La liturgia es también movimiento, y por tanto, dentro de ella, la procesión es un movimiento expresivo, significativo. Siempre somos un pueblo en marcha, peregrino, hacia Dios[1]: “La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga” (LG 8).
En procesión caminan los ministros al altar, precedidos por el incensario, la cruz y los cirios y el Evangeliario en procesión, señalando la meta: el altar, el encuentro con Dios, la dimensión peregrina de la Iglesia. Igual procesión –siempre que se pueda- es la que todos realizan al inicio de la Vigilia pascual, una vez bendecido el fuego y encendido el cirio, entrando en el templo por el pasillo central, ya con las velas encendidas en las manos, precedidos del cirio pascual, como columna de fuego que guía en la noche.
Procesión llena de solemnidad es aquella en que mientras se canta el Aleluya, el diácono porta el Evangeliario hasta el ambón acompañado de cirios e incienso humeante, disponiendo así a todos los fieles a escuchar al Señor mismo por su Evangelio.
Con cierto orden, no hay por qué temer el movimiento en la liturgia por el valor simbólico que tiene y porque la liturgia es actio, acción, y a veces, por tanto, movimiento.
A los fieles les compete más directamente, en primer lugar, la procesión de ofrendas. En otros ritos, especialmente orientales, se realiza aquí la Gran Entrada, llevando el sacerdote y el diácono el pan y el cáliz, con incienso y velas, por toda la iglesia, hasta entrar en el santuario, detrás del iconostasio, mientras los fieles se inclinan y cantan, venerando ese pan y ese vino que se convertirán en el Cuerpo y Sangre del Señor. En nuestro rito hispano-mozárabe, saliendo del donario (el ábside a la derecha del presbiterio) los fieles aportan el pan y el vino necesarios, en una procesión solemne con cruz, cirios y el incienso por toda la iglesia hasta el altar.
La costumbre cristiana es que todos debían aportar algo para la materia del sacrificio eucarístico, el pan y el vino necesarios para todos[2]. Esta aportación de los fieles en algunas regiones, especialmente en África y Roma, dio lugar a una procesión de los oferentes al altar aportando pan y vino mientras la schola entonaba un canto. Lo que se presentaba era sólo el pan y el vino, como señala un Concilio de Cartago: “Que en la celebración de la misa no se ofrezca más que lo que proviene de la tradición del mismo Señor, es decir, el pan y el vino mezclado con agua”[3]. Era una procesión solemne, radiante, la de los fieles llevando todos pan o vino al altar y siendo recibidos por los diáconos que los disponían en la Mesa santa; hecha la ofrenda cada cual volvía a su puesto[4]. Incluso una oración reza: “Colmamos de ofrendas tus altares, Señor”[5]: un altar, por lo general pequeño, se veía repleto de patenas con pan ofrecido y de un cáliz grande lleno de vino para luego comulgar todos con las dos especies.
El pan y el vino sobrantes servía para las mesas de los pobres y de los sacerdotes; otras posibles ofrendas de alimentos no se llevaban jamás al altar sino que se depositaban antes de la Misa en el donario (rito mozárabe) o en la sacristía.
Posee un alto significado espiritual expresado ya por san Ireneo (Adv. Haer. IV,18,2[6]). Los fieles en el pan y el vino que ofrecen se dan ellos mismos a Dios, se ofrecen a sí mismos en cuanto miembros del Cuerpo de Cristo. Porque se ofrecen pueden luego comulgar; quienes no podían comulgar, tampoco podían ofrecer. La presentación de los dones es la participación material en el sacrificio por parte de todos los fieles presentes con la cual Cristo quiere contar[7].
Al altar se lleva el pan y el vino, y esa es la verdadera ofrenda, aportando cuantas patenas, cálices y vino y agua sean necesarios. Se desfigura su sentido y valor con los añadidos creativos (acompañados de moniciones que expliquen) de las llamadas “ofrendas simbólicas” (libros, guitarra, reloj, sandalias…). La ofrenda es el pan y el vino que concentra toda la creación y a todos los oferentes:
“Este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo” (Benedicto XVI, Exh. Sacramentum caritatis, n. 47).
En el pan y vino presentados a Dios para ser consagrados, toda la creación está resumida, concentrada, y apuntando a su término final, la nueva creación:
“Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación... La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo” (Benedicto XVI, Hom. en el Corpus Christi, 15-junio-2006).
Algunos fieles, en nombre de todos, pueden llevar las ofrendas al altar (pan, vino y dones para la iglesia o los pobres) en procesión, uno tras otro, mientras se entona un canto. Es una noble sencillez, una procesión solemne y sin artificios y así la señala el Misal:
“Al comienzo de la Liturgia Eucarística se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo…
En seguida se traen las ofrendas: el pan y el vino, que es laudable que sean presentados por los fieles. Cuando las ofrendas son traídas por los fieles, el sacerdote o el diácono las reciben en un lugar apropiado y son ellos quienes las llevan al altar. Aunque los fieles ya no traigan, de los suyos, el pan y el vino destinados para la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo el rito de presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual.
También pueden recibirse dinero u otros dones para los pobres o para la iglesia, traídos por los fieles o recolectados en la iglesia, los cuales se colocarán en el sitio apropiado, fuera de la mesa eucarística” (IGMR 73).
Además:
“Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste por la presentación del pan y el vino para la celebración de la Eucaristía, o de otros dones con los que se ayude a las necesidades de la iglesia o de los pobres… Al celebrante llevan el pan y el vino para la Eucaristía; y él los pone sobre el altar; pero los demás dones se colocan en otro lugar adecuado” (IGMR 140).
Como ya antes recordábamos con la exhortación de Benedicto XVI, hay que evitar y suprimir definitivamente las “añadiduras superfluas” de las “ofrendas simbólicas” así como la monición que acompaña a cada ofrenda, otro añadido más, que interrumpe el ritmo de procesión e impide el canto. Tampoco es un “pase de modelos”, donde la primera pareja llega al presbiterio, se vuelve “al público” y levanta su ofrenda como un trofeo antes de entregarla, y cuando se retiran, comienza a caminar la segunda pareja por todo el pasillo hasta el altar, llegando girándose y elevando su “ofrenda” para que todos la vean, y así sucesivamente.
El desarrollo es más sencillo y solemne a la vez:
-Suena el órgano o se entona un canto de ofrendas
-Todos en procesión caminan al altar llevando las ofrendas
-Estas ofrendas serán la materia del sacrificio: todas las patenas o copones necesarios, ya sean dos, seis, diez… y el agua y vino (o bienes para la iglesia, como una casulla, un nuevo mantel, etc., o para los pobres)
-Al pie del altar o en la sede las recoge el sacerdote que preside
-Sobre el altar sólo se coloca el pan y el vino; las demás ofrendas siempre en otro lugar, jamás sobre el altar.
[1] “Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución” (LG 7). “Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso” (LG 9).
[2] S. Cipriano amonesta a una matrona que no aportó nada: “Eres rica y acomodada, y te atreves a celebrar la “cena del Señor”, tú que te presentas… sin la ofrenda y que recibes una parte de la ofrenda traída por un pobre. Considera la viuda del evangelio…” (Lib. de op. et eleem., 15). San Agustín recuerda que su madre no pasaba ningún día sin presentar su ofrenda al altar (Conf. 5,9).
[3] Canon 23 (año 397).
[4] “Evidentemente, el gesto de toda una muchedumbre de fieles llevando en las manos, veladas por un cándido lienzo, fanonibus candidis, su correspondiente porción de pan, oblationis coronam, y dirigiéndose ordenadamente hacia el altar para poner la ofrenda en manos del obispo o del arcediano, debía de ser una ceremonia solemne e impresionante. Puede dar una idea la serie de los mártires y de las vírgenes representados sobre las paredes de San Apolinar el Nuevo, de Rávena, que se dirigen, según la visión del Apocalipsis, con sus coronas hacia el altar”, RIGHETTI, M., Historia de la liturgia, BAC, Madrid 1956, p. 270s.
[5] Super oblata, Misa vespertina de la vigilia de San Juan Bautista.
[6] “No se condena, pues, el sacrificio en sí mismo: antes hubo oblación, y ahora la hay; el pueblo ofrecía sacrificios y la Iglesia los ofrece; pero ha cambiado la especie, porque ya no los ofrecen siervos, sino libres. En efecto, el Señor es uno y el mismo, pero es diverso el carácter de la ofrenda: primero servil, ahora libre; de modo que en las mismas ofrendas reluce el signo de la libertad…”
[7] “El milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para todos”, Benedicto XVI, Hom. en el Corpus Christi, 7-junio-2007.