Pero tú, madre Teresa de Jesús, fuiste original en todo y por eso todos reconocían tu especial pedagogía, siendo maestra de almas y formadora de orantes. Trazaste unas condiciones para ser orantes, unos requisitos, unas disposiciones fundamentales. No fabricaste recetas ni consejos de oración ni esquemas rígidos ni metodología férrea para cada día de la semana. Generaste orantes, muchos, generaciones enteras al paso de los siglos. Señalaste el amor verdadero como disposición del alma, la humildad como cimiento del edificio interior, la libertad de espíritu sin ataduras (el desasimiento de todo lo criado) y una firma decisión, irrevocable, determinada determinación, de entregarse al Señor. Todo irá, en tu magisterio teresiano, acompasado con el aroma de las virtudes sólidas[1], para que nazcan “obras, obras”[2], con ímpetus de apostolado, de misión y de sentido eclesial. Tú misma, madre Teresa, eres ejemplo y modelo; resumiste tu vida, al expirar, diciendo con paz y gozo: “al fin, Señor, muero hija de la Iglesia”.
Así nos has educado, querida doctora de la Iglesia; así has forjado nuestro espíritu; así has modelado nuestra alma. Déjanos que hoy lo reconozcamos y te lo agradezcamos: es deuda de gratitud que apenas podemos balbucir en este día, en este momento, en esta hora.
¿Y Cristo? ¡Para ti lo fue todo! ¡Cristo, solo Cristo, siempre Cristo!
El descubrimiento vivo de su Santísima Humanidad supuso para ti la entrada en una oración viva, el acceso a la Trinidad, el medio y el fin de la contemplación. ¿Cómo apartarse de Él? ¿Cómo dejar o abandonar o relegar su Santísima Humanidad? ¡Imposible! Tu alma quedó prendida de Él cuando te hirió de amor[3], y de tal manera trocaste que tu Amado fue para ti y tú siempre fuiste para el Amado[4].
¡Cristo! ¡Cristo sumamente amado! A Él te entregaste cuando rompiste todas las barreras interiores, cortaste los nudos de las amarras que te retenían, pusiste tu voluntad en la suya y tu corazón en el Corazón de Jesús. A Él te entregaste, ya nada más querías: Él fue tu libro vivo[5], con Él, y no con hombres, mantenías conversación de ángeles[6], Él nunca te faltó[7] sino que te llevó de la mano[8], atravesó con un dardo de amor tu corazón[9], se desposó contigo en alianza perpetua, te sostuvo: “Ahora, Teresa, ten fuerte”[10], “soy yo y no te desampararé, no temas”[11], “ya sabes el desposorio que hay entre ti y Mí, y habiendo esto, lo que Yo tengo es tuyo” (CC 51).
Por eso, con toda razón, rindiendo tu voluntad, enherbolada de amor[12], tu alma quedó hecha una con tu Creador. Requiebros de amor salían de tus labios: “Oh hermosura que excedéis todas las hermosuras…”[13]; gozo sostenido y unión inquebrantable: “vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí…?”[14]
Jesucristo llenó por completo tu gran corazón. Dinos, Teresa, ¿quién es Cristo para ti? Permítenos, madre Teresa, que nos atrevamos a demandar: ¿quién es Cristo en tu horizonte existencial? ¿Qué significa para ti? ¿Cómo lo amaste, cómo lo trataste, cómo te dirigías a Él?
Y una cascada de títulos cristológicos, de nombres y apelativos, se suceden, uno tras otro, llenos de amor y adoración, cual hermosa letanía:
Cristo es amigo y compañero[15].
Cristo es el capitán[16].
Cristo es el dulce cazador[17].
Cristo es el libro vivo y el agua viva[18].
Cristo es el buen Jesús[19].
Cristo es Su Majestad, soberana Majestad[20].
Cristo es el verdadero Esposo[21].
Cristo es Hermosura[22].
Cristo es el Señor, Señor mío y bien mío, Señor del mundo[23].
Cristo es mi Jesús[24].
Cristo es muy buen amigo[25].
Cristo es bien nuestro[26].
Cristo es verdadero Maestro, Maestro celestial[27].
Cristo es Señor mío, Rey mío, gran Emperador[28].
Cristo es dulce Esposo y redención[29].
Cristo es verdadero Amador[30].
Discúlpanos, querida madre Teresa, de haberte divertido de otros quehaceres con esta nuestra visita y esponjada conversación que, a nosotros, nos ha agradado en mucho y harto nos ha regalado. Nos retiramos ya, madre Teresa.
Pero suplicamos que nos dejes siempre, siempre, dar gracias por todo cuanto nos has legado y cantar contigo la muchedumbre de las misericordias del Señor[31].
Sea bendito por siempre Aquél que tanto nos ama. Amén.
[1] Cf. V 21,8.
[2] 7M 4,6.
[3] Cf. V 29,13.
[4] P 1.
[5] V 26,6.
[6] Cf. V 24,5.
[7] Cf. V 11,12.
[8] V 7,22.
[9] P 1; V 29,13.
[10] F 31,26.
[11] V 25,18.
[12] P 1.
[13] P 6.
[14] P 5.
[15] V 22,7; 6M 7,13.
[16] C 6,9; V 22,6.
[17] P 1.
[18] V 26,6; 30,19.
[19] 6M 7,6.
[20] V 13,13; 22,6.
[21] C 26,6.
[22] C 22,6; P 6.
[23] V 22,6; C 26,6; 3M 1,2.
[24] V 28,8.
[25] V 22,10.
[26] 2M 1,11.
[27] C 26,2; V 39,8.
[28] V 37,6.
[29] P 5.
[30] E 16.
[31] V 4,3.