Todas las montañas tienen algo de sagrado y misterioso. Tal vez sea Montserrat una de las más sagradas y misteriosas.

Es una montaña que parece un electrocardiograma y por eso vibra en el corazón de quien la ve y la visita.

Es una montaña que dibuja la vida, con sus cimas agudas y sus vacíos abismales: cumbres y profundidades talladas en la roca dura de la vida humana. Montserrat, como una sierra de carpintero –¿como la sierra del Carpintero de Nazaret?– rasga el Cielo, se envuelve en Él, brilla con Él. Montserrat sufre con los vahos y las nieblas oscuras que suben del río, o de las simas infernales, para ser conjuradas por la salmodia de los monjes. Montserrat es siempre una promesa de salvación.

La Virgen negra parece haber absorbido todas las oscuridades del mundo y las ha transformado en luz y en esperanza. 

La Virgen es un leño que se quema y calienta a sus hijos; la Virgen es una nueva zarza ardiente que, oh misterio, se embellece con los siglos y el brillo que nace de su pulida, tierna oscuridad: la Madre del Dios escondido. 

–Usted sufre por la pequeñez del planeta en este universo ignoto.

Es cierto que, desde el cielo sobre la montaña, mi imaginación había huido hacia espacios siderales. Pero no esperaba encontrar a nadie allí. Por eso me sorprendió la voz antigua del monje. 

El monje está sentado bajo el cedro joven, de unos 25 años. El monje estaba allí, sí, como está San Ignacio, ahora, junto a las flores, pero yo no lo veía. La fe nos ilumina y vemos lo que hay detrás de los espejos.  

–Disculpe, –dice el monje– debería usted prestarme más atención.

–Perdone.

–Le absuelvo. No se fatigue pensando cosas que sobrepasan la muy limitada razón humana. El universo es grande y se expande. Lo que se expande y engrandece suele ser malo, literalmente. Recuerde lo que hizo Dios con la torre de Babel. O lo que colapsa a cualquier imperio terrenal: la expansión indefinida. El universo, al decir de la física, está en expansión; los astros se alejan unos de otros, cada vez más separados vagan por el vacío cósmico. Una soledad de muerte les invade. ¿Tengo que seguir o ya capta usted la idea?

–Siga, por favor.

–Quiere que se lo explique. Es usted un perezoso. No es malo disfrutar de no hacer nada. Lo malo es perder la paz haciendo algo... En fin, me voy por las ramas del cedro. El universo se expande y deja solos, cada vez más solos, a los planetas y a las estrellas. El aislamiento egoísta en expansión conduce a la nada. El egoísmo genera distancias siderales entre los hombres y entre las lunas y los soles. Y se apagan, los soles y los hombres. Es el infierno. Mi amigo Silesius cree que estos planetas están habitados por demonios y por almas en pena eterna. Los demonios y las almas condenadas quieren huir y llegan a nuestro pequeño planeta para habitar los cuerpos de los vivos, y se esconden de los sacerdotes, de las iglesias y del agua bendita. No quieren volver a sus mundos desiertos y alejados, terroríficamente separados cada segundo a una distancia mayor... Gritan y nadie los oye. Gritan y ni siquiera el eco llega a los oídos de satán, el gran solitario. Usted sabe que hay un abismo infranqueable entre el Cielo y el infierno, lo dice Jesucristo en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. En aquel tiempo, quizá pudiesen escuchar algún lamento, hoy, se lo aseguro, el silencio tenebroso rodea esa expansión que, ay, muchos de ustedes, aquí, idolatran. ¡Pobres ingenuos, engañados!

–El diablo separa, expande; Dios une –respondí al monje.

–Lo ha entendido. La unidad es imposible sin la humildad. La humildad es pequeña. Dios se abajó, se anonadó hasta tomar nuestra carne pequeña y frágil. El hombre tiende a subir, a la expansión maldita; Dios tiende a bajar, a lo pequeño e íntimo.  

Entonces recordé la descripción del infierno que hace C.S. Lewis en "El gran divorcio". Un lugar donde los seres pierden solidez, consistencia, a medida que se aíslan y se alejan unos de otros... Las urbanizaciones de lujo y las supuestas islas paradisíacas tienen algo de esta infernal tendencia a la hinchazón. 

–El material más hinchable es el ego, no lo olvide.

Estaba acostumbrado a que el monje leyese en mi corazón y le respondí:

–Dios tiene que destruir nuestras torres de Babel cada vez que, como un cáncer, se reproducen y se expanden y matan el alma, expulsando al Santo Espíritu.

–El horror al vacío no es solo natural, querido amigo: los espíritus inmundos ocupan ese lugar hinchado, expandido, y, bien, a veces, le hacen el trabajo al buen Dios –el monje me guiñó un ojo y se fue.

El jardín de la Casa de la Madre de Dios de Montserrat quedó sumido en una paz más profunda. Me acerqué a San Ignacio y al cedro viejo, de unos 60 años. 

–Buenos días, muchacho.

–Buenos días, don Ignacio.

–Iñigo, mejor.

–Iñigo...

–Mejor, sí. ¿Te gusta el cedro? En realidad, no está aquí. Está en otro lugar, más cercano a Montserrat, tú lo conoces bien. Es posible que el cedro vea mi cueva, allá arriba, no lo sé. Dios lo sabe y lo ve. ¿Cómo? Sí, Dios lo ve todo ahora. El tiempo de Dios, por así decir, se llama "ahora". Lo de "siempre" es una redundancia si el "ahora" es eterno, ¿me sigues? Bien. Para Dios están presentes el mismo cedro de 25 años y el de 60; el mismo Iñigo de niño, el de 57 y el de ahora, este que ves. A ti, Él te ve en aquella casa del cedro viejo, cuando montabas en bicicleta y te caías y venía tu abuelo a recogerte, y ahora aquí en esta Casa de Montserrat, donde también, si te dejas llevar, todo es "ahora". Todo, te lo digo yo y te lo dice el cedro. ¿Esos rayos de sol a través de las ramas? ¡Callad, callad, hacéis mucho ruido rayos y ramas! Dicen que el buen Dios habla bajito, pero yo le oigo gritar y reír de alegría infinita... Escucha a las flores...

Miré a las flores y me hablaron en colores. Luego San Ignacio, Iñigo, saltó un pequeño seto, ágilmente, y lo vi a lo lejos, cerca ya de la montaña sagrada, rasgando el cielo azul de la mañana. 

Fui a la capilla de la Casa. Una penumbra amable me recibió y la mirada de Jesús, también. Era tanta la ternura y la profundidad de aquella mirada que bajé los ojos y Él me invitó a acercarme. O sea, que estaba muy cerca y quería estar muy cerca de Jesús, pero no pude, no supe, mirarle a los ojos. Y allí me quedé, mirándome las manos...

Y me habló: 

–Paco, ¿cuántos años llevan esas manos contigo? ¿Sesenta y tres? Muy bien. Fíjate en los pulgares: uno es fuerte, bonito, autónomo; el otro es débil, deforme, dependiente. La encefalitis que padeciste ni te mató ni te dejó más secuelas que tu incapacidad para pensar con rigor científico y racional, un ligero tartamudeo y una incipiente deformidad, leve, que marcó esa mano derecha tuya. El pulgar, pobrecito, fue el más afectado. Y así, tiende a esconderse bajo los demás dedos, sus hermanos; tiende a juntarse con el índice, del cual nunca se despega; tiende a buscar ayuda y protección. Es mi dedo favorito porque tu pulgar derecho es María. El izquierdo, activo y vital, es Marta. Este pulgar deforme parece pintado por El Greco, o por Van Gogh, tal es su ritmo y su armonía, como una llama de fuego temblorosa... Llamas son los cipreses de Vincent y llamas son las caras de Domenikós... Bueno, sí, Paco: les encargué que te lo diseñaran ellos, se entienden bien. Algunos de mis mejores árboles son obra suya. ¿Velázquez? Oh, lo tengo para los cielos: amaneceres, atardeceres, cielos altos y claros... le gusta, sí, porque descansa: su mirada era demasiado humana; claro, claro, se entiende muy bien con Nietzsche, Unamuno y Kierkegaard. Diego es un andaluz profundo como el Séneca... No, no puedes cortarte el pulgar. Si lo hicieras, destruirías tu mano derecha. La izquierda trabaja más y se queja un poco, pero lo hace a gusto. Los demás dedos, sus hermanos, se pueden cansar de abrigar al pulgarcito débil, pero le quieren, ¿sabes? El pulgarcito afea un poco el cuerpo, un poco, pero es mío y tiene "arte": Yo no hago nada despreciable. Tu pulgarcito es como un pecador, todos tienen Mi Belleza (no siempre de El Greco, claro, otro día te lo explicaré). Así, no podemos arrancar a los pecadores, extirparlos, sino transformarlos: a unos como un Van Gogh, a otros como un Chagall, a otros como un Giotto... Ese glotón de allí, su gula, puede transformarse en un cuadro de Rubens, mira...

Y sí, aquella grosera obesidad, aquella pasión animal por comer, de repente, al contacto con el ángel del pintor holandés, se transformó en tierna simpatía, en una felicidad redonda, perfecta. 

–La Gracia no cambia la naturaleza, la transforma y la eleva -susurró Jesús-. "Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios", ¿recuerdas? Esto se lo chivó el Espíritu a Pablo, el gran nervioso. Sí, muy nervioso e impaciente, por eso escribía cartas, "deprisa, ahora, el amor de Cristo nos empuja"... Un exagerado, ya ves. Mi previsión era hacerlo todo con más calma y más orden, pero Pablo se empeñó y le di el gusto, pobre, le ponía muy buena voluntad. Me costó después algunos retoques pero el trabajo duro estaba hecho... A muchos santos les dejo hacer más de lo que la Voluntad del Padre permite porque si no lo hago piensan que no les amo suficiente... Muy pocos van a Nuestro ritmo... No me quejo, es difícil discernir –como decís– porque Mi Padre y Yo no queremos molestaros, casi preferimos que salga de vosotros y luego, bien, lo enderezamos. Entonces ellos dicen: "¡Oh, es Él!" y esto nos da mucha alegría. Otros se lo atribuyen y les dejamos, para que no se depriman, son buenos y creérselo un poco les ayuda a trabajar... Pero lo mejor es ser como tu pulgar, pobrecito, apenas puede hacer nada. Es muy humillante para un pulgar no poder ayudar a sus hermanos dedos a abrir un tapón de rosca. La otra mano siempre me dice: "Mira, Jesús, el pulgarcito no hace nada y solo te escucha, y yo ¿qué? Cúralo, ¿no?" No, no, me gustan los pulgarcitos que se esconden porque son débiles y se saben inútiles. Me gusta que no me mires a los ojos...

Entonces, de reojo, Le vi. Y se fue.

Todo esto pasa en la Casa del Espíritu.

Es aquí: cooperadorascaldes.org
 

Vayan y verán. "Maestro, ¿dónde vives? Venid y me veréis". 

Paz y Bien.