La pastoral de la Iglesia va incluyendo en sus acciones la adoración eucarística, facilitando el encuentro personal, personalísimo, con Cristo, del que va a depender la santidad, el apostolado, el compromiso en la vida pública; de la adoración eucarística dependerán los frutos de la caridad, la acción social, la catequesis y la evangelización, la comunión interna de los miembros de la Iglesia.
 
 
La adoración eucarística es el motor de iniciativas buenas y apostólicas. La adoración eucarística es, asimismo, el crisol y la medida de discernimiento de tantas y tantas acciones pastorales y compromisos apostólicos. Ante el Señor todo se discierne y Él da su consentimiento o sugiere nuevos caminos y maneras de realizarlo, purifica el corazón y las intenciones.
 
En el Sagrario y en la exposición del Santísimo, una parroquia, cualquier comunidad, crece y ahonda sus raíces; por eso es tan importante el cuidado y el cultivo de la adoración eucarística, integrándola en el ritmo, en los horarios y en la planificación de la vida parroquial (o de la vida de una comunidad, asociación, monasterio, movimiento, etc.).
 
 
El corazón católico sabe cuánto bien hace la adoración eucarística. Los santos lo supieron y la inculcaron.
 
"La adoración eucarística tiene por objeto la divina Persona de Nuestro Señor Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento. Ahí está vivo, quiere que le hablemos, y él nos hablará. Y este coloquio, que se establece entre el alma y nuestro Señor, es la verdadera meditación eucarística, es la adoración" (S. Pedro Julián Eymard, Adorer en esprit et en vérité: Saint Pierre-Julien Eymard, Éd. François-Xavier de Guibert, 2009, p. 21).
 
Lleguemos a los pies del Maestro en el Sagrario o en la custodia, abramos el corazón a su acción y dejemos que Él lo sea todo y haga lo que quiera, y nos dé aquello que Él decida. Pero primero, ante todo, sobre todo, amarle, amarle.
 
"Lo que contraría lo más tristemente al desarrollo de la gracia del amor en nosotros es que apenas llegados a los pies del buen Maestro, le hablamos enseguida de nosotros, de nuestros pecados, de nuestros defectos, de nuestra pobreza espiritual, es decir que cansamos a nuestro espíritu por el camino de nuestras miserias. Entristecemos nuestro corazón con el pensamiento de nuestra ingratitud y de nuestra infidelidad. La tristeza provoca pena, la pena el desánimo, y sólo a fuerza de humildad, de pena y de sufrimiento se sale de este laberinto para reencontrarse libre ante Dios...
 
Comenzad todos vuestras adoraciones por un acto de amor y abriréis deliciosamente vuestra alma a la acción divina. Es por empezar por vosotros mismos por lo que os paráis en el camino. Si comenzáis por cualquier otra virtud que no sea el amor, hacéis una falsa ruta... Que la confianza, la simplicidad y el amor os conduzcan entonces a la adoración" (Ibíd., p. 24).
 
Es un principio sencillo para iniciar la adoración eucarística: más que fijarse en uno mismo desde el principio, mirarle a Él y comenzar por el amor a Él, ya que Él nos está amando. Sea lo primero un acto de amor al Señor presente en el Sacramento.