El imperio de la mentira avanza en una sociedad que apenas encuentra recursos para frenarla. Desde instancias ideológicas y partidos políticos, intentan engañarnos con palabras falsas: progresista, demócratas, plurinacionalidad, diálogo, mesa negociadora, derecho a decidir, tolerancia, etc. Y hacen todo lo contrario. Con más calado aún: muerte digna, interrupción voluntaria del embarazo, matrimonio, familias, derechos sociales, etc.

 De ese modo las palabras ya no remiten a la realidad sino a un constructo, un anacoluto que diría aquél, como simple expresión de la voluntad y la fuerza: sic volo, sic iubeo, es decir, quiero esto y lo impongo. Y la ciudadanía se lo traga tan pancha, porque ya no creen en la verdad de las personas y de las cosas, es decir, en la realidad real, no la de ficción inoculada por los que mandan para anestesiar a la sociedad en su capacidad de respuesta. Los nuevos derechos, que llaman, son en realidad pan y circo: el poder legislativo desconectado de la ética, el ejecutivo provisional montado en la mentira, el judicial politizado, y el mediático mercenario tratan de recrear ciudadanos dóciles y ejercer el control social. Hacen todo lo contrario de lo que demanda la condición humana hecha para vivir en la verdad.

 A diferencia de los animales, que sólo ladran, relinchan, rugen..., la palabra humana tiene su contenido pues alaba o critica, corrige o escandaliza, construye o siembra discordia separando los corazones, y por eso debemos hablar siempre con prudencia. La gran tarea de la educación es formar a los jóvenes en los principios éticos permanentes, en la honradez, en el ejercicio de las virtudes, pues la forja del carácter pasa por decidirse por la verdad y la sinceridad, aprender a ser cortés pero sin adular, sincero sin tosquedad, honrado sin torpeza, fiel a los principios sin ofender a los demás.

Tendríamos que recordar que es mentira todo lo que contradice a la verdad y a la rectitud: se puede mentir con la palabra pero también con el silencio, con la doble intención, con el comportamiento astuto y falaz; y mienten también los que sólo dicen la mitad de lo que piensan, o van siempre con rodeos y medias tintas, los que desconciertan al prójimo porque nunca sabemos el alcance de su amistad.

«La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad (...)» Por ello «toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el 'deber de reparación', aunque su autor haya sido perdonado», transmite el Catecismo de la Iglesia Católica (nn.2485 y 248). 

Quien lastima la verdad no sabrá respetar sus deberes; quien emprendió un camino mediante afirmaciones dudosas, querrá abrirse paso en la vida de un modo poco honrado: si es un político mentirá de modo compulsivo sin importarle lo que dijo ayer, si es juez se plegará al poder ejecutivo y a una opinión pública manipulada; si es funcionario público se dejará sobornar; si es comerciante manipulará con el fraude; si es empleado se aprovechará o hurtará a la empresa; si es obrero manual engañará en la factura o cubrirá las chapuzas para que su mal hacer tarde en notarse.

 «Amicus Plato magis veritas»: Platón es mi amigo pero lo soy más la verdad. Debería figurar en el frontispicio del Congreso. Si no queremos perjudicar a otros es preciso seguir el principio moral que prohíbe hacer el mal para alcanzar un fin bueno. Y evitaremos mentir para subir un escalón hacia la meta propuesta, la conquista del cielo para algunos, mientras que lo contrario nos incluiría en la caterva de los trepas, que desarrollan toda su astucia para encaramarse sobre los demás y triunfar.

Todos podemos ser veraces en vez de mentirosos y ejercitar la virtud cada día: ser hombres o mujeres de palabra que saben dominar su lengua porque quieren ser leales. No descubrir el secreto que te fue confiado, no divulgar maliciosamente las faltas de los demás, no murmurar ni punzar con ironía a los presentes ni hablar mal de los ausentes; no extasiarte escuchándose a sí mismo y sin dejar pausa para otras intervenciones; no parlotear sin ton ni son, con palabrejas vacías o infames. Por último: perseverar siempre en la verdad aunque alguna vez sea en detrimento propio; no mentir ni siquiera en las cosas pequeñas. Y por todo ello estar vacunados contra los mentirosos y frenar el imperio ominoso de la mentira.