El análisis de los principios sobre los que se ha edificado el actual sistema político español que hacíamos en un artículo anterior lleva a la conclusión de que la situación actual de España no procede únicamente de un mal funcionamiento de su sistema político sino que resulta consecuencia de una defectuosa configuración del mismo que no parece posible subsanar sin alteraciones sustanciales del marco constitucional.
Podemos preguntarnos para terminar si, una vez diagnosticado el mal, es posible acertar con el remedio. De entrada, diremos que modificar la estructura del Estado español parece empresa ardua; término que se refiere a un bien posible, cuyo logro supone esfuerzo pero que el poseerlo supera con creces las dificultades de la tarea.
Parece posible porque, aunque es cierto que hay mucho terreno perdido, la situación actual no es el resultado fatal de un viento de la historia que nos arrastra necesariamente hacia la desaparición o neutralización de España como marco de convivencia capaz de conservar su identidad manteniendo al tiempo un proyecto sugestivo de vida en común (en conocida expresión de Ortega y Gasset). No olvidemos, tampoco:
1. Que todas las posiciones que ahora nos proponemos recuperar han sido previamente abandonadas, empezando por quienes más obligados estaban a defenderlas por su condición o por los compromisos libremente asumidos.
2. Que hay miles de personas “en nómina”, cuya ocupación profesional es tomar iniciativas inspiradas en las ideas equivocadas de las que hablábamos y no lo hacen por ningún meritorio idealismo sino que su trabajo en esta dirección está respaldado organizativa y económicamente.
3. Por eso, la Constitución de 1978 convierte al Estado en el principal intendente del enemigo con medios materiales que en buena medida proceden de los esquilmados bolsillos de la población sometida. El Estado es también el principal agente de esa ofensiva para el cambio de las mentalidades y además cuenta con una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección.
4. Que buena parte de quienes profesan principios y valores opuestos a los de aquellos que se mueven más activamente contra la identidad histórica de España, comparten en buena medida las ideas equivocadas que hemos expuesto al principio. Esto impide o retrasa cualquier acción o esteriliza las que se emprenden con buena voluntad pero en dirección errónea. Pensemos, por ejemplo, en quienes se limitan a apoyar a una opción política que (en el mejor de los casos) después de unos años volverá a dejar paso a la vanguardia izquierdista sin haber tomado ninguna medida que altere sustancialmente el marco previamente establecido en la anterior oleada revolucionaria (Pensemos en el paso del Partido Popular por el Gobierno entre 1996 y 2004). Otras veces se produce una limitación en los propios objetivos recurriendo a falaces argumentos del tipo “la verdad se propone pero no se impone”.
Convencidos como estamos de que el cambio de modelo de Estado es necesario y posible, ser conscientes de esta situación nos lleva a concluir concretando algunos principios que podrían orientar esta acción:
1. La motivación más eficaz es de carácter sobrenatural. Nos mueven a actuar así, la Fe, la Esperanza y la Caridad. Esto no quiere decir que alguien no pueda hacer su aportación movido por otras palancas, sino que éstas son las que sostienen durante más tiempo en un combate largo y con muy escasas victorias parciales, y permiten dibujar en el horizonte soluciones radicales que van a la entraña del problema.
2. Dando por supuesto que nosotros mismos rechazamos las ideas equivocadas, no apoyar a ninguna persona o grupo que inspire su actuación en ellas. Lo ocurrido en España en los últimos años es suficientemente aleccionador de lo estériles que resultan las tácticas del tipo “mal menor”.
3. Combatimos al estilo de una guerra de guerrillas, por lo que la proliferación de iniciativas no siempre debe considerarse con sospecha. Por otro lado, no debe causar un efecto demoledor no recibir aliento e incluso ser atacados por aquellas personas e instituciones de las que más se podía esperar apoyo pero que ya comparten las ideas y valores del enemigo. Actuaciones como la de la Monarquía o la de determinados representantes oficiales de la Iglesia en nuestros días recuerdan a lo ocurrido en la España de 1808, cuando el pueblo español se levanta porque otras personas e instituciones han fallado o aspiraban únicamente a llegar a un entendimiento con el enemigo cuyas ideas compartían a veces (pensemos en los afrancesados o en los liberales que, en expresión de Menéndez Pelayo, «por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse»).
4. Dando por sentado que hay tarea para todos y que todas las actuaciones pueden alcanzar eficacia, teniendo en cuenta lo cerrado del espacio político que impide la germinación de muchos esfuerzos, proponemos privilegiar las acciones en el terreno cultural, entendiendo como tal lo que el comunista Gramsci llamaba “la sociedad civil”, es decir, el terreno en el que se determinan las ideas hegemónicas en una sociedad que luego influyen de manera decisiva en el comportamiento de sus miembros. De poco serviría, pongamos por caso, un cambio circunstancial de escenario político si la educación, la prensa, el pensamiento… actúan en dirección contraria. Ahora bien, no caigamos en la ingenuidad de esperarlo todo del libre movimiento de opinión y seamos conscientes de la enorme capacidad que el propio Estado tiene para influir, de manera positiva en nuestro caso, en la formación íntegra de las personas.
Terminemos evocando una frase del “Discurso sobre la dictadura” pronunciado el 4 de enero de 1849 por el insigne pensador católico y contrarrevolucionario extremeño Juan Donoso Cortés y que resulta la mejor expresión de una actuación pública inspirada en los principios que aquí hemos recogido:
«Cuando mis días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo, y para mí insoportable dolor, de haber hecho mal a un hombre».