Usted me pide consejo porque tiene que escribir un artículo periodístico sobre la Virgen María, y yo tendría que decirle que hay algo de contrasentido en esta petición. Los escritores de los Evangelios, tan buenos teólogos –aunque no se había inventado la teología- y tan buenos periodistas, hablan poco de la Santísima Virgen. Muy poco. Y usted me dice que le piden más de mil palabras. Me temo que tanto Mateo, como Marcos, Lucas y Juan rechazarían el encargo. Y convendrá conmigo en que no podemos acusarles de ser testigos poco fiables o de no conocer al personaje. Estos periodistas del siglo I eran muy sagaces. Fíjese en que escriben muy poco, casi nada, sobre la mayor parte de la vida de Jesús, el Hijo de Dios; esos treinta años de humilde trabajo de artesano en Nazareth. Y escriben mucho sobre un período muy corto: los escasos tres años de predicación.
Si continúa fijándose, caerá en la cuenta de que durante esos primeros treinta años de trabajo corriente y vida familiar, el protagonismo lo tuvo sin duda María. Y José, claro, de quien todavía escriben menos nuestros avispados periodistas. ¿No se ha preguntado nunca por qué?
Se lo diré. Porque ese es el estilo de Dios. Sí, el estilo de Dios es la naturalidad, la falta de espectáculo, casi diría que lo vulgar, lo pequeño, lo banal –en apariencia-. Y María era una, toda Ella, con la voluntad de Dios. José, también. Así que hubo discreción, normalidad, monotonía… Treinta años de prácticamente nada. ¿Me sigue? Bien. Y silencio. “María guardaba todas esas cosas en su corazón”, escriben los sagaces periodistas. Y de este modo, con el silencio, han definido más a María que con todas las palabras del mundo.
Por otra parte, no me imagino a la Virgen concediendo entrevistas. Ni siquiera permitiendo que se hablase de ella. Los humildes no se preocupan de esas cosas. Los humildes se ocultan, hacen y pasan desapercibidos. “¿Hablar sobre mí, que soy una pobre mujer? No, no, no. Hablad sobre mi Hijo, mejor: hablad con mi Hijo y haced lo que Él os diga. Sí, sí, ahora, rápido. A mí, dejadme, dejadme…” Y seguro que después de decir algo así, María acercaría a un pobre ciego a Jesús y a un paralítico y a un sordo y a todos cuantos se lo pidiesen. Y se pondría en un rincón. Si Dios está entre los pucheros y las maderas de Nazareth, la santidad está en los rincones, créame.
Sí, es un contrasentido escribir sobre una mujer que no quiere que se escriba sobre ella. Tanto como hablar del silencio o alabar la humildad. María es el silencio porque la misericordia empieza con el silencio. ¿No recuerda que el Padre de la parábola no deja hablar al hijo que vuelve arrepentido? El silencio que da paso a la alegría. El silencio misericordioso que cubre los pecados y el oprobio de la culpa. El silencio misericordioso que calla si no puede alabar. El silencio que no pregona los defectos ajenos. El silencio es la puerta de la misericordia. Y María es, sobre todo, silencio. Y sonrisa.
Una sonrisa que nos dedica a los católicos por exagerados: porque hemos hablado demasiado de Ella, hemos escrito demasiado sobre Ella, la hemos pintado y esculpido demasiado, hemos llenado nuestros campos con su Presencia y Ella sonríe, porque sabe que nos parece todavía insuficiente todo eso que hemos hecho por María.
“Estos hijitos míos católicos son tan exagerados, ¡cómo me quieren, cómo me demuestran que me quieren! Y a mí, de verdad, también me gustan mucho mis hijos protestantes, tan discretos: son más como yo, ¿sabéis? Son más silenciosos, más modestos, más comedidos. Y quieren tanto a Mi Hijo. Yo les llevo a Jesús y se quedan con Él, ¿sabéis? Mirándole y escuchándole. Y se olvidan de mí, y me dejan que vaya a recordar a los católicos que recen más y hagan más penitencia; que obras son amores y que, a veces, preferiría un cuadrito o un poema menos, y un Santo Rosario más. Tengo que elegir a gente sencilla para mostrarme. Los católicos son tan exagerados que esperaban verme en Lourdes con zapatos dorados… ¡Ay, cómo son! Me parece, querido Agustín, que la próxima vez me apareceré a algunos protestantes: seguro que harán menos ruido y rezarán más, ¿no crees?”
Mi consejo, el consejo de un pobre monje que sabe lo que sucede al otro lado del espejo, es que no escriba sobre María. Mi consejo, querido amigo, es que la mire y se deje abrazar por Ella y cuando le indique el camino que va hacia su Hijo, no vacile usted. No mire atrás. Aunque, se lo aseguro, lo que verá en el horizonte será algo muy parecido a una Cruz.