Hace unos días leía un texto “católico” que defendía que el ser humano debía tener como objetivo ser lo que es y nada más. En cierta forma tiene razón, ya que lo que no podemos hacer es engañar a los demás apareciendo como lo que nos somos, pero el texto no estaba enfocado a esto. El texto señalaba que el ser humano no puede aspirar a ser más de lo que la naturaleza le ha hecho ser y lo que es más duro, defendía que Dios sólo quería esto de nosotros. Con este argumento tan sencillo se hacía cómplice de la naturaleza herida que poseemos y despreciaba la santidad como camino de vida. Pero la santidad es lo que Dios desea de nosotros, ya que nos quiere perfectos y para eso nos ofrece su Gracia:
«En esto reconocemos que estamos en Dios: si en él somos perfectos.» Aquí Juan quiere decir: perfectos en el amor (1Jn 4,17). ¿Cuál es la perfección del amor? Amar a nuestros enemigos y amarlos hasta tal punto que lleguen a ser nuestros hermanos. En efecto, nuestro amor no debe ser un amor según la carne. Ama, pues, a tus enemigos deseando que sean tus hermanos; ama a tus enemigos de manera que se sientan llamados a vivir en comunión contigo.
Es así que amó aquél que, colgado de la cruz, decía: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). A través de una oración cargada de misericordia y de un gran poder, quería arrancarlos de la muerte eterna. Por otra parte, muchos de ellos creyeron y fueron perdonados por haber hecho derramar la sangre de Cristo. Se la hicieron derramar encarnizándose contra él; al creer la bebieron. «En esto reconocemos que estamos en él: si en él somos perfectos.» El Señor nos invita a esta perfección de amor a los enemigos cuando dice: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». (San Agustín. Comentario a la carta de san Juan. I ,9)
La santidad actualmente está mal vista dentro y fuera de la Iglesia. Quien quiere ser coherente con su fe, se convierte en sospechoso de fariseísmo y se le puede despreciar de malas maneras. El sentido de ser santo, como aquella persona que ha sabido encarnar a Cristo en sí mismo para donarse a los demás, resulta terriblemente incómoda. Antes se solían leer las biografías de los santos para ver en su vida el ejemplo que deberíamos seguir. Hoy en día estas biografías han desaparecido de nuestras librerías y de la catequesis que recibimos. ¿Qué modelo de santidad tenemos? Yo diría que no tenemos modelo de santidad. Lo hemos perdido o lo reducimos a “ser buena gente” desde un punto totalmente mundano.
Podemos ver las consecuencias de la mundanización de la santidad en cómo entendemos la misericordia. Somos capaces de tener la palabra misericordia en la boca todo el día, reducirla a complicidad y aplicarla sólo a quienes nos interesa. ¿Y a quienes no nos parecen dignos de misericordia? No nos duele utilizar todo tipo de descalificaciones y desprecios. Somos capaces de decir que tenemos que llegar a las periferias a mostrar la misericordia de Dios, pero únicamente a aquellas periferias que son afines a nuestra forma de entender la vida, la fe o aquellas que darán lugar a las mejores fotos para la prensa.
Si tanto nos molestan quienes no piensan o viven la fe como nosotros, ¿por qué no los amamos con más intensidad? ¿Por qué no los recibimos con más cercanía para aprender de ellos? Cuando se dialoga se aprende. Cuando nos quedamos en el cómodo y reconfortante “discurso bien visto”, nunca llegaremos a darnos cuenta que hay personas que sufren aquello que nosotros consideramos maravilloso. ¿Por qué sufren? ¿Qué les duele? ¿Qué nos separa y nos hace tener un entendimiento que choca y se contrapone? Desde luego nunca lo sabremos si les señalamos el infierno como única salida.
Por desgracia en todas estas actitudes hay mucho de fanatismo circunstancial. Nos adherimos a lo que en cada momento eclesial nos reporta ser mejor vistos y considerados. Por ejemplo, ayer dábamos gran valor a la corrección litúrgica, hoy nos desvivimos por aparecer en los medios besando a alguien. Ayer se nos olvidaban los menos favorecidos, hoy despreciamos la Liturgia como algo sin valor alguno. Es terrible. Lo hacemos con total complicidad mutua, guardándonos las espaldas unos a otros. Pero lo peor de todo son los desprecios y persecuciones que se realizan con quienes deciden ser coherentes y seguir el camino que Cristo nos llamó a tomar: negarnos a nosotros mismos y cargar con nuestra cruz. Negarse a sí mismo parece casi un pecado. Hoy buscamos la forma en que podemos descargarnos cruz por consenso humanitario y reafirmarnos en nuestros pecados, por medio de gradualidades y valores sociales. Cristo nos llamó a que nuestra mano izquierda no supiera lo que hacía la derecha y ahora buscamos la mejor foto para moverla en twitter. ¿Qué hacemos haciendo un show mediático cada vez que podemos?
La Iglesia vive un periodo en el que la hipocresía se evidencia con nitidez, lo que es un verdadero regalo de Dios. Sabemos a qué atenernos con quien nos encontremos. Quien sigue la “moda” del momento, cambiará cuando cambie la dirección del viento eclesial. Quien sabe aceptar los reproches e insultos por ser coherente, es quien tiene la verdadera oportunidad de amar a sus enemigos y andar el camino de la santidad. Pidamos a Dios nuestra conversión. No tengamos en cuenta los desprecios, nosotros no somos mejores que cualquier otra persona y podemos caer en la misma hipocresía si dejamos de tener a Cristo como centro de nuestra vida.