Ya llevaba un año y medio el Cardenal Pedro Segura y Sáenz viviendo junto a la Basílica de San Pedro, cuando El Castellano, del 27 de junio de 1933, recoge esta hermosa crónica de Antolín Cavada[1], peregrino de la diócesis de Santander que se acerca, con otros cántabros, a saludar al Cardenal español.
La residencia del prelado en el colegio del Santo Oficio. —El chófer toledano de su Eminencia. —El Cardenal recorre las callejuelas de Roma en busca delos hogares pobres. —Las sabatinas en la iglesia de Trastevere. —Recuerdo de España
UNA VISITA AL CARDENAL SEGURA EN ROMA
Seis de la tarde… En la plaza de San Pedro, en este crepúsculo dominical, pasean plácidamente caravanas de gentes de todo el orbe. Junto a las fuentes monumentales, que abren sus abanicos de espumas a los rayos postreros del sol y quiebran la luz en manojos de vistosos colores, unos turistas se entretienen en obtener fotografías.
Frente a nosotros se levanta la mole del colegio del Santo Oficio, donde tiene sus habitaciones particulares el Cardenal Segura. Los montañeses acudimos a la cita con honda emoción, viviendo la suerte de poder saludar al Cardenal antes de abandonar la Ciudad Eterna, camino de la España, tanto más querida cuanto más distante y conturbada.
El ascensor nos deja a la puerta de un piso modesto, frontero al cual tiene también habitaciones privadas el Cardenal Gasparri. Nos franquea la entrada el chófer del cardenal, simpático toledano que no puede ocultar la satisfacción de encontrarse por unos momentos entre un grupo de compatriotas.
Una salita pequeña, ostentando en el lienzo principal el escudo en púrpura del Cardenal Segura, con sus armas y su leyenda bordadas en seda. Debajo, una maqueta reproduciendo el monumento al Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles. Después, otras dos salitas, más reducidas, pulquérrimas, con decoraciones rojas y una sobriedad admirable resplandeciendo sobre la modestia innegable de las estancias.
El Cardenal nos recibe pocos momentos después, con una incontenible emoción patriótica, con una amarga sonrisa en los labios y una cariñosa, efusiva salutación cordial. Le rodeamos sencillamente, familiarmente, a una indicación de su Eminencia, que se siente desvestido de todo protocolo ante la sencillez filial de un puñado de españoles.
Nos habla de su labor en la capital del mundo cristiano, de su apostolado social, de su fervor por las clases humildes, de esta vida ejemplarísima y extraordinaria que tiene para todos tantos aromas de virtud y de santidad. Y él lo hace sencillamente, con tal modestia, que su figura se agranda ante nosotros.
-¡Estos pobres de Roma! -exclama con ternura- están tan necesitados de cariño y de asistencia espiritual, que no hemos tenido otro remedio que salir de la rigidez de nuestra vida cardenalicia para acudir a los hogares sin ventura a llevarles un rayo de fe y una limosna de amor.
El apostolado y la inclinación hacia los menesterosos -tan vivos en la conducta del Cardenal español- no pudieron flaquear al soplo de las adversidades. Y es natural que allí adonde vaya el apóstol, allí germinen y fructifiquen el espíritu y el amor a la caridad.
-Vosotros -agrega el ilustre purpurado- no conocéis de Roma más que las cosas extraordinarias, las bellezas y las grandiosidades aparentes. Pero hay que llegarse al pueblo, donde laten tantas miserias y se albergan tantos tremendos dolores y donde el poder del abandono hace tantos y tan tremendos estragos. Hay en esta ciudad cosmopolita muchos suburbios de espantable soledad espiritual, y era preciso acudir a remediar sus necesidades.
Y nos cuenta el cardenal que hay barrios de más de sesenta y cinco mil almas en pleno desamparo. Son barriadas para los desheredados, construidas por Mussolini a cambio de las chozas y barricadas inmundas, que suelen ser el pórtico de todas las grandes urbes.
-En estas casas -nos dice- tan lujosas en el exterior y tan capaces aparentemente, que parecen palacios, se hacinan como bestias los pobres de Roma. Hay algunas en que se albergan seis mil personas, cobijándose familias enteras en habitaciones de poco más de diez metros cuadrados. Todo miserable, repelente, falto de higiene, de pudor, de espíritu moral y social.
Aquí comenzó su labor admirable a su llegada a Roma, apenas pudo manejar suficientemente el idioma italiano. Pero ello no era bastante, porque a su categoría de purpurado no le sería siempre fácil hacer la caridad en el silencio y en el recato que tan meritorias hace nuestras obras.
Comenzaron a sospechar que él no era un simple sacerdote. Tuvo que cubrirse el pectoral con su dulleta negra y ocultar entre los dedos la amatista de su anillo pastoral y prescindir de todo signo exterior que denunciase su condición de príncipe de la Iglesia. Mas pronto la noticia se hizo pública, y su labor se ha visto entorpecida por la natural curiosidad de las gentes.
Mas no ha bastado el descubrimiento para coartar su encendido amor hacia los pobres. Y siempre que le es posible, se hace acompañar de un sacerdote y se pierde por las callejuelas tortuosas de Roma, en busca de los hogares más tristes, al encuentro de la primera miseria y del más oculto dolor humano
Sobre estas líneas, frontispicio de la Basílica de Santa María in Trastevere. Cuando el Papa crea a un cardenal le asigna una iglesia de Roma, señalándole su participación en el cuidado pastoral del Papa por la ciudad.
Santa Maria in Trastevere es uno de los títulos cardenalicios más antiguos y prestigiosos; fue establecido en torno al año 112 por el papa Alejandro I y fue confirmado por el papa Calixto I. El Cardenal Pedro Segura ocupó esta Basílica desde 1929 hasta su muerte en 1957.
La residencia del prelado en el colegio del Santo Oficio. —El chófer toledano de su Eminencia. —El Cardenal recorre las callejuelas de Roma en busca delos hogares pobres. —Las sabatinas en la iglesia de Trastevere. —Recuerdo de España
UNA VISITA AL CARDENAL SEGURA EN ROMA
Seis de la tarde… En la plaza de San Pedro, en este crepúsculo dominical, pasean plácidamente caravanas de gentes de todo el orbe. Junto a las fuentes monumentales, que abren sus abanicos de espumas a los rayos postreros del sol y quiebran la luz en manojos de vistosos colores, unos turistas se entretienen en obtener fotografías.
Frente a nosotros se levanta la mole del colegio del Santo Oficio, donde tiene sus habitaciones particulares el Cardenal Segura. Los montañeses acudimos a la cita con honda emoción, viviendo la suerte de poder saludar al Cardenal antes de abandonar la Ciudad Eterna, camino de la España, tanto más querida cuanto más distante y conturbada.
El ascensor nos deja a la puerta de un piso modesto, frontero al cual tiene también habitaciones privadas el Cardenal Gasparri. Nos franquea la entrada el chófer del cardenal, simpático toledano que no puede ocultar la satisfacción de encontrarse por unos momentos entre un grupo de compatriotas.
Una salita pequeña, ostentando en el lienzo principal el escudo en púrpura del Cardenal Segura, con sus armas y su leyenda bordadas en seda. Debajo, una maqueta reproduciendo el monumento al Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles. Después, otras dos salitas, más reducidas, pulquérrimas, con decoraciones rojas y una sobriedad admirable resplandeciendo sobre la modestia innegable de las estancias.
El Cardenal nos recibe pocos momentos después, con una incontenible emoción patriótica, con una amarga sonrisa en los labios y una cariñosa, efusiva salutación cordial. Le rodeamos sencillamente, familiarmente, a una indicación de su Eminencia, que se siente desvestido de todo protocolo ante la sencillez filial de un puñado de españoles.
Nos habla de su labor en la capital del mundo cristiano, de su apostolado social, de su fervor por las clases humildes, de esta vida ejemplarísima y extraordinaria que tiene para todos tantos aromas de virtud y de santidad. Y él lo hace sencillamente, con tal modestia, que su figura se agranda ante nosotros.
-¡Estos pobres de Roma! -exclama con ternura- están tan necesitados de cariño y de asistencia espiritual, que no hemos tenido otro remedio que salir de la rigidez de nuestra vida cardenalicia para acudir a los hogares sin ventura a llevarles un rayo de fe y una limosna de amor.
El apostolado y la inclinación hacia los menesterosos -tan vivos en la conducta del Cardenal español- no pudieron flaquear al soplo de las adversidades. Y es natural que allí adonde vaya el apóstol, allí germinen y fructifiquen el espíritu y el amor a la caridad.
-Vosotros -agrega el ilustre purpurado- no conocéis de Roma más que las cosas extraordinarias, las bellezas y las grandiosidades aparentes. Pero hay que llegarse al pueblo, donde laten tantas miserias y se albergan tantos tremendos dolores y donde el poder del abandono hace tantos y tan tremendos estragos. Hay en esta ciudad cosmopolita muchos suburbios de espantable soledad espiritual, y era preciso acudir a remediar sus necesidades.
Y nos cuenta el cardenal que hay barrios de más de sesenta y cinco mil almas en pleno desamparo. Son barriadas para los desheredados, construidas por Mussolini a cambio de las chozas y barricadas inmundas, que suelen ser el pórtico de todas las grandes urbes.
-En estas casas -nos dice- tan lujosas en el exterior y tan capaces aparentemente, que parecen palacios, se hacinan como bestias los pobres de Roma. Hay algunas en que se albergan seis mil personas, cobijándose familias enteras en habitaciones de poco más de diez metros cuadrados. Todo miserable, repelente, falto de higiene, de pudor, de espíritu moral y social.
Aquí comenzó su labor admirable a su llegada a Roma, apenas pudo manejar suficientemente el idioma italiano. Pero ello no era bastante, porque a su categoría de purpurado no le sería siempre fácil hacer la caridad en el silencio y en el recato que tan meritorias hace nuestras obras.
Comenzaron a sospechar que él no era un simple sacerdote. Tuvo que cubrirse el pectoral con su dulleta negra y ocultar entre los dedos la amatista de su anillo pastoral y prescindir de todo signo exterior que denunciase su condición de príncipe de la Iglesia. Mas pronto la noticia se hizo pública, y su labor se ha visto entorpecida por la natural curiosidad de las gentes.
Mas no ha bastado el descubrimiento para coartar su encendido amor hacia los pobres. Y siempre que le es posible, se hace acompañar de un sacerdote y se pierde por las callejuelas tortuosas de Roma, en busca de los hogares más tristes, al encuentro de la primera miseria y del más oculto dolor humano
Sobre estas líneas, frontispicio de la Basílica de Santa María in Trastevere. Cuando el Papa crea a un cardenal le asigna una iglesia de Roma, señalándole su participación en el cuidado pastoral del Papa por la ciudad.
Santa Maria in Trastevere es uno de los títulos cardenalicios más antiguos y prestigiosos; fue establecido en torno al año 112 por el papa Alejandro I y fue confirmado por el papa Calixto I. El Cardenal Pedro Segura ocupó esta Basílica desde 1929 hasta su muerte en 1957.
[1] Antolín Cavada era el pseudónimo de Manuel González Hoyos (19001984). Tras los estudios primarios ingresó en el seminario de Corbán, donde estudió Humanidades, Filosofía y Teología, obteniendo el título de maestro de Enseñanza Primaria en 1924. Su afición a las letras y su cuidada formación humanista le lleva a fundar y dirigir “El Diario de Trubia”, donde se inicia en el periodismo, que sería la profesión de su vida. En 1925 entró en “Región” de Oviedo, junto con Víctor de la Serna, firmando sus artículos como “Antolín Cavada”. Pasó a dirigir posteriormente El Día de Palencia y regresó a Santander para hacerse cargo de la dirección de El Diario Montañés en 1932, sustituyendo a Adolfo Arce, y hasta la edad de su jubilación en 1966. Fue un relevante poeta hasta el punto de ganar con todo merecimiento el primer premio de ciento sesenta concursos líricos, tanto nacionales como internacionales. En prosa entre otros: “Esto pasó en Asturias. Sangre y dolor de la revolución roja” (1938). Accedió a la Real Academia de San Romualdo de Ciencias, Letras y Artes de San Fernando de Cádiz y a la Academia Mariana de Lérida.