Llevamos días inmersos en el circo montado en torno a los gritos soeces proferidos por un grupo de universitarios del colegio mayor Elías Ahuja de Madrid.
A estas alturas se ha dicho casi todo. Hemos asistido a una explosión de fariseísmo woke insoportable, aunque lo verdaderamente divertido ha sido ver cómo las contradicciones del discurso oficial iban aflorando.
Fue magnífico cuando las colegialas destinatarias de los soeces berridos dijeron que no se sentían ofendidas. Parece ser que Irene Montero les colgó el teléfono con cajas destempladas. Ahora resulta que son las malas porque no se ofenden, y eso las hace aliadas del heteropatriarcado. Resulta que eso del empoderamiento consiste en ofenderse cuando a la ministra y su pandilla feminista les parezca oportuno.
Y luego vino la carrera para ver quién se ponía más farisaico. Sánchez, Feijoo, la embajadora de Alemania… ¿Y la ONU? ¿Ya se ha pronunciado? Todos metiéndose de cabeza en un bochornoso incidente de patio de colegio mientras son incapaces de resolver un solo problema real. Los Rectores agrupados en la CRUE salieron a condenar categóricamente los hechos y hasta la Fiscalía General del Estado anunció que va a investigar los hechos por si pudieran resultar constitutivos de un delito de odio… un día después de que los universitarios de S’ha Acabat fueran agredidos impunemente en el campus de la UAB y los rectores, fiscales, políticos y demás guardaran un tétrico silencio. Como de costumbre no es el qué, sino el quién.
Pero lo que me ha movido a escribir estas líneas, a añadir algo a las mil y una opiniones vertidas estos días, es un tuit de Teresa Rodríguez, la líder de Adelante Andalucía, que decía textualmente así: “¿Y si hacemos del respeto a la mujer una tradición?”.
Lo siento, Teresa, pero no he podido reprimirme. Esa tradición que tú propones ya existía… ¡y tú y los tuyos lleváis toda la vida destruyéndola! ¿Y ahora me vienes con ésas?
Esa tradición, decía, ya existía y a mí me educaron en ella. Me educaron para ceder el paso a las mujeres. Para cederles el asiento en el transporte público. Para abrirles la puerta. Para caminar por la parte externa de la acera. Para cargar yo con las bolsas pesadas. Para respetarlas, hablarles con educación, evitando palabras soeces, sin gritarles nunca, y por supuesto sin amenazarlas ni mucho menos ponerles la mano encima.
Sí, Teresa, esa tradición ya existía y se llamaba caballerosidad. Bueno, tú y los tuyos lo llamáis micromachismos y os habéis empeñado en erradicarlos de la vida social.
Lo escribía este fin de semana Juan Manuel de Prada: los habéis educado para que se liberen de todo atisbo de caballerosidad, dando rienda suelta a sus instintos más primarios, y ahora os sorprendéis de que los jóvenes, en vez de cómo caballeros, se comporten como bellacos. Menuda sorpresa.