Deuteronomio 30, 10-14; Colosenses 1, 15-20; Lucas 10, 25-37

«¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
«Muchas veces la felicidad es un don. Algo que me sucede cuando amo. Cuando me descentro. Cuando busco que los demás sean más felices y me abro al amor»
 
Creo que no soy tan libre de mis propios gustos.

Sé lo que me gusta y lo que no. Juzgo y decido. Rechazo y acepto. Sé que no me gusta el croissant con tomate y aceite. Lo salado con lo dulce no lo mezclo. Tampoco me gusta la sal en el té. Ni el picante en una tarta de chocolate. Sigo viejos patrones aprendidos en casa. Al menos así lo creo. Soy como mi madre. A ella tampoco le gustaba el pescado o la pasta. Y yo aprendí de su mano. Será cosa de familia. Así lo entiendo. Quizás pasará el tiempo y mi memoria mezclará lo imposible. Como mi madre, que hoy ya no hace ascos a nada. Y todo le parece estupendo. Tal vez es mi cabeza la que bloquea las decisiones. Y me hace decir que no a ciertas cosas que no me entran por los ojos. Me lleva a optar por algunas que parecen más agradables. Me hace rechazar y elegir otras. Aceptar o dejar de lado lo que se me presenta. Lo tengo claro, el sabor de las cosas pasa por mi cabeza. Y creo que también pasa por mi corazón enfermo que se aferra a lo conocido, a lo de siempre, y no quiere sorpresas. Tal vez el corazón sepa más que la mente. Y sea posible en él unir las cosas imposibles. Eso espero al menos con el paso del tiempo, cuando sea más sabio, más maduro. Será posible entonces mezclar lo que no pega. Y hacer que convivan los que piensan diferente junto a mí, en mi alma. En mi corazón herido que no entiende de sabores. O mejor dicho, sí entiende. Ama el sabor de la vida, no quiere el sabor la muerte. Así de sencillo. Elijo en mi corazón lo que me da vida. Lo que me ensancha el alma. Elijo el amanecer que me levanta. La puesta de sol que calma mi nostalgia de infinito. Elijo dar la vida por el que la ha perdido. Escuchar al que me habla. Ayudar al que espera. Elijo, siempre de nuevo, pensar más en el otro, que en mis planes mezquinos. Y decido mezclar en mi vida lo que no parece adecuado. Lo que no me entra por los ojos. Aunque sobre gustos, siempre me han dicho, no haya nada escrito. Quiero la sal y el azúcar, los elijo juntos, en un mismo plato. Las luces y las sombras. Los extremos opuestos. El calor y el frío. Creo en una mirada mía que no encasille, que no juzgue, que no reprenda. Que no haga como aquel que decía, al ser llamado separatista: «Sí, pero sólo con los que no piensan como yo». Yo me rebelo contra mis propios gustos. Que no me encasillen, que no encasille a nadie. Entre la sal y el azúcar elijo la mezcla imposible. Aunque mi cabeza diga otra cosa. Mi corazón elige. Por eso elijo escuchar al que piensa diferente. Respetar las posturas que no entiendo. Querer al que no actúa como yo lo hago. Comprender al que no sigue mis principios. Aceptar a todos sin mirar tanto de dónde vengan. Tal vez mis gustos no sean absolutos. Ni mi opinión sobre la vida sea la única que cuenta. Tal vez no puedo exigirle a otro que acepte lo que yo digo, lo que a mí me gusta. No puedo pretender que me lea, que me apruebe y piense como yo pienso. No me gusta esa forma de educar en la vida. En la que hago ver al que educo que sólo hay buenos y malos, los que piensan como uno y los distintos. No quiero educar con moldes, encasillando, separando. Aquí nosotros, aquí ellos. Quiero educar y educarme para tener un corazón grande. Que no desprecie al que no comprendo. Que no rechace al que no piensa ni vive como yo lo hago. ¡Qué importante resulta siempre el diálogo! Es el camino en el que renuncio a tener razón en todo momento para dejar espacio al otro, a su opinión diferente, a su forma original de ver las cosas. Antonio Gala decía: «El que no ama siempre tiene razón. Es lo único que tiene». Es curioso. Cuando no amo, tengo razón. Es lo único que me queda. Me quedo solo. Separado. En guerra. Educar en la paz es algo diferente. Tiene que ver con el amor. El que ama está dispuesto a perder la razón por amor al otro, por acoger al otro. Es difícil enseñar a pensar a los demás. Aprender yo a pensar, sin encasillar. Enseñar a otros a elegir lo verdadero sin ponérselo en bandeja, sin decirle la solución exacta de todos los problemas. Porque no hay una forma única de pensar. No quiero encasillar ni uniformar. El mito griego de Procusto habla de un posadero con ese nombre que tenía sólo dos camas. Una grande y una pequeña. Al que sobresalía de la cama le cortaba las extremidades que sobraban. Y al que no llegaba a las puntas lo estiraba. Procusto se ha convertido en sinónimo de uniformidad. Cuando uno padece intolerancia ante la diferencia se dice que padece este mal. No quiero ser intolerante ante lo que es diferente, ante el que piensa distinto. Quiero abrir mi mente y mi corazón. Quiero acoger la diferencia. Alegrarme con mi originalidad y con la originalidad de los otros. Quiero aprender a elegir yo la comida que quiero sin vivir esclavo de mis gustos. No quiero renunciar a lo que no me gusta. Quiero abrirme a la sorpresa. Creo que no pegan el croissant dulce con el tomate y el aceite. Pero no lo sé seguro. ¡Cuántas cosas me pierdo cuando no me entran por los ojos y las rechazo!

Necesito que alguien me mire bien para sacar lo mejor que hay en mi alma. Alguien que me vea en mi verdad y no en mi apariencia. Que no me rechace por mi origen, por mi lengua, por mi opinión, por mi físico. Necesito una mirada abierta sobre mi vida para dar fruto, para florecer y echar raíces. Necesito que alguien descubra mi belleza oculta y la saque a la luz. Y logre que yo mismo la vea. Tantas veces me la pierdo. Necesito que alguien, con humildad y paciencia, me enseñe a mirar bien mi vida. Lo importante, lo que cuenta. Alguien que me quiera por lo que soy y no por el cargo que tengo, por mi dinero, por mi fama, por mi origen. Que se acerque a mí sin conocer mis éxitos. Que no necesite conocer mi curriculum parar quererme. Alguien que amándome me enseñe a vivir. Y a mirar como Jesús me mira. Pienso en las palabras del director general de Danone, Emmanuel Faber, que pronunció en la graduación de la promoción 2016 de una de las escuelas más prestigiosas del mundo. Habló de un hermano suyo discapacitado que le enseñó el valor de las cosas, el valor de la vida. Su relación con él le cambió la mirada y el valor que le daba a las cosas: «Mi hermano enfermo me enseñó a tratar a las personas enfermas. Descubrí que a veces ser normal puede significar ser cerrado. Descubrí la belleza de lo diferente. Me abrió a muchas cosas. Descubrí que puedes vivir con muy poco y ser feliz. Os digo esto porque os graduáis. Tenéis un arma muy importante en vuestras manos. ¿Cómo vais a utilizarla? En el mundo sólo están vuestras manos para cambiar el mundo y hacerlo mejor». Es verdad. A veces la normalidad puede hacerme cerrado. Me niego a aceptar al enfermo, al diferente, al que sufre, al marginado. Me niego a amarlo y construyo muros. Para que no me quite mi paz, mi seguridad, mi bienestar. Para que no me incomode en mi camino. Para que pueda seguir yo a lo mío, sin molestias. Por eso necesito a alguien que me ayude a cambiar la mirada. Continúa Emmanuel Faber: «Tengo una pregunta: ¿Quién es tu hermano? ¿Quién es ese hermano que está en vuestro interior, que os conoce mejor de lo que vosotros os conocéis, que os ama más que vosotros os amáis a vosotros mismos? Esa es la pequeña voz que os dice que sois más grandes de lo que vosotros pensáis. ¿Quién es? Os traerá esa música, esa melodía que es verdaderamente vuestra. Os recodará vuestra melodía original que cambiará la sinfonía del mundo. Encontrad a vuestro hermano pequeño». Pienso en ese hermano pequeño que tiene que recordarme quién soy. Pienso en esa persona enferma, diferente, que me enseña a sacar lo más verdadero que hay en mí. Que me recuerda quién soy y lo que puedo llegar a ser. Pero a veces corro el riesgo de no dejarme ayudar. Me empeño en buscar mi música, mis gustos, mi voz. Y no dejo que otros me complementen y me muestren mi verdad más oculta. Esa que yo no veo. Como le decía una persona a otra: «El problema no está en que no aceptes lo que te digo. El problema es que ni siquiera lo ves». A veces no veo mi vida como realmente es, como la ven los otros. Ese hermano mío pequeño que está a mi lado me recuerda lo importante. Me hace darle importancia a lo verdadero. El sonido de las aguas de un río. El silencio de un largo camino. La música que calma el alma. Pero a veces me puedo obsesionar con cosas poco importantes y que otros me han dicho que son las más valiosas. A ellas se refería Emmanuel Faber al hablar de tres enemigos que nos amenazan cuando nos enfrentamos a la vida: el poder, el dinero y la gloria: «He conocido a lo largo de mi carrera profesional a tanta gente que vive esclava del dinero que ganan. Nunca seáis esclavos del dinero. Sed libres. El poder sólo tiene sentido si es un poder para servir. Sólo así encontraréis la forma de ser realmente quienes sois de verdad». El poder, la gloria, el dinero. El tener más de lo que necesito y luego ser esclavo. El poder que uso sólo para mi bien y no quiero perder. Y la gloria que persigo inútilmente y nunca alcanzo. Todos tenemos estos peligros. Seguimos esos gritos de sirenas que nos confunden. Nos hacen pensar que nuestra meta es otra. Y perdemos lo importante. Hoy quiero cambiar mi mundo. Aquí, con mis manos. Quiero cambiarlo desde lo que soy. Desde mi pobreza. Desde mi belleza. Desde la melodía que resuena en mi alma. Con una mirada abierta sobre el que sufre. Sobre el que nada tiene. Sobre el enfermo. Necesito a ese hermano que me ayude a mirar lo importante.

Hoy le preguntan a Jesús cuál es el camino correcto para llegar al cielo: «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Es la misma pregunta que, con pureza de intención, le hizo también el joven rico. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que cambiar para ser feliz siempre? Tal vez hoy todos queremos saber cómo es el camino de la felicidad en la tierra, en mi día, en mi vida entre los hombres. Decía el P. Kentenich: «El alma humana, si no quiere debilitarse, tiene necesidad de alegría. El impulso a la alegría, el impulso a la felicidad es una fuerza elemental en el ser humano»[1]. Tal vez hoy cuenta menos el cielo. La eternidad nos queda grande. Queremos vivir en presente, ahora, en esta tierra, con este cuerpo. Nos interesa la felicidad que podemos tocar. Y las decisiones que tomamos, los pasos que vamos dando, tienen que ver con este deseo. Queremos ser felices aquí. A menudo escucho esta frase: «Sea lo que sea lo que escojas en tu vida, lo que de verdad importa es que tú seas feliz». Da igual lo que yo decida, lo que importa es mi felicidad. Me asusta ese planteamiento tan egoísta. Decida lo que decida el fin último es ser feliz. Tal vez es limitante. Mi felicidad no puede ser el criterio único de discernimiento. Que yo tenga paz, que yo sea feliz. Esa búsqueda obsesiva de la felicidad no siempre me hace feliz. Decía el P. Kentenich: «El hombre moderno está fuertemente apegado a las cosas externas, se volvió desalmado, no posee más capacidad para reconocerse y concebirse portador de la alegría espiritual»[2]. Un hombre sin alma. Volcado en el mundo. Sin raíz, sin centro. Desbocado. ¿En qué cosas centro mi felicidad? Los libros de autoayuda dan pistas para encontrar la felicidad. Si yo hago ciertas cosas, si cambio la actitud, si dejo de vivir de una determinada manera, si controlo mis emociones. Sé que son ayudas importantes para manejar mi vida, mis afectos, mis amores. Tratan de dar respuesta a la pregunta de lo inmediato. Quiero ser feliz hoy, ahora, en este momento, con mi vida. Me gustaría saber cómo enfrentar las dificultades, cómo tolerar la frustración. Muchas veces no lo consigo. Me gustaría saber manejar mis emociones, mis sentimientos, mis actitudes ante lo que ocurre. Estos libros me dan pistas, me ayudan. Y es que sé que muchas veces no soy feliz porque coloco mi deseo de felicidad en el lugar equivocado. Y me pasa lo que leía el otro día: «La mitad de las cosas que poseemos, no las necesitamos. Las tenemos por creerlas importantes. Al final, lo que realmente nos hace felices es tan poco que podríamos guardarlo en la palma de la mano o en nuestro corazón»[3]. Lo que me hace feliz de verdad es muy poco. Son pocas cosas. Pero a veces lo olvido. Necesito aprender a aceptar la vida tal y como es. Eso lo tengo claro. Conformarme con poco y entender que si me creo muchas necesidades nunca seré feliz del todo. «No es tan difícil ser feliz. Basta querer. Cambiar algunas actitudes. Empezar a disfrutar de las pequeñas cosas, las que suelen pasar desapercibidas»[4]. Alegrarme con los regalos diarios y aceptarlos como un don. Enfrentar la vida en sus dificultades. Adaptarme a lo que me toca vivir tomándolo en mis manos como un desafío. ¿Cómo puedo ser feliz? Es la pregunta más inmediata. Se conjuga en presente. Surge hoy, ahora, en mi cruz, en mi alegría. El otro día leí algunos hábitos que debería dejar para ser más feliz: no preocuparme de lo que piensan los demás, no participar en rumores, no querer complacer a todos, no preocuparme por cosas que me hacen daño, dejar el pasado atrás, dejar la ira de lado, no querer controlarlo todo. Y como éstas muchas pautas más que me ayudan a ser más feliz. Quiero que mi sonrisa cambie el mundo, mi alegría, mi mirada. No quiero que el mundo cambie mi sonrisa. Cuando espero del mundo lo que no puede darme y me frustro con lo que no logro alcanzar. Hay muchas formas de mejorar la calidad de mi sonrisa. Muchas maneras de no perder la paz y la alegría. Es verdad que yo decido cómo enfrentar las dificultades de la vida. Pero muchas veces la felicidad es un don. Algo que me sucede cuando amo. Cuando me descentro. Cuando busco que los demás sean más felices y me abro al amor.

Detrás de la alegría de este mundo hay necesidad de una alegría más honda. Necesito mirar al cielo. Es la pregunta por la vida eterna. No me conformo con una vida caduca. Levanto los ojos al cielo y rezo como rezaba una persona: «No quiero temer perder. Pero tengo miedo a perder la vida, a estar solo. Miedo a que no me quieran. Miedo a no poder hacer las cosas que hago ahora. Miedo a perder a las personas a las que más quiero. Miedo en abstracto y en concreto. Te lo entrego, Jesús. Sólo quiero ser lo que Tú quieres. Y quiero sentir tu abrazo en cada parada del camino. Tengo sueños en el alma. Sueños grandes e infinitos. Tengo anhelos de eternidad. A veces me quedo en la superficie de la vida. Me ato a cosas concretas que me llenan aparentemente. Tengo un pozo sin fondo en el alma, un pozo que nadie llena. Ese pozo en el que Tú estás escondido hablando en lo más oculto». Es la pregunta por la eternidad. ¿Qué tengo que hacer realmente para heredar la vida eterna? ¿Para amar y ser amado siempre? ¿Para vivir en Dios y en Él descansar hasta la vida eterna? Es una mirada que me lleva más allá de mi muerte. Tengo un anhelo de plenitud que no se sacia en esta tierra. Quiero vivir para siempre con un sentido. Lo sé. No quiero una vida caduca y pasajera que acabe en el cementerio. En unas cenizas que no me hablan de la vida. No me conformo con existir cierto tiempo en esta vida tan exigente. Quiero ser eterno. Soñar con la eternidad. Y no me lo invento. Dios lo ha sembrado en mi corazón y no puedo calmar esa sed que no se sacia con nada. Lo sé. Soy de Dios, estoy hecho para Él. El otro día leía: «En el éxito o en el fracaso, en la salud o en la enfermedad, en las alegrías o en las penas, el hombre debe volverse a Dios, debe confiar en Dios, creer en Él cada día más, amarlo cada día más, preparándose para la vida futura a su lado»[5]. Tengo en mi alma un deseo que no sacia esta vida caduca y me hace volverme más a Dios. Por eso, por más que me empeño en ser feliz sin Dios, sin la búsqueda de lo eterno, me sigue quedando un vacío en el alma. No me conformo con nada. Me resisto a renunciar al infinito. Y tal vez busco recetas para permanecer tranquilo, contento. Como si el cielo se comprara con recetas. Haz esto y lograrás el cielo. Cumple esto y estarás en el cielo. Nos hemos acostumbrado a las recetas. Y eso que Jesús nunca vivió así. Pero nosotros queremos hacerlo todo más fácil. Sin pensar demasiado. Aceptar la vida y cumplir ciertas cosas. Parece magia. Estamos hechos para la vida eterna. Y para vivir aquí de forma imperfecta la perfección del cielo. ¿Dónde están esos obstáculos que no me dejan ser feliz hoy? Estoy hecho para la felicidad eterna. Pero esa eternidad se corresponde con mi forma de vivir hoy. Hay una continuidad. ¿Dónde busco la felicidad? ¿La busco en el mundo sobrenatural o sólo la encuentro en los sentidos? ¿Es Dios causa de mi alegría? Me adapto al mundo, a los sentidos. El miedo y la desilusión me quitan la alegría. Sé que la confianza en Dios me da una alegría duradera. Confiar en su poder, en su amor, en su cuidado. Me gustaría tener en Él bien hondas mis raíces. Para poder encontrar la paz. Si descanso en Él, encuentro alegría.

Hoy escuchamos una respuesta a la pregunta acerca de la vida eterna: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». Todo se decide en el amor. El amor a Dios. El amor al prójimo. Estamos hechos para el amor. Y lo tengo claro, para ser felices en la tierra y luego en el cielo, sólo hay un camino, aprender a amar. Tan sencillo como eso. Tan difícil como eso. ¡Cuánto cuesta amar bien, amar de forma madura! Decía el Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: «Hay personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos». Y ya nos lo decía Jesús: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). El amor es la clave. Mi capacidad para amar a Dios y tocar su amor. Mi camino de felicidad comienza en mi corazón: «El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca». Ahí se juega mi felicidad. Amar con todo el corazón. Amar con toda el alma. Amar siempre. A Dios, al prójimo. Jesús lo dice hoy bien claro: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida». Pero, «¿Y quién es mi prójimo?». En la búsqueda obsesiva de recetas queremos tener claro cómo actuar. ¿Hasta dónde tengo que amar? Amar al prójimo. ¿Quién es mi prójimo? Uno quiere delimitar bien hasta dónde amar. ¿Cuál es la medida de mi amor, el límite? No quiero amar de forma excesiva. No estoy dispuesto a amar sin medida. Un amor localizado, determinado, sin extremos, es más llevadero. Un amor concreto que no me saque de mi comodidad. La parábola del buen samaritano me descoloca siempre en mi medida. Me habla de un prójimo al que no conozco, al que no quiero por ser extranjero, al que no deseo porque está necesitado y me puede quitar mi tiempo, mi dinero, mi libertad, mi paz: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo». Esa parábola siempre me incomoda. Los tres vieron al hombre que estaba tirado al borde del camino. Yo mismo soy el sacerdote, el levita, el samaritano. Los tres vieron al hombre herido. Yo también lo veo. Pero en el sacerdote y el levita el corazón permaneció insensible. Se alejaron porque sólo vieron con los ojos, no con el corazón. No estaban dispuestos a un amor sin medida. Ese hombre no era su prójimo. Estaba fuera de los límites. Miraron sólo con el juicio y su soberbia, no con la sencillez de un hombre que mira a otro hombre que necesita ayuda. Sin cargos. Seguramente los dos tenían que hacer cosas importantes, tenían altos cargos. Iban a realizar misiones buenas y sagradas. Su presencia era necesaria. Lucas no dice si sintieron algo al mirar al herido. Tan solo aclara que dieron un rodeo. Para poder pasar de largo y llegar a mi destino, a veces tengo que dar un rodeo. Así no me afecta lo que ocurre cerca de mí, así no me siento culpable. Si me alejo no miro esos ojos que me suplican y no dejo que la compasión me cambie los planes. ¡Me parezco tanto al levita y al sacerdote! Siento que muchas veces lo mejor es amurallarme, alejarme. Porque si no lo hago me complico la vida. Ellos siguieron su camino importante y lleno de responsabilidades. No podían detenerse, perder su tiempo, dejar de hacer lo que les correspondía. Si no hubieran tenido nada que hacer, quizás se hubieran detenido a ayudar. Pero no era posible, los esperaban, eran necesarios. ¡Qué difícil es cambiar el plan cuando nos creemos importantes! ¡Cuánto me cuesta detenerme ante un imprevisto! ¡Cuántas veces Dios está escondido en el imprevisto y yo no lo encuentro, no me detengo, paso de largo y no veo su huella! El levita y el sacerdote no vieron a Dios ese día en un hombre herido. Hablaban de Dios, pero no entregaron el amor de Dios. ¡Cuántas veces yo hablo de Jesús pero luego no soy Jesús en mi amor, en mi entrega! La vida del sacerdote y del levita no cambió con el encuentro con ese hombre herido. No hubo encuentro y el corazón permaneció igual. Ni siquiera lo recordarían. No les rompió esquemas ni les hizo plantearse nada nuevo. No renunciaron a nada, no cedieron, no se abrieron a la sorpresa. A veces yo soy así y voy así por mi camino. Veo necesidades, pero doy un rodeo. Prefiero que las necesidades de los otros no interfieran en mi vida. Y todo lo justifico desde mí. Pienso que no puedo, que si pudiera lo haría, pero es que me esperan. Busco excusas. Y en el fondo, estoy diciendo que yo soy más importante que este hombre. Me creo que los que me esperan son más importantes y se van a sentir quizás defraudados. No voy a cumplir las expectativas. No se conmueve mi corazón al ver al que me necesita. ¿Qué hubiera pasado si el sacerdote hubiera visto a otro sacerdote herido? ¿O el levita a otro levita? No lo sé. Tal vez sí hubiera sido su prójimo. Recuerdo una vez en el camino de Santiago. No nos querían dar alojamiento en una parroquia. Hasta que el párroco supo que éramos sacerdotes. Al ver que éramos colegas, así fue como nos llamó, nos dejó entrar. Al ser sacerdotes como él nos convertimos en prójimos. Antes no. Tal vez en la parábola se hubieran acercado si lo hubieran reconocido. No lo sé. A veces el poder, el cargo que detentamos, el dinero que ganamos, endurecen el corazón. Nos hacen lejanos del que sufre. Ya no somos próximos. Ya no hay prójimos cerca. Tal vez el samaritano había sentido en su vida el desprecio y la marginación. Y esa experiencia le hizo especialmente sensible a cualquier herido, a cualquier persona vulnerable. Él se sabía también herido, y su corazón estaba más abierto. Le pido a Dios que nunca me crea importante, que nunca me aleje de mi prójimo, sea quien sea. Que nunca deje de sentirme sencillamente, hombre, peregrino, como todos. Y que mis heridas me hagan más humano, más comprensivo, más cercano.

Yo quisiera hacer lo mismo que hace el samaritano. Quiero aprender a amar a Jesús, vivir con Él, ser como Él. Aunque deje mi alma en los caminos y me tropiece mil veces porque no doy rodeos: «Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: - Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta». Quiero detenerme como me dice hoy Jesús: «Anda, haz tú lo mismo». Al verlo, tuvo compasión, y se acercó. Creo que esa es la clave. Y es lo que yo imploro siempre. Tener un corazón de carne que me haga conmoverme. Pero muchas veces no sé hacerlo. Este hombre se acercó porque sintió lástima. No podía seguir de largo. Seguramente el encuentro con este herido fue un cambio en su vida. Amar lo cambia todo. Y recordaría siempre a este herido que le tocó el corazón por estar desvalido. Se acercó, e hizo más que lo mínimo. Eso me conmueve. No era necesario hacer tanto. Comparado con los otros que siguieron de largo, ya era mucho llevarlo a una posada y dejarlo a salvo. Pero él amó más del mínimo, de lo necesario, de lo exigible. No pidió ayuda, lo hizo él personalmente. Se implicó. No se desentendió. Se manchó con la sangre del herido. Se expuso. Perdió su tiempo por amor. Amó con ternura. Vendó sus heridas. Las calmó con aceite. Le sanó por dentro y por fuera. Calmó su pena y su dolor. Su rabia y su herida. Es lo mismo que hizo Jesús por los caminos, cuando sanaba el cuerpo y el alma. Curaba y perdonaba. No sabemos quién era este samaritano. No importa su cargo, su misión. Solo hay un hombre herido y un hombre misericordioso. Dos hombres que se encuentran. Uno que sufre y otro que se conmueve. Subió al herido a su caballo. Es lo mismo que hace Jesús conmigo. Me sube a sus hombros cuando necesito ayuda. Él es así. A veces yo no pido eso. Sólo pedo que desde lejos haga el milagro. Pero Dios se conmueve ante mi dolor. Mi tristeza, mi soledad, mi miedo, mi enfermedad, mi vacío, mi desilusión, mi pérdida, tocan su corazón. Mi vida toca su corazón. Se conmueve ante mí y se acerca. Se abaja, se despoja para llegar a mí. No espera en su trono a que yo vaya. Él llega y venda mis heridas. Las que me han hecho otros, o yo mismo, o la vida. Las venda, diciéndome al oído que me quiere, que no tema, que no me va a dejar solo, que me perdona, que confía en mí. ¿Cuándo he sentido esa cercanía de Dios? Me lleva sobre sus hombros. En su cabalgadura. Lo hace sin pedirme nada. Lo hace gratis. En la parábola sólo hay gratuidad. Un amor desbordante más allá de lo mínimo y lo esperable.

Hoy hay tantas heridas de abandono, de soledad. «¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Hay tantos prójimos al borde del camino que necesitan mi vida, mi tiempo, mi ternura, mi amor. Pero yo miro la actitud del samaritano y me parece excesivo. El samaritano practicó la misericordia. Dejó de pensar en sus planes, en su camino. Yo también quiero practicar la misericordia. Jesús me enseña a mirar así. Él va de camino y se para ante cualquiera. Quiero que esa sea la norma de mi vida. «Anda y haz tú lo mismo». Quiero que mi vida sea eso, hacer lo mismo. Pero no sé hacerlo. ¿Cómo lo hago? ¿Dónde puedo hacerlo? A veces no lo sé. Ni siquiera veo dónde soy necesario. Tal vez estoy demasiado centrado en lo que yo necesito, en mi camino de felicidad. Y me olvido de lo importante. Mi prójimo es cualquiera que necesita misericordia. Pienso en Jesús. Me gusta ese samaritano que entrega al hombre herido al posadero y le dice: «Cuando vuelva». No se desentiende de él. Volverá. Dios siempre vuelve a buscarme y mientras, me deja al cuidado de otros que me aman. Mis padres, mi cónyuge, mis hijos, mis amigos, mis hermanos. Me deja para que me cuiden. Y Él vuelve siempre de nuevo. ¿A quién me ha entregado Dios para que me cuide? Al mismo tiempo yo soy el posadero. Me pide que cuide a tantos heridos. ¿A quién me ha entregado para que yo lo cuide? Pienso que la única forma de vivir de verdad es estando cerca de los otros, siendo prójimo. Así nos pensó Dios, cercanos, ayudándonos, llevándonos unos a otros sobre la cabalgadura, para llegar a Él. Pero a veces vivo alejado, encerrado en mi grupo de iguales. Y hablo de Dios, pero su ley no está más que en la mente, no en el corazón, ni en mi vida. El camino es estar cerca. Sobrellevar al que sufre. Apoyar al que me necesita. Y dejar de construir muros defensivos en el alma. No quiero dar más rodeos. Quiero salir de mi ruta y de mí mismo. Así es como quiero vivir. Quizás al final del día, al atardecer, el sacerdote y el levita no recordaron haber hecho nada mal. Llegaron a cumplir sus tareas. No defraudaron a nadie. No fallaron en nada. No dejaron de hacer lo que habían prometido hacer. Sus responsabilidades listas. Cumplieron su misión. A lo mejor tuvieron éxito. Tal vez no pecaron mucho. Pero, ¿y la gratuidad? No hubo nada extraordinario, nada fuera de lo normal, no se rompió su agenda, no fallaron sus planes. Pero tal vez les faltó amor. Un amor sin medida, desbordado. No hicieron nada loco por amor. Por su parte, tal vez, el samaritano, de rodillas ante Dios, reconozca que sintió rabia por lo que hicieron esos hombres que apalearon al herido. Quizás en su corazón criticó y tuvo la tentación de no implicarse tanto. No sé, quizás no era tan inmaculado su día como el de los otros dos, no era tan perfecto. Puede que llegara tarde a su trabajo, manchado de sangre. Puede que el dinero que invirtió en un desconocido tuviera otro destino previsto. No lo sé. Quizás se perdió algo. Y tal vez algunos lo criticaron por haber sido tan poco responsable y haber perdido su tiempo en el camino por un desconocido. Puede ser. Pero lo que es verdad es que su corazón se hizo más grande ese día. Era un hombre bueno. Tal vez le hizo bien conocer al herido y experimentar la gratuidad. Hay más alegría en dar que en recibir. Se vació y experimentó esa alegría honda de dar más allá de la medida justa.

 
[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] J. Kentenich, Vivir con alegría
[3] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[4] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.