esa una presunción vana del hombre: creer que no necesita a Dios, relegarlo al sentimiento, y obrar como si Dios no existiera ni fuera necesario, confiando sólo en sus propias fuerzas y proyectos. Más aún, quita el amor en el hombre, lo enciega en una Verdad aislada e inconexa (una herejía es una verdad desvinculada de otras verdades y erigida como absoluta), lo encierra en su propia perfección. Puede ser castísimo y asceta, pero lleno de orgullo y soberbia; un espiritualista ordenadísimo, pero corroído de envidia y desprecio a los demás.
 
 

Es terrible la dinámica del Maligno. Veamos.

 
"Nuestra pregunta: '¿qué es lo que en nosotros alegra más al diablo?' se puede formular de otra manera: '¿En qué consiste el pecado irremisible que se llama también blasfemia contra el Espíritu Santo?'
 
Pedro Lombardo distingue seis clases que serán retomadas por la Tradición: la desesperación, la presunción, la lucha contra la verdad conocida, la envidia por las gracias otorgadas a nuestros hermanos, la resolución de no hacer penitencia y la obstinación complaciente en los bienes mediocres.
 
No hay necesidad alguna de cuernos ni de azufre: basta aprobar en una de esas seis asignaturas para obtener el diploma en satanismo agudo. Las seis tienen en común que designan la culpa de resistirse a la misericordia y que no manifiestan ni ignorancia ni debilidad, sino malicia en estado puro: se conoce la verdad, pero para no reconocerla en absoluto; se controlan las pasiones, pero para ser su único dueño. La gracia divina siempre está ofreciéndose (Dios es tan simple de Espíritu que no sabe hacer otra cosa) y uno prefiere, sin embargo, echar el ojo al platillo del vecino, quejarse de no haber tenido una suerte parecida: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu haciendo con prostitutas, has matado para él el novillo cebado! (Lc 15,29-30). El hermano mayor tiene celos del pródigo que regresa y se cierra a lo que estaba destinado para él solo. Apenarse por no haber tenido la suerte del otro, o bien, ponerse adrede en lo contrario, convertirse en un excéntrico, es renunciar a llegar a ser original: se busca la singularidad por comparación con los demás y partiendo de la propia talla, en lugar de buscar la unicidad por comunión con el único, usando como rasero su origen absoluto.
 
Todo eso se corresponde con el pecado del ángel malo. Pero es también el del buen escriba. Volvamos a la fuente evangélica, a esos versículos que son los primeros esas nociones de culpa eterna y de blasfemia contra el Espíritu Santo. El descubrimiento es duro. El satanismo apuntado aquí no remite al otro, al ignorante, al débil, sino que se parece a nuestra perfecta ortodoxia. Se podría encontrar a esta hora en cristianos que leen un libro sobre la fe de los demonios y cuyo celo les hace descubrirla en otros ('Tú conoces, oh lector, a ese monstruo sensible, / ¡Hipócrita lector, igual y hermano mío!'). Observamos ya cómo el combate contra la herejía puede engendrar la herejía contraria, cómo Satán expulsa sin tregua a Satán para mejor afirmarlo bajo formas diferentes..."
 
(HADJADJ, Fabrice, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, Granada 2010, pp. 174175).