Cada momento eclesial tiene sus luces y sus sombras. El momento que vivimos tiene aspectos positivos y negativos, debido a que quienes componemos la Iglesia somos seres humanos, falibles, pecadores y tendentes a ser infieles para beneficio propio. Aquí nadie se libra, sólo Dios es santo y puro. Nosotros siempre andaremos mendigando la Gracia que nos permita ser santos.
La Iglesia debería ser un espacio de hermandad y caridad, pero los intereses propios, las aspiraciones personales, el miedo a verse rechazado, terminan por hacernos tropezar y crear bandos que rápidamente generan fricciones entre ellos. Esto es natural, como decía antes, somos humanos y la estructura eclesial tiene mucho de humano, falible, imperfecto y corruptible. No es extraño, aunque sea triste, que nos veamos inmersos en dinámicas donde se prejuzga a quien tienes delante, dando lugar a condenas directas por cualquier aspecto que nos diferencie. Dicho sea de paso, la Iglesia y la fe son una, los diversos somos nosotros y las estructuras que creamos.
A veces pensamos que la diversidad debería generar “iglesias internas” o una estructura de fe diferenciada para cada sensibilidad. Hay que tener cuidado porque la pluralidad nos separa. Este modelo de “iglesia plural”, indiferente, lejana, adaptada a nosotros, no arregla nada, aunque posibilite que cada cual tenga su rinconcito donde reunirse otras personas afines. La diversidad de cada uno de nosotros proviene de nuestras limitaciones humanas y del carisma que Dios nos ha dado. Lo maravilloso es unir los dones que cada uno de nosotros posee de forma que sumando, las limitaciones se reduzcan. Pero incluso si emprendemos este camino de unidad, podemos hacernos trampas a nosotros mismos con mucha facilidad. Se pueden sumar aspectos que sean complementarios, pero nunca antagónicos. Lo antagónico evidencia ideología y separación.
Por ejemplo, si una persona (A) tiene capacidades de entender y explicar al fe, debería unirse a una (B), que es capaz de acercarse y transmitir espiritualidad y cercanía a quienes se llegan y a una (C), que sea capaz de habilitar los medios para que todo se realice. Cada cual aporta su carisma y todos ganan lo que Dios les ha dado a los demás. El problema viene cuando un grupo de personas de tipo A quiere definir una iglesia tipo A, otro grupo de personas tipo B quiere hacer lo mismo y un tercer grupo de personas de tipo C, no dejan de buscar el mismo objetivo. En lugar de sumarse, se están restando mutuamente. El desastre se avecina. Si encima tenemos 3 líderes de cada tipo que pugnan por ser los segundos salvadores de su tipología, nos encontramos con los problemas que vivimos en estos momentos.
Bueno, volviendo al tema principal, no es nada extraño que ante esta vivencia de la fe fragmentada y enfrentada, nos desanimemos y nos duela que nuestros teóricos hermanos nos digan de todo menos bonitos, por no ser de la facción “contraria”. Esto duele en el alma porque la Iglesia es nuestra Madre y si los hermanos nos acusan, coaccionan y rechazan, nos sentimos apaleados sin merecerlo. Es especialmente duro cuando algunos hermanos toman las palabras de la Madre, adaptándolas convenientemente para decir que estás contra ellos y la misma Madre. Si nos acusan de “juzgar” mientras ellos nos prejuzgan condenándonos al infierno, mejor dejar espacio entre nosotros, guardar silencio y rezar por la conversión de todos. Todos, todos. Este dolor puede ser utilizado por el maligno para desanimarnos y hacernos ver todo negro y sin posible salida. En la negrura los roces se incrementan y terminamos haciéndonos más daño. Este es el objetivo final del maligno, hacernos sufrir y desesperar. Ahora, este dolor puede y debe ser entendido como la evidencia de que necesitamos la Gracia de Dios. Necesitamos más santidad personal y eclesial.
Si preparamos un plato y al probarlo vemos que le falta sal, no nos quedaremos lamentándonos, mientras el plato se pudre delante de nosotros. Tenemos que echarle sal y procurar que gane ese sabor tan delicioso que deseamos. Esta esperanza es la que debería movernos cuando nos encontramos con este tipo de experiencias. Para darnos cuenta de todo ello necesitamos juzgar lo que sucede. Seguro que algún lector se puede escandalizar por utilizar la palabra maldita del momento: “juzgar”, no se preocupen, Cristo nos pide justamente eso, que juzguemos, que entendamos, que utilicemos el don de la inteligencia para comprender qué sucede y solicitarle la Gracia que tanto nos hace falta ¿Dónde se dice esto?
Jesús también dijo a la gente: «Cuando ustedes ven que las nubes se levantan por occidente, dicen que va a llover, y así sucede. Y cuando el viento sopla del sur, dicen que va a hacer calor, y lo hace. ¡Hipócritas! Si saben interpretar tan bien el aspecto del cielo y de la tierra, ¿cómo es que no saben interpretar el tiempo en que viven? (Lc 12, 54)
¿Podemos juzgar, discernir qué sucede, cómo ayudar, qué necesita el hermano y atenderlo? ¡Claro! Sin juicio no podemos ser las manos de Dios en la tierra. Si nos quedamos la tibieza que aparentemente respeta, pero que en el fondo desprecia al hermano, Cristo nos vomitará de su boca. (Ap 3, 1516) El Buen Samaritano tuvo que juzgar que el hermano herido necesitaba de su ayuda. No se paró a pensar que ¿Quién era el para juzgar lo que necesitaba? Sintió todo lo que le unía al sufriente y actuó.
¿Estamos desesperados por la crispación eclesial que nos rodea? No pasa nada raro, es normal porque nos creemos capaces de todo, despreciando la Gracia de Dios. No dejemos que la tristeza nos lleve a hundirnos y producir dolor innecesario en los demás. Necesitamos oración y reflexionar mucho sobre las Bienaventuranzas. Es bienaventurado quien es perseguido por causa de la justicia y quien es injuriado, perseguido y digan de él mentiras toda clase por causa de la fidelidad a Cristo. ¿Cómo van a estar desesperados quienes tienen la promesa del Reino de Dios y el Tesoro escondido implícito en las bienaventuranzas? Aunque se duelan las heridas y procuren no cruzarse con quienes les maldicen, estos justos llevan la marca del Señor en la frente (Ap 7, 2-3). Volvamos a las promesas de las Bienaventuranzas: El Reino de Dios y el Tesoro escondido, la Recompensa que espera en el Cielo. ¿A qué nos suenan estas promesas? ¡Son las parábolas del Reino! Vamos por ellas.
El Reino de los Cielos es como un Tesoro enterrado y como una Perla valiosa. Quien los encuentra, vende todo, para conseguirlos (Mt 13, 44-46). Hemos encontrado el Reino, pues venderemos todas las riquezas que creemos tener, porque lo prometido es maravilloso. ¿Qué es vender todo? Amar a Cristo sin importarnos no ser apreciados ni bien vistos por los demás. Pero, claro, si nos quedamos en eso únicamente parecería que el Reino es algo personal, interior y exclusivo. Leamos la parábola de la Red de Pesca:
El Reino de los Cielos también es semejante a una red que se echó en el mar, y recogió peces de toda clase; y cuando se llenó, la sacaron a la playa; y se sentaron y recogieron los peces buenos en canastas, pero echaron fuera los malos. Así será en el fin del mundo; los ángeles saldrán, y sacarán a los malos de entre los justos, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes. (Mt 13, 47-50)
¿Una red? ¿Por qué una red? Es una herramienta que une cuerdas mediante nudos, con el objeto de pescar peces. Cada nudo es un cristiano que unido a los demás por la Comunión de los Santos, evangeliza con el testimonio fiable y sincero de su vida. Estos evangelizadores hacen llegar a más personas a la fe y también evidencian a quienes no desean la hermandad que les une en la red (la Iglesia), que es manejada con sabiduría por Dios. Ojo quien maneja la red es Dios, no por ningún ser humano, por muy relevante que sea en un momento de la historia. Deberíamos rogar a Dios para estar entre los elegidos para el Banquete de Boda, tener la lámpara llena de aceite, estar vestidos como debemos y esperar llenos de esperanza y confianza, a que el Novio aparezca en mitad de la noche oscura. Dios lo quiera y nosotros lo veamos.