Isaías 66, 10-14c; Gálatas 6, 14-18; Lucas 10, 1-12. 17-20

 «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino!»
«El Espíritu Santo me impulsa a la lucha, a la entrega, a salir de mí mismo, a vencer mis miedos, a calmar la sed de amor que padece el hombre»

 
Creo que la vocación a la que Dios me llama es un don, una gracia.

Que yo acepte su deseo y siga su camino creo que no tiene que ver con ser más o menos generoso. Tiene que ver más bien con una gracia que me da Dios para poder seguir sus pasos, allí donde me ponga. Aunque sus pasos no vayan por donde yo pensaba antes de su llamada. La vocación consiste siempre en seguirle a Él. Y en ese seguimiento fiel entender cuál es ese camino original por el que me llama. Y en ese camino descifrar lo que Dios me pide en cada paso, en cada momento. Sólo eso. Nada menos que eso. Cada uno sabe lo que puede hacer mejor y se pone al servicio de Dios con sus talentos. ¡Qué difícil pretender juzgar qué actos de amor son más generosos y cuáles menos! La verdad es que pienso que no hay caminos más generosos que otros. Pero sí es verdad que hay una forma más generosa o más egoísta de seguir su voz. No creo en la generosidad como criterio único de discernimiento. Si no opto por un bien, no necesariamente será por no ser generoso. Si elijo algo distinto al camino que otros me invitan a seguir, no estoy traicionando de forma irreversible el querer de Dios. No es así. No funciona así la llamada de Dios. Sé que si no le sigo de la forma que otros me dicen, no significa que no sea generoso, sólo significa que yo creo descubrir su querer en otra parte. Cuando opté por seguir a Jesús en el sacerdocio no lo hice por ser más generoso. No fue el criterio que me ayudó a decirle que sí. A veces creo que siendo sacerdote corro el peligro volverme egoísta si no estoy atento. Mi vocación no tiene que ver con mi generosidad. Igualmente, si hubiera seguido otro camino diciendo que no al sacerdocio, no hubiera sido por egoísmo. No creo en la generosidad como criterio para decidir qué camino seguir. Yo decido con Dios el camino mejor a seguir. Yo de su mano tomo mi vida y la entrego. Yo con Él aprendo a saber lo que me conviene hacer. Pero no por generosidad. Y sí como respuesta a ese amor tan grande que Dios me entrega. Creo que cada uno puede reconocer su camino en la vida porque ese camino está hecho a la medida de su corazón. Y en ese lugar su corazón descansa, se agranda y se hace más capaz de amar. En ese lugar concreto sí puedo ser más generoso o más egoísta en mi entrega. Mi generosidad se juega en medio de mi vida, en cada gesto, en cada deseo. Todo pasa por descubrir mi originalidad, mi vocación concreta y darle un sí con toda el alma, con toda mi vida. No sé si es posible llegar a decir en algún momento que es suficiente, que ya he dado bastante y no tengo nada más que dar, que lo he dado todo y sólo me queda descansar los años de vida que tenga por delante. Creo que la mies es demasiado extensa como para escatimar, poner límites a mi amor, contemporizar y aburguesarme. Sé que no abarco tanta necesidad. Y no llego a cubrir con mis manos tanto dolor. Quiero ser más generoso con mi vida. No quiero guardar mi tiempo, mis dones, por miedo a perderlos. Él me llama a estar con Él en el camino que está hecho para mí. Y en ese camino me pide que lo dé todo, que no sea egoísta. Recuerdo a la santa María Clara do Menino Jesús, franciscana hospitalaria, que decía: «Donde haya un bien que se pueda hacer, que se haga». Recuerdo que esa frase me impresionó mucho. Siempre hay un bien que se puede hacer. Siempre hay algo bueno que puedo hacer por alguien. Siempre puedo ser más generoso, más libre, más entregado, más bueno, más humilde. Siempre hay personas que pueden recibir un bien de mis manos, de mis palabras. ¿Hago yo ese bien que se puede hacer o peco por omisión? ¿Es suficiente todo lo que entrego? ¿Soy realmente generoso? Me gustaría saberlo. Pero pocas veces lo sé. En ocasiones sí, cuando noto en mi alma que estoy siendo egoísta, que estoy privilegiando otras cosas o me estoy encerrando en mi comodidad. Creo en la generosidad como esa actitud de vida que salva el corazón. Sé que si fuera más generoso lograría sembrar mucho más bien en este mundo del que ya siembro. Lo necesito, me hace bien dar más. Le pido a Dios que me enseñe el camino: «Los dones del Espíritu Santo son por excelencia los medios que impulsan al alma a la generosidad; son los que prestan alas al alma para que se aventure a otro mundo»[1]. Sueño con ser generoso para salir de mí mismo, para creer en el poder de Dios cuando me dejo tocar. Imploro esa presencia del Espíritu que todo lo transforma, todo lo cambia. Quiero alas para volar más allá de mi pobreza. Alas que me impulsen cuando caigo en el desánimo y en la desesperanza. El Espíritu Santo me impulsa a la lucha, a la entrega, a salir de mí mismo, a vencer mis miedos, a calmar la sed de amor que padece el hombre.

Me da miedo convertirme en un cristiano con la vida ya hecha, resuelta, lograda. Me da miedo vivir con todo protegido. Asegurando aquellas cosas que parecen darme una felicidad duradera, aunque sea mentira. La felicidad del momento siempre es pasajera, lo sé. Me da miedo no seguir a Jesús a donde vaya y quedarme quieto pensando en mí mismo, en lo que me hace falta, en lo que no me parece suficiente. Le he dicho a Jesús tantas veces en momentos de amor: «Tú lo sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero. Sabes que te sigo siempre». Pero luego nada cambia en mi vida. Y no lo sigo con el corazón grande, con el alma libre. Y hago que mis palabras no tengan ningún valor. Quisiera ser más radical en mi entrega. Lo pienso. Lo sueño. Lo rezo. No quiero dejarme llevar por la rutina. Me gustaría agradecer cada pequeño detalle del día con una alabanza, con una sonrisa. Mirar el paso de Dios silencioso por mi alma, descubrir su huella, escuchar su voz. Quedarme a solas con Él y rezar muy hondo. Sentir que me toca con su mano firme, sosteniendo mi debilidad. Notar que me abraza por la espalda, para darme ánimo. Oler su beso en la mejilla, muestra de tanto cariño. A veces pienso que la vida se me escapa entre los dedos sin ver a Dios. Y no acabo de ser tan generoso como quisiera. No quiero convertirme en un hombre duro que va juzgando y condenando a todo el mundo por no estar a su altura. No lo quiero. No creo en una santidad que condena, que sentencia, que juzga. Creo en una santidad que ama, que se humilla y se entrega desde la pobreza. La verdad es que quiero a Jesús, quiero estar con Él. Sé que siempre permanece a mi lado, aunque no lo sienta. Saberlo me da paz. Saber que está ahí pase lo que pase, imperturbable, firme. Mis palabras pasarán. Mis obras serán olvidadas. Pero Él al final del día se queda junto a mí. Lo hace siempre. Podrán venir los fracasos, podré perder la fama, ser olvidado, pero Jesús jamás se va. Ya sea que fracase, ya sea que tenga éxito, Él va conmigo. No me gusta pensar que la vida consista en tener éxito siempre. En no fallar nunca. En ser el primero. Me conmovió la carta de Yohana Fucks, una profesora argentina, que le escribía al futbolista L. Messi después de la derrota en la final de la Copa América: «Por favor no renuncies, no les hagas creer a mis alumnos que solo importa ganar y ser primero. No les muestres que por más éxitos que uno coseche en la vida, nunca terminará de conformar a los demás y peor aún, no les hagas sentir que deben vivir para conformar a los otros. Mis alumnos necesitan entender que los más nobles héroes, sin importar si son médicos, soldados, maestros o jugadores de fútbol, son los que brindan lo mejor de sí mismos para el bienestar de otros, aun sabiendo que nadie los valorará más por ello, sabiendo que si lo logra, el triunfo es de todos, pero si falla el fracaso solo será de él, y aun así lo intenta. Pero sobre todo, se tiene heroísmo y hombría, cuando se lucha y superan las pérdidas con coraje y entereza, aun con todo el universo diciéndonos que no vamos a lograrlo. Y un día se encuentran con la mayor de las victorias: ser felices siendo ellos mismos, sin reclamarse cuántos demonios debieron enfrentar para lograrlo». A veces podemos educar a nuestros hijos a ser los primeros. Y valoramos a los demás por los éxitos logrados. Admiramos al que triunfa, nos compadecemos del que fracasa. Y sé que Jesús va conmigo en mi misión, pase lo que pase. Me vaya bien o mal. Él está a mi lado. Por eso no quiero educar a nadie en el miedo al fracaso. El otro día escuchaba de un educador que le decía a un joven: «Haz lo que quieras, pero por favor, no te equivoques». Como si con nuestra vida tuviéramos que evitar siempre los fracasos y las pérdidas. Para contentar a otros. Para alegrar a los que nos apoyan. Para consolar al mundo. Por eso no quiero educar para que no se equivoquen aquellos a los que quiero. No quiero pretender que no cometan errores, que no se ensucien las manos en el barro, que no caigan. No puedo vivir con las manos extendidas sujetando una red que los salve al pie de su trapecio, por si tropiezan y caen, para poder sostenerlos. ¡Qué difícil vivir pensando en no equivocarme, en no caer nunca! Lo tengo claro: El amor de Jesús permanece en mis derrotas y me muestra cuánto valgo y qué preciosa es mi vida. No hay red que salve mi caída. Pero Él está siempre a mi lado aunque no haya acabado primero la carrera. Aunque no haya logrado lo que deseaba, aquello con lo que soñaba. Sé que lo que de verdad importa es darlo todo, amar hasta el extremo, sufrir siguiendo una meta. Aunque me accidente, aunque no sea perfecto. Esa actitud me conmueve. 

Le doy gracias a Jesús por la vida que tengo, por la misión que me ha entregado, por el don que me ha hecho en mi vida. Beso mi vida tal y como es. Esa es la única forma de vivir bien mi camino. No quiero ser el primero. Y a veces me confundo intentándolo. Y me desgasto en una lucha por los primeros puestos, buscando un reconocimiento que se me escapa, una admiración que se acaba. Me gustaría dar mi vida sin importarme tanto el resultado final. La meta soñada. El logro que buscaba. Dar la vida con generosidad. Darla y no quitársela a nadie. Me gustaría vivir en la salud y en la enfermedad con la misma actitud de vida. Vivir mi misión en las circunstancias en las que me encuentre. Mi misión tiene que ver con mi entrega. Es una actitud de vida. No consiste en lograr muchas cosas, en dejar muchas cosas bien hechas. Es más bien una forma de vivir, de mirar, de amar. Por eso me conmueve la vida de una madre italiana, Chiara, que murió como consecuencia de una dura enfermedad. Los que la conocieron destacaban su actitud llena de amor en sus momentos más duros: «Chiara no es como la mayoría de los enfermos terminales, que se aferran a la vida con todas sus fuerzas. Después de haberla escuchado o visto, la gente vuelve a casa reconfortada. No absorbe la vida de los que van a verla, se la da. Quien piensa en su situación desde lejos se angustia, en cambio quien está cerca de ellos vive el consuelo, fruto de una sabiduría diferente»[2]. Daba su vida, la entregaba con humildad. No se aferraba a ella. No retenía lo que Dios le había dado. Confortaba ella a los que pretendían animarla. No consumía la vida de los que iban a consolarla. Les daba su vida en un testimonio sencillo de amor. Sus últimas fuerzas entregadas con amor. Su deseo de llegar más alto, más lejos, guardado en su corazón consagrado a Dios. Su actitud me recuerda también a la actitud de la Hermana Cecilia, monja carmelita que vivió su enfermedad con una sonrisa en el rostro. La llamaban la monja de la sonrisa. Lo tengo claro, no sufre menos quien sonríe más en medio de su sufrimiento. Pero sé que su sonrisa hace sufrir menos a los que están más cerca. No consume la vida de los que la acompañan. Al revés, les da vida y anima a los que llegan a dar ánimos. Así me gustaría vivir siempre mi misión. En la salud y en la enfermedad, en la cruz y en los momentos de gozo. Quiero vivir sin consumir la vida de los otros. Sin agotar sus energías. Quiero vivir dando, no esperando siempre algo a cambio de mi entrega. Así me gustaría vivir, dando esperanza y motivos para seguir luchando hasta el final. Dando alegría y motivos para sonreír siempre. Me queda claro, mi actitud ante la vida es lo que cuenta. Mi camino de santidad no consiste en ser el primero, en ganar siempre, en tener razón en todo momento, en lograr todo lo que me propongo. Mi misión consiste más bien en no darme nunca por vencido, en caer y volver a levantarme, con una sonrisa, desde mi pobreza. Consiste en sonreír aun cuando no haya motivos aparentes para la alegría. Si creo en el amor de Jesús sosteniendo mi vida, será posible llegar al final del camino. No quiero agobiarme pensando en la importancia de los éxitos, de los logros. No quiero perder la mirada correcta sobre las cosas.

Hoy Jesús envía a sus discípulos a la misión: «En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él. Y les decía: - La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino!». Los envía antes de su muerte y su resurrección. Él los espera a la vuelta, cuando regresen a casa después de haber entregado la vida. Los manda a esos mismos lugares a los que luego pensaba ir Él. Me parece bonito que Jesús me pida hoy pisar la tierra que luego pisará Él. ¿Qué quiere que haga antes de su llegada? Quiere que vaya de aldea en aldea anunciando su vida y su esperanza. Sembrando paz, entregando la vida. Me impresionan estas palabras dirigidas hoy a mí. Me pide que me ponga en camino. Que deje mi comodidad. Que no tenga miedo. Que confíe. Y me habla de la desproporción que hay entre mi misión y mis fuerzas. La mies es demasiado abundante y supera todas mis capacidades. Es demasiado grande y yo me siento demasiado pequeño. Es tanto lo que hay que hacer y yo me veo tan pequeño. Y recuerdo las palabras del Papa Francisco pidiéndome que no descuide lo esencial, mi oración, mi trato con Jesús, poniendo la excusa de un apostolado desbordante. Me insiste en que me deje tiempo para rezar. Y eso que sé que la mies es inmensa. Pero su gracia me basta. Y para tener fuerzas necesito orar, descansar en Él, volver siempre a Él. Hoy Jesús me mira y me envía. Oigo cómo manda sólo a setenta y dos discípulos. ¡Tanta necesidad a mi alrededor y tan poco remedio! ¡Tantas ovejas perdidas sin pastor y tan pocos pastores! No doy abasto en mi entrega. No llego donde me gustaría llegar. Quisiera dar la vida por tantos y la guardo con egoísmo. El Papa Francisco me recuerda la misión que tiene la Iglesia, me recuerda mi misión: «La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno». Me gusta esa misión. La tomo en mis manos. Me da vida. Me asusta porque supera mis fuerzas. Quiero dar mi tiempo y mi vida para llevar la misericordia a tantos corazones. Nunca podré decir que sea suficiente lo que hago. Creo que siempre falta algo más. Un día más. Un pueblo más. Un esfuerzo más. Una persona más. ¿Cuándo es suficiente? No lo sé. Tal vez cuando llegue al cielo y pueda descansar en los brazos de Dios. De momento no hago cálculos humanos. No quiero contemporizar y sentir que me adapto al mundo. No quiero conformarme con una entrega mediocre. No quiero rendirme sin luchar cada día, cada hora. Me pongo en camino. Una persona rezaba al contemplar su vida: «Camino en el presente aquí y ahora. Nunca he sido de hacer muchos planes. No pretendo saber el futuro. No quiero pensarme dentro de veinte años. No me importa. Quiere vivir cada día como lo que es, una sucesión de veinticuatro horas. Y así cada hora, cada minuto. En presente. Lo importante soy yo aquí y ahora. Te doy mi sí a lo que tengo y a lo que he perdido. A lo que sueño y a lo que deseo. A lo que me da rabia. A lo que me da pena. Te doy gracias, Jesús, por hacerme así inmortal en todo lo que anhelo. Por descubrir que en mi alma hay un pozo sin fondo, infinito. Te doy gracias por haberme dado la capacidad de reírme de la vida. Y de pintar con mis manos paisajes maravillosos. Te doy gracias porque soy capaz de colorear el gris que a veces me turba. Escribir con palabras torpes la hondura de mi alma. Te doy gracias porque despiertas en mí grandes jardines. Y me haces navegar por mares hondos que ni yo mismo sé que existen. No quiero desperdiciar ni un solo segundo llorando amargamente lo que no ha sido posible». Escucho la llamada de Jesús a ponerme en camino. No pongo excusas. No quiero adaptarme al mundo. Una misión que siempre es presente. No es un pasado desaprovechado. Ni un futuro lleno de angustias. Es la vida hoy, en esta misma hora. Vuelvo a empezar. Dios me pide que me levante ahora. No cuando esté listo. No cuando todas las cosas estén claras y sepa lo que tengo que hacer. No. Ahora mismo. Con mis limitaciones y mis miedos. Con mis pobrezas y rarezas. Con mis muletas, con mi fatiga. Hoy le doy mi sí a la misión a la que me envía. Decía el P. Kentenich hace cincuenta años: «Creo que deberíamos aprovechar la oportunidad de dar un sí de corazón a nuestra misión personal, a la misión de los diferentes miembros y de las diferentes comunidades. Nos tendemos mutuamente la mano y somos conscientes de que no conocemos solo una Alianza de Amor con la Virgen, sino que también conocemos una Alianza de Amor entre nosotros». La misión común nos hace hermanos. No estoy sólo con mis deficiencias en medio de una mies que no abarco. Estoy junto a muchos en una Iglesia inmensa. Una Iglesia en la que nos tendemos las manos unos a otros. Somos parte de una misma familia. Nos aceptamos y queremos en nuestras diferencias. Cada uno tiene un tesoro que aportar, algo propio, algo original. Por eso hoy renuevo mi sí a mi misión original. Decía el P. Kentenich: «Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque conduzca al abismo más profundo y oscuro, aunque un salto mortal siga a otro». Quiero renovar el sí a mi misión. ¿Cuál esa misión a la que Dios me llama? Me gustaría saber en qué consiste cada día. Saber qué pasos tengo que dar. Hacia dónde camino. Una misión que me exige dar un salto audaz de confianza. Quien tiene una misión ha de cumplirla. Esa frase me conmueve. Tengo una misión. No puedo dejar de poner mi vida a disposición de Dios.

A veces creo que pongo el peso de la misión en mí más que en Dios. Pongo el acento en mis fuerzas, en mi voluntad, en mi capacidad, en mis talentos, más que en su gracia, más que en la fuerza del Espíritu Santo. Confío más en mí que en Dios. Es como si yo fuera el centro de la misión y Jesús tan sólo esa fuerza lateral que necesito para caminar cuando yo ya no puedo más y caigo rendido al final del día. Me resuenan estas palabras que leí hace poco: «Hasta ese momento, mis manos habían sujetado las riendas de cualquier decisión, de cualquier acción y esfuerzo. Mi misión consistía en cooperar con su gracia, involucrarme hasta el fin en la obra de la salvación. La voluntad de Dios estaba oculta ahí fuera, en algún lugar, pero era clara e inconfundible. Mi misión –la misión del hombre–era descubrirla y conformarme a ella, trabajando para alcanzar los fines de su divina providencia. Yo –el hombre–seguía siendo básicamente el dueño de mi propio destino. La perfección consistía simplemente en aprender a descubrir la voluntad de Dios en cualquier circunstancia y dedicar todos mis esfuerzos a hacer lo que debía hacer»[3]. Me empeño en escuchar la voz de Dios y ponerme en camino. Descifro los signos de Dios en medio de la noche. Y actúo en la vida como si todo dependiera de mí y no de Él. Como si la misión fuera obra de mis manos. Como si la mies no fuera de Dios. Actúo casi sin contar con Él. Pero de repente veo que no puedo. Tropiezo, caigo, me encuentro solo, pierdo la fuerza y la pasión y descubro que no he sido capaz de lograr mis metas. Vuelvo la mirada a Jesús. Él es el centro. Es su misión y no la mía. Su mies y no la mía. Pero yo pienso sólo en mí y en mis logros, en mis aciertos y en mis fracasos. Me hundo o me alegro pensando en mí. Quiero cambiar mi mirada. Le pido que me dé un corazón nuevo para mirarlo a Él desde mi pobreza y comprender que Él tiene que estar en el centro. Necesito descentrarme. Quiero confiar más en su poder. Yo me pongo en camino, a su lado. Me ofrezco. Le entrego mi vida. Pero Él lleva las riendas. Le entrego los años que me queden. Le digo que estoy dispuesto a darlo todo, a dar mi tiempo, mi amor, mis fuerzas. Me hace falta más humildad para comprender mi lugar en la misión de Dios: «La humildad no es ni más ni menos que saber el sitio que ocupamos ante Dios»[4]. Humildad para ponerme en mi lugar y entender que soy pobre y necesitado. Y que Dios hace posible lo imposible. No quiero huir de lo que Dios me pide, no quiero dejar de lado mi misión. La tomo en mis manos. Me abro a su gracia. Él conduce mi vida y yo me sumo. Yo camino con Él. Yo le entrego lo poco que tengo. Él ya hará los milagros.

Hoy Jesús me pide en sus palabras que entregue su paz: «Cuando entréis en una casa, decid primero: - Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros». Me pide que vaya entregando su paz, mi paz, a tantos hombres en guerra. ¡Cuánta violencia hay a mi alrededor! Países en guerra, miedo al terrorismo, violencia en las familias, corazones llenos de odio. ¡Cómo voy a entregar esa paz de Dios cuando a mí mismo me falta tantas veces! Necesito esa paz que viene de lo alto, su paz. Necesito aprender a entregar su paz y no la mía. No quiero entregar la que da el mundo. Me gustaría tener el corazón lleno de paz. Jesús me manda con su poder a lograr que todo a mi alrededor tenga paz. Me convierte en un pacificador. Me da una misión concreta. Quiere que siembre paz. Decía el P. Kentenich: «¡No enterrar la cabeza en la arena para poder dormir en paz! Es necesario encarar la situación actual con realismo. ¡No para angustiarnos! ¿No es evidente que tenemos necesidad del Espíritu Santo? ¿No debe concedernos el Espíritu las fuerzas morales necesarias para permanecer tranquilos ante tales dificultades y para enfrentarlas, aunque cuesten sacrificios, con una paz y un entusiasmo enraizados en Dios?»[5]. Necesito a Jesús para tener paz. Para mirar el futuro inquietante con paz. Necesito su alegría para confiar en medio de las dificultades del camino. En medio de las incertidumbres de este mundo. Una persona me comentaba cuánto le angustiaba este tiempo presente, este mundo convulso, esta vida sin seguridades. Y yo entendía sus miedos ante el futuro. Es como si tanto odio a nuestro alrededor no pudiera ser presagio de algo bueno. Da miedo este futuro lleno de incertidumbres. No quiero perder la paz ante tanta guerra, ante tanto odio. No quiero perder la paz ante lo imposible. Ante un futuro incierto. ¿Cómo se mantiene el corazón en paz en medio de temores tan reales? ¿Cómo mantener la calma en mi barca en medio de la tormenta? Sólo es posible si mi corazón se arraiga en Dios. Si tengo igual que el péndulo mi anclaje en lo más alto, en lo más hondo del corazón de Dios. Si estoy arraigado para siempre en esa vida sobrenatural que tanto anhelo. Mi nombre inscrito en Él para siempre. Sólo así será posible dar la paz de Dios. Y no esa paz que a veces busco de forma egoísta. Esa paz que anhelo buscando tiempos tranquilos para mi alma. Tiempos en los que nadie me perturbe. No. No es esa paz la que quiero entregar. Es una paz que me permite mantener la calma en medio del dolor y de la angustia. Que me permite afrontar con una sonrisa las dificultades. Una paz que sabe que la misión es de Dios y yo soy solo su torpe instrumento. Por eso miro mi corazón y busco en Él a Dios. Quiero descansar en Él. Sólo así es posible. Cuando arraigo mi vida en la suya. Entonces confío y dejo de tener miedo.

Y cuando regrese cada día a casa después de mi misión, de dar la vida, quiero alegrarme no por los frutos, sino por el amor de Dios en mí: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». Me gustaría alegrarme siempre porque mi nombre está inscrito en el libro de la vida, en el cielo, en el corazón de Jesús y de María. Pero se me olvida. Y pienso entonces en mis logros, en mi estrategia, en el éxito de la misericordia. Quiero mirar con un corazón confiado mi vida. Jesús ya ha vencido en mi misión. Él pasa por los lugares por los que voy yo. Entra conmigo en tantas casas. Calma con mis manos sus corazones. Pacifica con mi amor tantas almas. Consuela con mi voz al que sufre. Expulsa los demonios con mi paz. Sana con mi herida a los enfermos. Sacia con mi pobreza a los hambrientos. Me gustaría alegrarme porque mi nombre está inscrito en el libro de la vida. Y no vivir contando mis logros, los pasos que he dado. Estoy inscrito en el corazón de Jesús y en el de María. Eso es lo que calma de verdad el alma y no tanto hacer cosas en su nombre. Me conmueve la oración de esta persona: «No importa mi deseo. No importa mi cansancio. Mi anhelo de reposar hondo. Quiero decir siempre sí. A cualquiera. Sí. Sí también a que no cuenten conmigo. Tengo sueños que me hacen más hondo el corazón porque lo horadan. Y creo que abren las paredes que son pequeñas. Te quiero, Jesús, cuando tengo miedo. Tengo tanto miedo a dejar de estar cerca de ti. Te quiero cuando mi vida es hacia fuera y cuando es hacia dentro. Te quiero en mi sed de infinito y en mi vida cotidiana. Pienso que es preciosa mi vida y la tuya. La nuestra, Señor. En que no hay más normas que tu vida y tu corazón. Pero justo yo que soy pequeña, justo yo que necesito tanta ayuda humana. A mí me llamas». Esa quiere ser mi actitud ante la misión de Jesús. Siempre sí. Siempre sí a estar con Él. Siempre sí a dar paz, a entregar consuelo, a liberar corazones esclavos. Siempre sí a seguir sus pasos dónde quieran llevarme. Y el corazón cada vez más hondo y más agradecido. Tengo mucho que agradecer. Lo primero es que mi nombre esté inscrito para siempre en el corazón de Dios. En Él descanso cada día. Hoy me lo recuerda el profeta Isaías: «Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos». La mano del Señor me dará alegría. Y descansaré en Él. Me ha llamado a mí, que soy pequeño. Ya no me turbaré en las dificultades, en las noches oscuras. Su mano sostiene mi vida. Mi nombre descansa en su amor. Un poema que leí el otro día me conmueve. Mi mirada ante Dios. La mirada de Dios sobre mí: «En mis palmas finitas cabe todo lo eterno. Lo sé, lo he comprobado. El agua de mis mares llena el cielo infinito. De luz, de paz, de viento. No dudo ni un instante. Y me detengo y miro. Todo el mar de tus mares cubriendo mi infinito. Vistiéndome de fiesta. Saciando mi nostalgia. Me quedo quieto y mudo. Mirando entre las aguas. Gracias a ti, Jesús, que haces todo posible». Él hace posible lo imposible en mi vida. Levanta mis torpezas para llegar al hombre. Me viste de misericordia para que yo así me parezca más a Él y pueda decir con Pablo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús». Llevo en mi piel las marcas de su vida. Las huellas de su paso. Me conmueve. Lo acepto. Hoy Jesús me manda como una oveja en medio de lobos: «Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias». Una oveja marcada por su cruz. Reconozco que esa imagen nunca me ha atraído demasiado. Me duele la debilidad. Me gusta más el poder del lobo que la fragilidad de una oveja. Ese poder del que vence, del que se impone. Pero tengo que reconocer que muchas veces me siento solo y débil, frágil como esa oveja. Necesito entonces la fuerza de Dios para caminar. Su valor, su audacia. Necesito sus marcas en mi piel para no olvidar que le pertenezco. Para no pensar que el camino mío es el del éxito, el de los logros. Para no creer que si trabajo con fuerza todo va a salir bien siempre. Tantas veces no funciona así. Tantas veces no habrá paz. Miro a Jesús en mi vida. Mi nombre inscrito en Él. Su nombre inscrito en mi corazón herido. Él me guarda en su corazón. Yo lo guardo a Él en la hendidura de mi corazón. Así todo es posible. Y la misión descansa en su poder. Dejo de temblar y confío. La mies sigue siendo inmensa. Mi poder igual de limitado. Pero mi confianza casi me parece infinita. Y amo desde mi debilidad, desde mi sí frágil y constante. Es un milagro. Ahora lo sé con certeza: «Sabed que está cerca el reino de Dios». Su reino está en mí, en mi corazón roto, en mi vida herida. En mis fracasos y en mis logros. Él en el centro. Y yo en Él. Oculto en Él. ¡Dios puede hacer tantos milagros con mi vida!

 
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
[2] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 135
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[4] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[5] J. Kentenich, Vivir con alegría