En mi post anterior concluía invitando a los lectores a que se ofrecieran como vícitamas de holocausto al amor misericordioso de Dios “para que Él pueda derramar en nosotros todo su amor, sin medir consecuencias, sin tener miedo, sin ponerle límites. Señor: ¿Tú quieres amar, Tú quieres dar, Tú quieres anegarme? Pues yo estoy dispuesto, no te pongo límites, no rechazo tu amor. Aquí estoy: quiero ser tu víctima. Acéptame y seré inmensamente feliz.”
Esto dicho así, sin más… pues no parece muy complicado, pero significa determinadas cosas: significa fiarse plenamente de Dios, significa consagrarse a Él, ser un vaso vacío para que Él lo llene continuamente y desborde, significa no ponerle ningún límite, significa una manera muy concreta de vivir la consagración al Corazón de Jesús, significa vivir continuamente en su Corazón y… en una purificación continua, porque el amor misericordioso de Jesús abrasa, quema, purifica…
Teresita dice -y es Doctora de la Iglesia- que ese amor purifica más el purgatorio. Afirma que un alma que se ha ofrecido víctima al amor misericordioso, si es coherente y consecuente con el ofrecimiento, no necesitará purgación después de la muerte, porque el amor es un fuego que continuamente purifica.
Cuando su hermana María (Carmelita Descalza en Lisieux, como ella) leyó la Historia del Pajarillo, no entendió ni torta, lo que se dice nada.. y le escribe una carta admirándose de lo que Teresita le ha dicho. Y a continuación, ella le responde diciéndole cuáles son los requisitos necesarios para ser víctima de holocausto del amor misericordioso de Dios. Esta carta la escribe al día siguiente, el 17 de septiembre de 1896, y es de todo lo que Teresita escribe quizá lo más importante, lo más impresionante. Si hubiera que resumir toda la doctrina espiritual de Santa Teresa del Niño Jesús, Virgen y Doctora de la Iglesia, yo escogería la carta que os voy a leer a continuación.
Dice así: “Mi querida hermana… ¿Cómo podéis preguntarme si es posible amar a Dios como yo le amo…? Si hubieses comprendido la historia de mi pajarillo, no me haríais esa pregunta. Mis deseos de martirio no son nada y no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, suelen ser las riquezas espirituales las que le hacen a uno injusto, cuando se descansa en ellas con complacencia y cuando uno se cree que son propias y son algo grande…
Estos deseos son un consuelo que Jesús concede a veces a las almas débiles como la mía; pero cuando no da ese consuelo, es una gracia de privilegio. Recuerda: ‘Los mártires sufrieron con alegría, y el Rey de los mártires sufrió con tristeza’. Sí, Jesús dijo: ‘Padre, aparta de mí este cáliz’. ¿Cómo podéis decir después de esto, que mis deseos son la señal de mi amor…? Sé que no es esto, lo que manera alguna agrada a Dios en mi pequeña alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… He aquí mi único tesoro. ¿Por qué este tesoro no habría de ser también el vuestro…?
¿No estás dispuesta a sufrir todo lo que Dios quiera? Yo sé muy bien que sí. Entonces, si deseáis sentir alegría y atractivo por el sufrimiento, es vuestro propio consuelo lo que buscáis, puesto que cuando uno ama una cosa desaparece la pena…
Comprended a vuestra hermana. Comprended que para amar a Jesús y para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está
De lo que he leído, me quedo con dos frases que han marcado profundamente toda mi vida espiritual y toda mi vida consagrada, y que indican una hondura y una madurez de espíritu impresionantes.
“Es necesario consentir en permanecer pobres y sin fuerzas”. Yo creo que esto es lo más difícil que yo he oído en mi vida, más difícil incluso que amar a los enemigos; porque si hay algo que nuestra naturaleza aborrece es permanecer siendo pobres. Todos queremos arreglarnos, mejorar, enmendarnos, cambiar… y entonces luchamos, pataleamos, nos esforzamos, no desazonamos, nos agobiamos, nos agotamos… y seguimos igual.
Y en el fondo, la gran pregunta es: ¿por qué quiero cambiar: por el Señor o porque no soporto verme así, porque no me gusto nada? ¿Cuál es la motivación última de mi deseo de cambiar: agradar al Señor o mi vanidad?
¡Que no quiero verme así! Y mucho menos que me vea nadie así, ni siquiera quiero que el Señor me vea así. Y dice Teresita: “¡No! Para ser víctima de holocausto y que el amor misericordioso de Jesús me inunde, me consuma, me transforme, me posea por completo hace falta permanecer en esa pobreza, consentir -es lo que más nos cuesta: consentir- ¡consentir en permanecer así! Tragarme de raíz el orgullo y consentir en mi pequeñez, en mi pobreza y, viéndome así como soy -sin disfraces, sin máscaras, sin maquillaje- presentarme a Jesús.” Y presentarme a Jesús… pase, pero… ¿que mis hermanas me vean así, que mis hermanas me conozcan así… que todo el mundo sepa que soy pobre y de qué pie cojeo? Ante esa exigencia nuestra naturaleza se rebela, muchas veces es más fuerte que nosotros mismos.
Y viene Teresita y nos dice: “¡Pues no! Hay que tragarse todo ese orgullo y consentir en permanecer así: así de pobre, así de pequeña. Decir: “Señor, ¡no me gusta verme así! No me gusta ver ese defecto que tengo, pero… acepto permanecer así todo el tiempo que Tú quieras, con tal de no desagradarte. ¡No importa que me desagrade y me humille a mí, si no te desagrada a Ti!” Así que “es necesario consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerzas”.
– Ya, bueno… ¿y la santidad?, porque aquí estábamos en que íbamos a ser santos y no sé qué cosas más… Y ahora nos dicen que nos traguemos entero todo esto: nuestra pobreza, nuestro orgullo… Y entonces ¿dónde queda lo de ser santo y luchar contra los propios defectos y todo esto…?
Teresita también contesta eso. Ella no nos está invitando a pactar con el mal ni mucho menos, pero sabe que, sin Jesús, nada podemos. Y dice: “Jesús mismo será mi santidad”.
Unida a esta frase “es necesario consentir en permanecer pobres y sin fuerzas”, la guinda de la tarta es: “amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada”.
Amemos nuestra pobreza, nuestra fragilidad, no la soportemos, no la toleremos, no… ¡no! ¡Amemos ser así de pequeños! ¡Amemos ser así de frágiles! ¡Amemos esta impotencia! Y sobre todo, “amemos no sentir nada”: vivir de pura fe, de lo que creo y que espero, no de lo que siento.
Si el Señor nos da a sentir consolaciones, ¡bendito sea Él!, es un regalo y no hay que despreciarlo ni mucho menos; pero no podemos vivir pendientes de eso. Amemos una existencia fiel en medio de la oscuridad. El pajarillo (ver el post anterior) permanece bajo el sol. Aunque las nubes tapen el Sol, él sabe que detrás de las nubes, su Sol sigue brillando.
“¡Amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada”! ¡Amemos aburrirnos y sentirnos una prolongación del banco de la capilla! ¡Amemos esa impotencia! ¡Amemos esa oscuridad! ¡Amemos ese no sentir nada, porque es el testimonio más alto de que no estamos aquí por nosotras, ni por nuestros sentimientos, sino porque creernos firmemente que Él está!
Dice San Juan: “Hemos conocido -no sentido- el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1 Jn 4, 16a). “Y yo vivo de la fe –dice San Pablo- en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí” (Gl 2, 20). Vivo de la fe, no de los sentimientos, y eso es edificar sobre roca. Y edificando así, podremos consagrarnos al Corazón de Jesús y ser coherentes con el compromiso que esa consagración implica.