En la década de los noventas, al interior de la Iglesia, se cuestionó mucho hasta dónde era posible seguir coordinando las instituciones educativas, tomando en cuenta el cambio de paradigma social, las interpretaciones equivocadas sobre el Concilio Vaticano II, la crisis económica, el alto grado de secularización, etcétera. Aumentaron considerablemente los discursos en contra de la educación formal, trayendo como consecuencia un cierre considerable de colegios. Algunos, debido a situaciones externas que los condicionaron, pero otros a causa de las ideologías del momento. ¿El resultado? Vacíos en la sociedad que no trajeron un cambio o mayor justicia para con los pobres, sino la ausencia de referencias en el campo de la educación y su incidencia en las nuevas generaciones de tal forma que al egresar pudieran tener mayor conciencia social. Dicha sombra continúa siendo un problema en la actualidad, porque existe la idea o tendencia de contraponer lo formal con lo informal, olvidando que ambas metodologías poseen un trasfondo formativo que, lejos de excluirse, lleva a un binomio clave. No es optar por una en detrimento de la otra. Es verdad que el paradigma de la educación es tan complejo que se necesitan espacios extraescolares, como un grupo juvenil o parroquia; sin embargo, el error ha sido pretender la confrontación, en vez de trabajar por una necesaria coordinación. Y claro, dirigir una escuela, siempre será difícil, incluso lanza hacia la vulnerabilidad, pero debemos mantenernos firmes.
Para muchos, las clases son cosa del pasado. ¿El argumento? El cambio generacional; sin embargo, ¿podemos en verdad suprimir las aulas en aras de mayores experiencias? Es verdad que, por ejemplo, en el caso de la universidad, hay que salir, llevar a cabo prácticas, pero ¿después?, ¿cómo se recuperan los aprendizajes de calle? Se necesita de un horario y espacio para retomar, leer, analizar y debatir. El problema no son las clases, sino el método. La educación formal sigue siendo un espacio fundamental. Precisamente por negarlo o pretender suplantarlo, hay tantas deficiencias académicas que se notan cuando una figura pública es incapaz de leer un discurso con técnicas de oratoria adecuadas. Se critica a los maestros tradicionales y, aunque es bueno hacerlo para aprender del pasado, hay cosas que nunca pasarán de moda. Por ejemplo, el hábito de leer. Por una parte, buscamos el constructivismo, pero ¿acaso se puede construir algo sin lecturas previas? La educación informal, tiene su lugar de importancia, pero no basta. Y cerrar un colegio para abrir otras formas, tampoco.
Lo más difícil es que existe un desaliento generalizado, incluso entre los mismos maestros. ¿A qué se debe? Quizá al hecho de haber olvidado una regla de oro al poner un pie en cualquier escuela: los resultados son a largo plazo y quizá no toque verlos. La desilusión que nos aqueja, se debe a la falta de dominio propio ante la frustración. En el caso de la asignatura de religión, pasa algo parecido. Se ve que pocos estudiantes alcanzan una sólida experiencia de fe; sin embargo, vale la pena pensar algo. Las clases no pueden, por sí solas, provocar que un estudiante acepte a Dios y lo haga parte de su vida. Entonces, ¿para qué sirven? De medio para despertar. Claro, depende de la calidad del docente; es decir, de su preparación, empatía y, sobre todo, coherencia, pero es el objetivo. La clase no da paso a Dios, pero lo provoca, abriendo nuevos canales de acompañamiento con aquellos docentes que están preparados para hacerlo. ¿Quién se acercaría a pedirle consejo a un desconocido o figura escolar que solamente se ve una vez al año en la entrega de papeles? En cambio, al conocer la forma de ser de los maestros, en un marco cotidiano de libertad y seguridad, es posible, después de clase, solicitar asesoría. No fue dentro de la materia, pero el puente o vinculación se dio en ese momento. Abandonar los colegios o, en su caso, dejar de dar clases, hará que la fe pase a un segundo plano, se cerrará una puerta fundamental y, por moderno que suene, en realidad se habrá claudicado, cosa que, por supuesto, no podemos hacer.
Ante del debate de optar por dejar los colegios y dedicarse a otra cosa, el P. Peter-Hans Kolvenbach S.J., estando en Caracas el 1 de febrero de 1998, cuando todavía era el prepósito general de la Compañía de Jesús, dijo:
“Si en algún momento se pudo cuestionar la institución escolar, hoy es universalmente aceptado que, sin desconocer la importancia creciente de modalidades educativas no escolares, la escuela sigue siendo insustituible para el crecimiento individual y social de la persona y de la comunidad… hoy sería del todo irresponsable de parte de la Compañía retirarse del campo de la educación…”.
Nadie niega la necesidad de reestructurar los colegios y las planeaciones, pero su eliminación sistemática, en nada contribuye a la sociedad. Es más, aunque la tecnología permite cursar la mayoría de las materias desde casa, hay un cierto retroceso porque en el caso de los niños, adolescentes y jóvenes es fundamental convivir. ¿Qué aplicación puede sustituir un partido de fútbol durante el recreo? “pero así ya no se pelearían por un resultado del marcador…”. En realidad, la educación, no pretende eliminar las diferencias de opinión o confrontaciones, sino dar las herramientas para resolver los problemas de forma asertiva; es decir, en pro de la paz.
¿Y la educación informal? Se enriquece de la formal. Es más, si en ella se involucraran personas con bases pedagógicas sobre el terreno, el resultado sería aún mayor. Al hablar de “terreno”, queremos decir que no sean ideólogos de escritorio, sino personas que hayan dado clases, porque gran parte de la crisis educativa se debe a planeaciones que nada tienen que ver con lo que viven los estudiantes. Contar con colegios no es nada más seguir la tradición del fundador o de la fundadora, sino darnos cuenta que la sociedad lo necesita. Las palabras del P. Kolvenbach, dentro de la rica tradición educativa de los jesuitas, siguen siendo actuales. Tomémoslas en cuenta y sigamos adelante.
Para muchos, las clases son cosa del pasado. ¿El argumento? El cambio generacional; sin embargo, ¿podemos en verdad suprimir las aulas en aras de mayores experiencias? Es verdad que, por ejemplo, en el caso de la universidad, hay que salir, llevar a cabo prácticas, pero ¿después?, ¿cómo se recuperan los aprendizajes de calle? Se necesita de un horario y espacio para retomar, leer, analizar y debatir. El problema no son las clases, sino el método. La educación formal sigue siendo un espacio fundamental. Precisamente por negarlo o pretender suplantarlo, hay tantas deficiencias académicas que se notan cuando una figura pública es incapaz de leer un discurso con técnicas de oratoria adecuadas. Se critica a los maestros tradicionales y, aunque es bueno hacerlo para aprender del pasado, hay cosas que nunca pasarán de moda. Por ejemplo, el hábito de leer. Por una parte, buscamos el constructivismo, pero ¿acaso se puede construir algo sin lecturas previas? La educación informal, tiene su lugar de importancia, pero no basta. Y cerrar un colegio para abrir otras formas, tampoco.
Lo más difícil es que existe un desaliento generalizado, incluso entre los mismos maestros. ¿A qué se debe? Quizá al hecho de haber olvidado una regla de oro al poner un pie en cualquier escuela: los resultados son a largo plazo y quizá no toque verlos. La desilusión que nos aqueja, se debe a la falta de dominio propio ante la frustración. En el caso de la asignatura de religión, pasa algo parecido. Se ve que pocos estudiantes alcanzan una sólida experiencia de fe; sin embargo, vale la pena pensar algo. Las clases no pueden, por sí solas, provocar que un estudiante acepte a Dios y lo haga parte de su vida. Entonces, ¿para qué sirven? De medio para despertar. Claro, depende de la calidad del docente; es decir, de su preparación, empatía y, sobre todo, coherencia, pero es el objetivo. La clase no da paso a Dios, pero lo provoca, abriendo nuevos canales de acompañamiento con aquellos docentes que están preparados para hacerlo. ¿Quién se acercaría a pedirle consejo a un desconocido o figura escolar que solamente se ve una vez al año en la entrega de papeles? En cambio, al conocer la forma de ser de los maestros, en un marco cotidiano de libertad y seguridad, es posible, después de clase, solicitar asesoría. No fue dentro de la materia, pero el puente o vinculación se dio en ese momento. Abandonar los colegios o, en su caso, dejar de dar clases, hará que la fe pase a un segundo plano, se cerrará una puerta fundamental y, por moderno que suene, en realidad se habrá claudicado, cosa que, por supuesto, no podemos hacer.
Ante del debate de optar por dejar los colegios y dedicarse a otra cosa, el P. Peter-Hans Kolvenbach S.J., estando en Caracas el 1 de febrero de 1998, cuando todavía era el prepósito general de la Compañía de Jesús, dijo:
“Si en algún momento se pudo cuestionar la institución escolar, hoy es universalmente aceptado que, sin desconocer la importancia creciente de modalidades educativas no escolares, la escuela sigue siendo insustituible para el crecimiento individual y social de la persona y de la comunidad… hoy sería del todo irresponsable de parte de la Compañía retirarse del campo de la educación…”.
Nadie niega la necesidad de reestructurar los colegios y las planeaciones, pero su eliminación sistemática, en nada contribuye a la sociedad. Es más, aunque la tecnología permite cursar la mayoría de las materias desde casa, hay un cierto retroceso porque en el caso de los niños, adolescentes y jóvenes es fundamental convivir. ¿Qué aplicación puede sustituir un partido de fútbol durante el recreo? “pero así ya no se pelearían por un resultado del marcador…”. En realidad, la educación, no pretende eliminar las diferencias de opinión o confrontaciones, sino dar las herramientas para resolver los problemas de forma asertiva; es decir, en pro de la paz.
¿Y la educación informal? Se enriquece de la formal. Es más, si en ella se involucraran personas con bases pedagógicas sobre el terreno, el resultado sería aún mayor. Al hablar de “terreno”, queremos decir que no sean ideólogos de escritorio, sino personas que hayan dado clases, porque gran parte de la crisis educativa se debe a planeaciones que nada tienen que ver con lo que viven los estudiantes. Contar con colegios no es nada más seguir la tradición del fundador o de la fundadora, sino darnos cuenta que la sociedad lo necesita. Las palabras del P. Kolvenbach, dentro de la rica tradición educativa de los jesuitas, siguen siendo actuales. Tomémoslas en cuenta y sigamos adelante.