1 Reyes 17,17-24; Gálatas 1,11-19; Lucas 7,11-17
« ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»
A veces, quiero olvidar de repente todas las cosas malas de la vida
. Como de un plumazo el pasado que hiere. Las ofensas que ofenden. El puñal que se me clava. El olvido que duele. La agresión nunca olvidada. Las palabras hirientes. ¿Cómo olvidar de golpe todo el dolor que llevo dentro? ¿Cómo sentir paz en mitad de la tormenta? El perdón. El bendito perdón que suplico. ¿Cómo poder cambiar la historia que he vivido? Invertir los caminos. Deshacer las pisadas. A veces quiero. A veces entiendo que no tiene sentido rescribir la historia. Lo escrito, escrito está. Muchas veces he escuchado a personas quejándose de su suerte, queriendo cambiarlo todo. De repente. Tal vez yo mismo sin razón he querido cambiar cosas de mi vida pasada. Corregir decisiones, borrar la mala suerte, reparar errores. Como queriendo restablecer un orden que nunca se había perdido en ese corazón de Dios que yo a veces no entiendo. ¿Por qué su lógica y la mía son tan distintas? No lo sé. La vida no es lineal en su crecimiento. Ni justa. Ni paga a cada uno lo suyo, lo que merece, lo que le corresponde. Y entra en juego tal vez la mala suerte. Y veo vidas con tanto dolor. Parece injusto. Y deseo cambiarlo todo, o una parte. Devolverle a los sueños la posibilidad de hacerse vida. Que no haya muerte ni dolor. Que no haya pérdidas ni lágrimas. Borrar los fracasos del alma. Para no sufrir. Para no sentir que la vida duele demasiado. Una persona rezaba: «Te pido, Jesús, la fuerza para caminar siempre contigo. Para ver que la cruz no es el punto final de mi vida. Ni el dolor el extremo definitivo de una vida fracasada. No, Jesús. Después de la cruz viene la vida. Después de la muerte la resurrección. Después de las lágrimas la alegría. Después del dolor la paz infinita. ¡Cómo no voy a soñar con imposibles!». Pretender que desaparezca el dolor y el sufrimiento no es el camino. No es lo que de verdad quiero. Acabar con todo el sufrimiento, con las enfermedades que se nos clavan en el alma. No lo espero. No pretendo lograr que mi madre recuerde todo lo que es, lo que hay que hacer, lo último que ha hecho. Aunque me duela que no pueda hacerlo. No espero que me pregunte cómo me encuentro y qué hago ahora. No importa tanto, para ser sincero. Es verdad, lo reconozco, me gustaría escuchar otra vez palabras con sentido de su alma. En ríos caudalosos que expresaran lo que siente. Me gustaría saber cuándo su sí es cierto. Y su no responde a un pensamiento lógico. Me gustaría sacar su alma de ese pozo en el que habita. Recuperar su mirada que reía tantas veces. Me gustaría su abrazo sentirlo nuevamente. Saber que es a mí a quien abraza. Que lo sabe y que lo siente. Me gustaría sacarla de allí donde está escondida. Recuperar su alma perdida, sus palabras cuerdas, su risa alegre. Lo sé, me gustaría. Pero son sólo sueños que yo dibujo. Esperanzas que guardo. Pero lo acepto y lo beso. No es el camino borrar nada. Ni el olvido, ni querer cambiar el presente. Y por eso, mientras tanto, abrazo a esa madre que tengo que me quiere y punto. Que me toma la mano y la aprieta. Me basta con retener su mirada azul algo perdida. Me bastan su sonrisa cuando reímos y sus palabras inconexas. Me basta su docilidad para aceptar cualquier plan con agrado. Me basta que se alegre cuando llego y me mire sonriendo. Me basta con sentir que no se ha ido. Que permanece firme siempre a mi lado. Dispuesta a no dejarme. Dispuesta a no marcharse. Me bastan sus ojos azules, su sonrisa eterna. Me basta con sentirla cerca aun cuando ella parezca lejos. Me basta con saber que me siente aunque tal vez no comprenda. Sólo importa el instante en que la abrazo, la acaricio y le digo que la quiero. Y ella me dice que también me quiere. Me basta con saber que puedo volver una y mil veces a encontrarme con ella. Por eso, lo sé, la solución no es borrar de golpe lo que no me gusta de mi vida. Pintar de colores el gris de mis paisajes. Llenar de música los silencios del desierto. Vestir de salud el dolor de una vida enferma. Esperar un milagro que me saque de la muerte. Pedirlo, suplicarle y enfadarme con Dios si no me libra. No es posible cambiar la vida que vivo con sus circunstancias. No lo pretendo. Sólo beso sonriendo todo lo que tengo.
Por eso he decidido no enfadarme con las injusticias de la vida. Ni con la mala suerte. Ni con el mal reparto de las alegrías, de los éxitos, de los logros. A veces ni siquiera los deportes, que son juegos de azar, logran aliviar la pena. Así es en la vida. No siempre las cosas salen como uno quiere. No siempre los sueños se hacen realidad. Y pienso entonces que muchas veces la mirada positiva sobre la vida no alivia la pena. Tantas veces lo he oído: «Tienes que pensar en positivo, tienes que mirar el lado bueno de las cosas. Si no crees de verdad, no consigues nunca lo que quieres». Creo que hasta yo mismo lo he dicho muchas veces. Pensar en positivo siempre, pase lo que pase. Parece un buen consejo. Pero, ¿qué ocurre si creyendo más que nadie no sucede lo que espero? ¿Cómo ser positivo entonces cuando las cosas no salen como quiero? ¿Cómo pensar que es real el sueño que nunca se realiza? ¿Cómo seguir creyendo después de la derrota, de la muerte, del fracaso, del último adiós? Es como un mantra repetido una y otra vez para calmar la pena. Para tratar de ver las estrellas en medio de la noche. «¡Sé positivo! ¡Sé positivo!». El corazón quiere recuperar la alegría perdida, la esperanza muerta. Pero, ¿cómo aliviar a aquel al que nada le resulta como quiere? ¿Cómo dar ánimos a esa persona que lo ha perdido todo en la batalla de la vida? De forma injusta y cruel. El pensar positivo llega sólo hasta un punto. Más allá no me sirve. Más allá de ese punto en el que dudo y dejo de ver lo positivo, está Jesús escondido. Está Dios en el silencio de la noche, en la oscuridad de mi camino. Corre a mi mismo ritmo. Con mi misma pena. Con su mano en la mía. Con sus pies en los míos. Guarda silencio a mi lado. No se va nunca. Y en medio de mi dolor, deja que fluya la pena. Y su amor calma mi herida, poco a poco, noche a noche, sin prisas. No pone diques a ese río que brota de mi alma inundando la vida de lágrimas. ¡Cuánto bien hace llorar sin consuelo! Deja que corran las aguas que alivian un poco ese espacio interior de pena honda. Y siento entonces que las lágrimas son un calmante mejor que los consejos. No quiero calmar a nadie con palabras sensatas, con miradas positivas. Ni quiero gritarle cuando se aleja, con pasión enfermiza: «¡Sé positivo! ¡Sé positivo!». No quiero curar la pena ni borrando el pasado, ni buscando razones para sonreír en lugar de llorar en ese instante por lo que no tiene remedio, por lo que no ha sido posible. Por aquello que no funciona. Y saber que entonces Dios, por los agujeros del alma, va a sanar las heridas muy lentamente. Y entonces pienso como esa persona que rezaba: «Yo prefiero últimamente las imágenes de Cristo resucitado porque me dan fuerzas para seguir adelante y no quedarme en el sufrimiento. El dolor y el sufrimiento me han ayudado a profundizar como persona, ser más humilde y compasiva con los demás. Y a romper mis máscaras. Pero llega un momento en que el sufrimiento ya no tiene sentido y necesitas ir más allá». Más allá de ese dolor que me pesa. Como el dolor de esa viuda en Naím por la muerte de su hijo a quien Jesús resucita. Como el dolor de esa mujer por su hijo enfermo a quien Elías socorre. El dolor y el sufrimiento son partes del camino. Me hacen más pequeño. Más consciente de todo lo que vale la vida. Y miro a Dios cuando estoy agotado. Cansado de correr. Cansado de haberlo dado todo. En la película «Inquebrantable» dice el protagonista: «La gran lección de mi vida es la perseverancia. Nunca rendirse. Es lo que me dijo mi hermano una vez: ¿No merece la pena un minuto de sufrimiento a cambio de toda una vida de gloria? No dejes nunca que nadie te quite tu dignidad. El que lucha sin descanso, triunfa»[1]. Si trabajo, si me esfuerzo, en realidad siempre triunfo. Tal vez no de la forma como querría. A lo mejor no como el mundo me dice que se triunfa. Sin copar las portadas de la prensa. Sin que nadie lo sepa. Pero lo sé, el trabajo serio y sincero, el esfuerzo constante y la renuncia, me forman para la vida, me hacen triunfar como persona. Madurar, ser mejor, más humano, más capaz de amar desde mi propia pobreza. Para triunfar de verdad en la batalla de la vida es necesario entregarlo todo. Una entrega sincera y silenciosa. Luchar y darlo todo. Sin esperar siempre el premio soñado. Sin querer el reconocimiento y el agradecimiento de los que ven mi vida. Saber sufrir es saber vivir. Necesito aprender a sufrir. A veces pienso que este mundo forma hombres débiles, frágiles, sin fuerza interior. Hombres que se derrumban ante la primera contrariedad en el camino. Se encuentran con un obstáculo y se hunden. Dejan de creer. No se levantan en medio de la derrota. Creo que estamos llamados a formar hombres fuertes. Hombres nuevos capaces de creer y levantarse siempre de nuevo. Que no busquen el éxito fácil. Que hagan un trabajo humilde y fiel, perseverando en las dificultades. Aunque no tengan éxito. Aunque fracasen tantas veces. Hombres que vuelvan a confiar y se esfuercen de nuevo cada mañana.
El otro día una persona me comentaba: «No es lo mismo ser religioso que ser de Dios». Y yo me quedaba pensando. Es verdad. En realidad la meta en la vida es estar profundamente unido a Dios. Y no es lo mismo ser religioso, hablar mucho de Dios, participar en oraciones, repetir gestos litúrgicos, que estar atado a Él desde lo más profundo. Podemos rezar mucho. Hablar de la Iglesia. De los desafíos pastorales. De los cambios de los tiempos. De nuestra estrategia pastoral. De los altos ideales a los que aspiramos. Podemos leer libros religiosos tratando de encontrar respuestas y orientaciones. Podemos meditar la vida y desentrañar los misterios más ocultos. Podemos escribir con profundidad sobre temas religiosos tratando de dar algo de luz. Podemos querer mucho a Dios pero no pertenecerle por entero. No es lo mismo, es verdad, ser religioso, ser de Iglesia, que ser de Dios desde las entrañas. ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo se puede llegar a ser verdaderamente de Dios? Todo lo que he dicho antes es importante. Es la antesala del verdadero encuentro con Dios. Es lo que prepara el corazón para que tenga lugar esa unión más honda. Es necesario aprender a rezar, invertir tiempo en leer, escribir y hablar con profundidad de Dios y de la Iglesia. Todo ayuda. Siempre con Dios, siempre pensando en Dios. Todo ayuda. Siempre ayuda. Pero a veces podemos contentarnos con educar hombres religiosos. Les pedimos que repitan gestos. Que interioricen formas. Que lean y estudien. Que conozcan bien la doctrina. Que su conciencia esté bien formada. Todo para que sean más religiosos. Para que estén más unidos a Dios. Queremos que estén arraigados en el corazón de Dios hasta lo más profundo. Que su personalidad sea religiosa desde dentro hacia fuera. Sin formas simplemente pegadas a la piel. Pero, ¡qué difícil es educar hombres de Dios! ¡Cuánto cuesta de verdad ser de Dios! Pensar como Él piensa, amar la vida como Él la ama. Desde lo más profundo. Desde las entrañas. A veces somos del mundo y repetimos actos religiosos. Sólo se nos han pegado formas a la piel. Pero no somos de Dios. El P. Kentenich habla de la simplicidad en nuestra relación con Dios: «¿Qué significado tiene la palabra ‘simple’? La función de pensar es simple, la vida afectiva es simple, toda la vida es simple. Sin embargo, no es posible conducir a la oración de simplicidad, de la noche a la mañana, a un alma que aún no está suficientemente cobijada en lo religioso»[2]. Hace falta tener el corazón muy arraigado en Dios para que mi oración sea simple, para que mi forma de pensar sea simple, para que mi amor sea simple. Hace falta un milagro de conversión para ser totalmente de Dios. Quiero cuidar mi vida, esa huella de eternidad y misterio dejada por Dios en mi alma. Esa presencia de Dios cálida y personal que me remite a Él en cada instante. Esa hondura que, a veces, está muy lejos de los actos externos que repito. Ojalá fuese más creativo con Él. Sueño con ser más de Dios. Más cada día. Que no busque continuamente la fórmula para que responda a mis deseos. Que no pretenda, rezando mucho, lograr lo que más quiero. Que no busque milagros por todas partes que me den razones para seguir creyendo. Que no me empeñe en enfadarme con Dios cada vez que no sucede lo que más espero. Ser de Dios no consiste en una repetición de gestos religiosos, de frases santas. No es tan solo un arrodillarme asombrado ante el misterio. Tiene que ver con entregarle el corazón por entero, como decía el P. Kentenich: «Por lo común el ser humano es determinado más por lo que el corazón desea sin confesárselo que por lo que la voluntad quiere. Por eso no hablamos de fusión de voluntades sino de fusión de corazones. Porque es el corazón el que nos hace elocuentes, nos hace grandes o débiles»[3]. Dios me hace suyo cuando yo me dejo. Cuando abro la puerta de mi vida para que Él entre y cambie las cosas. Cuando beso mi vida como es desde lo más profundo. Quiero ser de Dios. Quiero ser propiedad suya. Y acostumbrarme a mirar la vida con sus ojos. Con frecuencia me empeño en que las cosas deben ser como yo creo que deben ser. Y cuando no lo son me alejo de Dios. Me da pena encontrarme con personas que niegan a Dios negando la vida que les ha tocado. Él me acompaña en mi realidad. Tal y como es. Y saca bien del mal. Yo puedo escoger vivir mi vida con Dios o sin Dios. Perteneciéndole a Él o perteneciéndole al mundo. Dios se mete en lo cotidiano y me enseña a mirarlo todo desde Él. En la película «El Señor de los anillos», enfrentado a una difícil misión, dice Frodo: «Ojalá nada de esto hubiera ocurrido». Y Gandalf le contesta: «Eso dicen los que viven estos tiempos, pero no les toca a ellos decidir. Lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado». Qué hacer con el tiempo que tengo es lo único que puedo decidir. Las circunstancias de mi vida no puedo cambiarlas. Tan sólo puedo besarlas y aceptarlas en mis manos. Para ello tengo que volver a nacer. Tengo que cambiar mi corazón rígido que se empeña en que las cosas sean como yo quiero. Dios actúa en la verdad de mi vida, en las circunstancias más concretas. No en la idea que tengo sobre cómo deberían ser las cosas. No actúa en mis temores sobre el futuro incierto. Actúa hoy y me ayuda a decidir hoy. Me ayuda a acercarme a Él para vivir a su lado. Para pertenecerle por entero. Para ser más suyo.
Jesús normalmente necesita que alguien le pida algo con fe para poder hacer un milagro. Jesús pasó por el mundo haciendo el bien. Hizo milagros, curaba enfermedades. Pero casi parece un requisito indispensable la fe para poder curar. En Nazaret no pudo hacer milagros por su falta de fe. Pero me gusta pensar que Dios, de repente, se salta sus propias costumbres. Dios tiene una manera de acercarse a mí. Una forma particular y única. Pero de vez en cuando se la salta, y me sorprende. Hoy Jesús cura por amor. Sólo por amor, por compasión. Nadie le pide nada. Es Él quien toma la iniciativa. Me recuerda mucho a la parábola del samaritano. Se acerca, mira, se conmueve y sana. Si pasase de largo o mirase de lejos no habría podido conmoverse. El otro día leía: «Creo que una de las dificultades a las que nos enfrentamos hoy no es la falta de caridad, sino la falta de vista. Una falta que como un habitus negativo llega a ser una inconsciencia moral. Porque si veo y paso de largo, podré tener una pizca de remordimiento, pero si ni siquiera veo, ¿cómo voy a sentirme culpable?»[4]. Es lo que le sucedió en la parábola al sacerdote y al escriba. Pasaron de largo. De lejos se mantiene el muro de nuestra alma, nuestra protección. Hoy Jesús iba de camino, se detiene y mira: «Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con Él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba». En el camino Jesús está abierto a lo que pueda suceder. Es capaz de cambiar sus planes. Mira, ve, oye. Y reacciona. ¿Hago yo lo mismo? Jesús está abierto a lo que el Padre le regala. Se detiene ante el corazón de cualquier hombre. No sigue al pie de la letra su agenda. Mira, se acerca, y siente compasión al ver el dolor de esa madre viuda. Jesús ve su pena y su soledad. No se resiste. Sin que nadie le pida nada, sólo por amor, actúa. Toma la iniciativa, supera la expectativa de esa madre. Jesús no se ha endurecido a pesar de haber visto tanto sufrimiento. Le toca el corazón mi dolor. Se conmueve. ¡Qué humano es Jesús! A veces Dios es más humano que nosotros mismos. A veces damos respuestas fáciles a las personas que sufren y les decimos cuál es la voluntad de Dios sin saberla. Jesús sólo se conmueve. Le devuelve la vida a ese hijo. Y se lo entrega vivo a su madre. Pienso que esa madre nunca lo olvidó. Dios toma la iniciativa en mi vida tantas veces. Yo le pido que me resuelva esto, o esto otro. Quiero encasillarlo para que me solucione alguna cosa que yo he decidido que tiene que ser de una determinada forma. Pero a veces no veo a Dios llegando por el camino. Siempre me ha dado paz pensar que Él llega a mí. A pesar de todos mis intentos por ir hacia Él, por salir a su encuentro. Muchas veces, casi todas, es Él quien llega a mí, a mi dolor, a mi muerte, a mi llanto. Se acerca, me mira, siente compasión. Me devuelve la vida y la alegría. Me acerca a los que amo. ¿En qué momentos de mi vida he sentido yo esa iniciativa de Dios?
Jesús se detiene hoy ante una mujer que llora delante de su hijo muerto. Le da lástima oír su llanto y se conmueve: «Al verla, le dio lástima y le dijo: - No llores». Siempre me conmueve cuando Jesús se conmueve. Me emocionan sus lágrimas, su pena, su tristeza honda y auténtica. Sufre por esa mujer viuda que ha perdido lo único que la ataba a la vida. Lo único que la mantenía con vida. ¿Qué será de ella ahora? Muchas veces yo no me detengo ante la mujer que llora en su angustia. Paso de largo. Veo llorar al que sufre y sigo mi camino. Tal vez ver tanto dolor ha anestesiado mi corazón. Me gustaría detenerme ante el dolor del hombre. Como lo hace Jesús. Detenerme y llorar yo conmovido al ver llorar a alguien. No quiero permanecer indiferente ante el que sufre a mi lado. Quiero ser como Jesús y no lo logro. Me gustaría poder yo también decirle eso al que llora delante de mí: «No llores». No puedo cambiar su vida. Lo sé. Pero no quiero que llore. No tengo el poder para devolverle la salud. Pero que no siga llorando. La realidad seguirá siendo la misma. ¿Cómo se puede entonces dejar de llorar? A veces me gustaría tener una varita mágica. En ocasiones la vamos buscando. Buscamos una receta que me quite la pena, las lágrimas, el llanto. Una solución a los problemas. Una forma nueva para enfrentar la vida. Una madurez para recomponer el alma rota. Unas herramientas para darle sentido a todo lo que me sucede. En ocasiones me veo exigido a dar soluciones, herramientas, varitas mágicas. Hay personas que llegan pidiéndome ese milagro. Necesito. Quiero. Espero. Deseo. Y yo caigo en el mismo juego. Tengo. Lee. Busca. Haz. Y las personas se van convencidas. Tienen su varita mágica, su receta, su libro de autoayuda perfectamente diseñado. Ya nada puede salirles mal. Ante la próxima adversidad sabrán perfectamente cómo reaccionar. Ya no habrá eslabones rotos en la historia de sus vidas. Ya el mal tendrá un sentido. Y la desgracia y la pérdida. Todo tendrá una lógica humana que lo hará más llevadero. Tendrán la varita para transformar la realidad. Y buscarán milagros extraordinarios. Oraciones fuera de lo normal. Actos sobrenaturales que refuercen su fe. Descubrirán en su historia una huella más de Dios. Y sentirán que tienen su vida bajo control. Todo dominado. Todo asegurado. Me da miedo caer en ese juego de buscar recetas. Pretender yo tener esas respuestas que buscan. Ser yo ese mago capaz de cambiar sus vidas y hacerlas diferentes, mejores, más plenas. Lograr que su mirada sea capaz de cambiarlo todo. Sólo yo con mi sabiduría. Sólo yo con mis palabras llenas de vida. Con mis recetas. Con mis consejos. Me da miedo querer ser yo el pacificador de sus almas. Sólo Dios puede hacerlo. No hay varitas mágicas. Ni recetas. Sólo la fe y el esfuerzo al caminar por la vida de la mano de Dios. Eso es lo importante. En la rutina de la vida. Sin pretender milagros a cada paso. Más que el milagro de mi mirada y de mi corazón enamorado de mi vida.
Jesús se acerca al hijo muerto, toca el ataúd y le devuelve la vida: «Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: - ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». Recuerdo que fue Naím el primer lugar que visité al llegar por primera vez a Tierra Santa. Era de noche y el lugar donde celebramos la misa estaba poco cuidado. Pensé en esta escena que casi pasa desapercibida al leer el Evangelio. Un lugar que se hizo famoso sólo por un milagro. Una mirada de Jesús. Un gesto de compasión. Unas pocas palabras. Y la vida después de la muerte. Un lugar de lágrimas y de alegría. De muerte y resurrección. De desesperación y esperanza. La oscuridad de la noche sin Dios. La luz que trae su presencia. Jesús pasaba por allí y se detuvo. Pasaba delante de esa viuda, delante de su hijo muerto y se detuvo. Se acerca y actúa y grita: «¡Levántate!». Le pide a ese hijo ya muerto que viva, que alce la mirada y se levante. La gente miraría a Jesús sorprendida. Me gustaría a mí poder hacerlo así en mi vida. Gritar con esa seguridad, con esa fuerza. Me falta a mí esa fe en su poder a través de mis palabras y de mis gestos. Me falta creer más en el poder infinito de su amor. Hay muchas personas muertas de dolor a mi alrededor y a veces yo, por falta de fe, paso de largo. Muchas personas muertas porque no encuentran razones para seguir viviendo. Personas que lo han perdido todo y no pueden volver a confiar. ¿Cómo poder consolar al que sufre tanto y con razón? ¿Cómo se quita la pena de un plumazo del alma del que llora? No se quita. Lo sé. Permanece el dolor pegado a la piel. Le pido a Jesús que venga a mi propia vida y me diga: «¡Levántate!». Le pido que me lo diga a mí, para que yo se lo diga a otros. A mí para que me levante y deje de estar perdido. «¡Levántate!». Me grita. Y yo le hago caso. Y voy con Él donde Él me pida. Y le sigo. Y a su lado me conmueve más la muerte que veo tan de cerca. El dolor y la angustia. La enfermedad. Muchas veces yo también estoy triste. Muerto. Sin esperanza. Quiero oír su voz en mi oído: «¡Levántate!». Quiero repetir con mi voz sus palabras en muchos oídos: «¡Levántate!». Yo creo y me levanto. ¿Cómo hacer que otros se levanten? ¿Cómo lograr que otros crean en el amor de Dios en medio de su dolor y de su tristeza? Una persona me decía: «Es fácil hablar de Dios cuando todo está bien. Lo difícil es hablar de Él desde la cruz, en medio del sufrimiento. Crisis de fe, dudas, soy débil. ¿Se puede ser feliz a pesar de lo que estoy viviendo? Estoy en sus manos. Quiero cambiar las lágrimas por oración y el miedo por la fe». Tanto dolor, tanta incomprensión. No es necesario entenderlo todo. No es necesario encontrar una lógica que parece no existir. Como leía el otro día, sé que hay que «aprender a perseverar y seguir adelante con el corazón en paz y confiando en Dios, seguros de que lo que suceda merece la pena, por el mero hecho de que en nuestra vida está actuando la voluntad de Dios y nosotros procuramos aceptarla y seguirla»[5]. Aprender a acoger el sí de Dios sobre mi vida. Aprender a besar esas circunstancias que me gustaría cambiar. Sólo sé que si confío en Dios las cosas son diferentes. Cambia mi mirada sobre la vida. Quiero confiar en ese poder inmenso de Dios que me hace capaz de lo imposible. Es su misericordia ante la que se detiene mi dolor. Es su mirada la que me invita a confiar y seguir caminando. Quiero creer en su poder y entregarle mi vida. Elías le pide hoy a la viuda: «Dame a tu hijo». El hijo se está muriendo. Ella confía y se lo entrega. Da todo lo que tiene. Se expone a perderlo todo. Su propio hijo. Confía. Cree. Espera. Elías lo toma en sus brazos y lo cura. Lo saca de la muerte. Le devuelve la vida. Me impresiona la fe de la mujer. Se fía. Y a cambio de su fe recibe la vida. Cree en el poder de Elías. Le entrega lo que más teme perder. Creo que en mi vida hay cosas muertas. Creo que a veces en mi interior hay un erial. Me gustaría que surgiera vida de la muerte. Me gustaría que se acabara la pobreza en mi alma. Quiero fiarme del poder de Dios y entregarle todo lo que más amo. Le entrego a mi hijo. Lo que más quiero. Lo que más temo perder. ¿Qué es lo que no me atrevo a entregarle a Dios? A veces nos da tanto miedo el futuro incierto. Nos asusta tanto perder lo que más amamos. Y no se lo entregamos a Dios. Entonces lo perdemos todo. Sí, perdemos la posibilidad de que surja la vida de la muerte.
Quiero estar hoy dispuesto a morir para que surja la vida. Quiero aceptar que algo muera en mí para que Dios viva. Tal vez necesito morir a mi orgullo, a mi yo, a mis deseos. En su «Canto del Cisne», antes de su ingreso en prisión en Coblenza el 14 de septiembre de 1941, decía el P. Kentenich: «Ahora debemos comprometernos en serio en la vida cotidiana: no jugar con palabras, sino demostrar con hechos que pertenecemos a Ella totalmente, y que hemos muerto a nosotros mismos y al mundo. Hemos de ejercitarnos en el morir a través de la autodisciplina». Morir entonces significa tomarme en serio mi vida. Tomarme en serio el tiempo que se me confía. Tomarme en serio el camino que tengo por delante. Morir a mi vanidad, a mis planes. Alegrarme con el fruto que surge de mis renuncias. Aceptar que la vida es un don. Y que cuando muere la semilla es cuando surge el fruto, nunca antes. No sé bien a veces lo que significa morir. Porque lo que me sale de forma natural es pensar en la vida. Me cuesta la renuncia. Me cuesta el sacrificio. No quiero pensar en morir a mis deseos y a mis sueños. Definitivamente el corazón está hecho para la vida. Jesús también ve la vida antes que la muerte. La alegría antes que el sufrimiento. Y se conmueve cuando sufro. Porque me ama, porque mi dolor le duele. Y está a mi lado, consolándome, sosteniéndome, mandándome ángeles humanos para que me den paz. Y sacando de mi dolor mucho amor, mucha vida. Se alegra conmigo, sufre conmigo. Su corazón se conmueve ante lo que a mí me importa. Todo lo que para mí es importante es importante para Dios. Hasta lo que no parece tan importante. Mi muerte le conmueve. Y toca con su amor la herida que me duele. El otro día leía: «En el hombre contemporáneo es fuerte el deseo de curarse, pero no lo es tanto el de ser fecundo. Sería una trágica ironía que al final de la vida nos encontráramos sanos pero estériles»[6]. A veces en mi dolor quiero ser curado. No quiero sufrir. Me olvido de ser fecundo, de dar vida a otros. De que mi semilla enterrada dé como fruto un árbol inmenso en el que muchos puedan cobijarse. Cuando me guardo egoístamente puedo permanecer estéril toda mi vida. Sano pero estéril. Cuando no amo, cuando no muero a mí mismo, a mis sueños. Cuando pienso sólo en mí y en mis planes, en mis amores. Ojalá yo sepa amar como ama Jesús. Tener sus mismos sentimientos. Este mes es el mes del Sagrado Corazón de Jesús. Quiero vivir en Él. Amar como Él. Abrirme como Él a los que están a mi lado. Amar sin medida. De forma gratuita. Renunciando a mis planes. Con el corazón roto. Como Jesús que me ha enseñado ese amor gratuito, más allá de lo que me pidan. El amor que es ternura, que es sentir con el otro. El amor que da la vida. El amor que cambia los planes, que me lleva a detener mis pasos para amar más. Ese amor es el que deseo para mí. Quiero ser amado de esta forma. Todos hemos sido creados para ser amados así. Pero pienso que también hemos nacido para amar así. Porque sólo somos felices cuando amamos, cuando nos partimos. Es ese es el misterio más hondo de nuestra vida. Morir para vivir. Eso me parece imposible. Pero en la cruz Jesús lo hizo posible. Quiero caminar por la vida como lo hizo Él. A veces estoy tan ocupado que no soy capaz de detenerme. A veces me miro tanto a mí mismo que no levanto la mirada. Quiero sentir como Él. Le pido a Jesús que ablande mi corazón, que abra mis ojos, que me haga libre para amar más. Le doy gracias porque cada día llega a mí, me mira, y se conmueve. Ojalá yo aprenda de Él ese amor gratuito que da más de lo mínimo. Por ese ideal sí merece la pena vivir.