¿Viviremos para siempre? Sí, claro, pero cuando lleguemos a la otra vida, porque en la tierra estamos nada más de paso. Pues bien, por lo mismo, es necesario formar líderes entre las nuevas generaciones. Hacerlo, desde la fe, pero con una clara proyección social; es decir, fortaleciendo la identidad de ciudadanos y ciudadanas a la altura de las circunstancias. Hoy nos faltan líderes, estamos ante un “déficit” de personas calificadas y, al mismo tiempo, coherentes, de valores. No es que se hayan esfumado, sino que nos ha faltado formarlas adecuadamente y es que aunque hay habilidades de liderazgo innatas, el resto deben trabajarse; especialmente, a través de la educación. Todo un proceso. ¿Cuál es el principal problema? Nos falta trabajar por etapas, cuidar el desarrollo secuencial en la vida de los que vienen llegando. Muchos caminos resultan truncos, porque faltan personas calificadas para acompañar y, ¿por qué no decirlo? Pulir talentos.
Jesús, aun siendo Dios, no quiso acaparar toda la atención. Antes bien, evocó al Padre y, humanamente hablando, se dio a la tarea de enseñar a los discípulos, aquella primera comunidad que continuaría con su obra en medio del mundo hasta los confines de la tierra como efectivamente se ha ido desarrollando a través de la evangelización, que no es imponer, pero sí proponer la fe. ¿Qué actitudes o rasgos de Jesús podemos tomar en cuenta sobre el punto que nos ocupa? Primero, se dio el tiempo. Vivimos siempre con prisas y eso hace que sea imposible escuchar a los jóvenes, saber cuáles son sus gustos, sueños, miedos, problemas, etcétera. Segundo, respetó procesos y personalidades. No tuvo miedo a las tensiones. En vez de eso, supo atenderlas, hasta encauzarlas en favor de la unidad. Tercero, fue repartiendo tareas, responsabilidades. Es el formador por excelencia, un modelo para los maestros y demás educadores que se desarrollan en las distintas áreas o campos de la formación.
A veces, escuchamos: “ya se murió el abuelo… ¡quién sabe qué irá a pasar con la empresa, pues los hijos y nietos no dan una!...”. ¿A qué se debe? A falta de procesos capaces de tener una perspectiva de futuro. Es verdad que no todos nacen para ser líderes, pero de un porcentaje de la población, hay indicios de personas con un liderazgo potencial que no se puede pasar por alto. ¿Lo estamos tomando en cuenta?, ¿propiciamos procesos bien aterrizados, capaces de concretarse sobre el terreno? Lo peor que nos puede pasar es sentirnos indispensables. Todos tenemos algo que aportar, pero nunca hay que ser obstáculo para las nuevas participaciones, pues la Iglesia y la sociedad lo necesitan. ¿Soy piedra de tropiezo o, por el contrario, formador? Busquemos ser siempre lo segundo con sinceridad y sólida preparación.
Qué triste es escuchar: ”ya me va a desbancar el recién llegado a la oficina…”, al contrario, mejor decir, “con mis años, puedo transmitir experiencias, preparar, desde hoy, un mejor mañana”. De ahí que la Iglesia cuente con colegios, grupos juveniles y universidades. El reto es saber aprovechar las estructuras, porque son espacios adecuados para crecer. Desde luego, todo trae consigo implicaciones prácticas, académicas, de valores, pues no se puede improvisar a la hora de asumir un rol concreto a nivel social. El primer paso, es formar a los que forman, dígase profesores o padres de familia. A partir de ellos, se alcanza al conjunto. No esperemos a quedarnos sin reservas de liderazgo. La educación –formal e informal- es la clave.
Jesús, aun siendo Dios, no quiso acaparar toda la atención. Antes bien, evocó al Padre y, humanamente hablando, se dio a la tarea de enseñar a los discípulos, aquella primera comunidad que continuaría con su obra en medio del mundo hasta los confines de la tierra como efectivamente se ha ido desarrollando a través de la evangelización, que no es imponer, pero sí proponer la fe. ¿Qué actitudes o rasgos de Jesús podemos tomar en cuenta sobre el punto que nos ocupa? Primero, se dio el tiempo. Vivimos siempre con prisas y eso hace que sea imposible escuchar a los jóvenes, saber cuáles son sus gustos, sueños, miedos, problemas, etcétera. Segundo, respetó procesos y personalidades. No tuvo miedo a las tensiones. En vez de eso, supo atenderlas, hasta encauzarlas en favor de la unidad. Tercero, fue repartiendo tareas, responsabilidades. Es el formador por excelencia, un modelo para los maestros y demás educadores que se desarrollan en las distintas áreas o campos de la formación.
A veces, escuchamos: “ya se murió el abuelo… ¡quién sabe qué irá a pasar con la empresa, pues los hijos y nietos no dan una!...”. ¿A qué se debe? A falta de procesos capaces de tener una perspectiva de futuro. Es verdad que no todos nacen para ser líderes, pero de un porcentaje de la población, hay indicios de personas con un liderazgo potencial que no se puede pasar por alto. ¿Lo estamos tomando en cuenta?, ¿propiciamos procesos bien aterrizados, capaces de concretarse sobre el terreno? Lo peor que nos puede pasar es sentirnos indispensables. Todos tenemos algo que aportar, pero nunca hay que ser obstáculo para las nuevas participaciones, pues la Iglesia y la sociedad lo necesitan. ¿Soy piedra de tropiezo o, por el contrario, formador? Busquemos ser siempre lo segundo con sinceridad y sólida preparación.
Qué triste es escuchar: ”ya me va a desbancar el recién llegado a la oficina…”, al contrario, mejor decir, “con mis años, puedo transmitir experiencias, preparar, desde hoy, un mejor mañana”. De ahí que la Iglesia cuente con colegios, grupos juveniles y universidades. El reto es saber aprovechar las estructuras, porque son espacios adecuados para crecer. Desde luego, todo trae consigo implicaciones prácticas, académicas, de valores, pues no se puede improvisar a la hora de asumir un rol concreto a nivel social. El primer paso, es formar a los que forman, dígase profesores o padres de familia. A partir de ellos, se alcanza al conjunto. No esperemos a quedarnos sin reservas de liderazgo. La educación –formal e informal- es la clave.