Es curioso que el Corpus Christi se celebre en muchas partes de mundo con procesiones y actos especiales, pero no nos demos cuenta de qué estamos celebrando. Hablar del Cuerpo de Cristo, es hablar del sacramento de la Eucaristía. El sacramento que se instituyó en la última cena del Señor. Todos los Apóstoles se dieron cuenta de la importancia de la consagración del pan y del vino, ya que Cristo mismo se ofreció a ello de una forma misteriosa y perenne. Lo hizo a través de dos especies que eran utilizadas en tiempos de Melquisedec:
Entonces Melquisedec, rey de Salem, sacó pan y vino; él era sacerdote del Dios Altísimo. Y lo bendijo, diciendo: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, Creador del cielo y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tu mano. Y le dio Abram el diezmo de todo. (Gn 14, 18-20)
Pero Cristo de mostró como Sacerdote de Dios, al igual que Melquisedec, pero dio paso más allá. Cristo instituyo su presencia real y vivificadora a través del pan y del vino, consagrados. Ya San Juan nos relata el desconcierto de los judíos al escuchar que el Pan y el Vino consagrados son el vínculo de unidad entre Dios y nosotros:
Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo también daré por la vida del mundo es mi carne. Los judíos entonces discutían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí. (Jn 5, 51-57)
Quien no come el Pan y bebe la Sangre, no tendrá vida. ¿Por qué? Porque Cristo es Camino, Verdad y Vida y si no dejamos que entre en nosotros seguiremos siendo seres vacíos de sentido. Veamos lo que el Ángel del Señor dice a la Iglesia de Laodicea y pensemos en nosotros mismos:
Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque dices: “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad”; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo, te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que puedas ver. Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor, le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. (Ap 3, 15-21)
Hoy en día nos parecemos cada vez más al joven rico, que se creía que no necesitaba a Cristo. Pero la realidad es que necesitamos a Cristo que se nos ofrece a través de la Eucaristía. Por desgracia la Eucaristía es cada día más un elemento cultural que utilizamos como signo de aceptación social. Hemos perdido totalmente la capacidad de recibir y vivir la presencia de Cristo en nosotros a través de los sacramentos. ¿Por qué somos tan irreverentes y tan despreocupados? Sin duda el maligno ha realizado un magnífico trabajo, haciéndonos olvidar que los sacramentos son el agua que nos da la vida eterna.
Esto se nos advirtió de forma figurada en Moisés, cuando el Señor le dijo: Descálzate, pues el sitio en que estás es tierra sagrada. ¿Hay tierra más santa que la Iglesia de Dios? Puesto que estamos en ella, descalcémonos, renunciemos a las obras de muerte. Respecto al calzado que llevamos en nuestro caminar, el mismo Señor me ofrece consuelo, pues si no hubiese estado calzado, no hubiese dicho de él, el Bautista: “No soy digno de desatar la correa de sus zapatos”. Obedezcamos, pues, y no se infiltre en nuestro corazón la soberbia empedernida. «Yo (dirá alguno) cumplo el Evangelio, pues camino descalzo». Bien, tú puedes, yo no. Guardemos lo que uno y otro hemos recibido; inflamémonos en la caridad, amémonos unos a otros, y de esta forma yo amo tu fortaleza y tú soportas mi debilidad. (San Agustín. Sermón 101, 7)
Este breve escrito de San Agustín es una verdadera perla que tendríamos que conservar para releerlo cada cierto tiempo. No habla de la presencia de Cristo en los sacramentos de una forma cercana y fácil de entender “Guardemos lo que uno y otro hemos recibido; inflamémonos en la caridad” porque todo lo que tenemos es don de Dios. Don que no tenemos que ver en los demás con recelo o envidia, sino dando gracias al Señor por darnos la posibilidad de unirnos para recibirle. “de esta forma yo amo tu fortaleza” porque veo en ella la acción de Dios y a Dios que se ofrece a ayudarme a través de mi hermano. Hermano que deja que Dios se manifieste porque es humilde, sencillo y paciente. “tú soportas mi debilidad” porque en mi debilidad, mi hermano puede ver su debilidad. En mis errores, pecados y limitaciones, puede verse a sí mismo y darse cuenta que Dios obra cosas grandes en él. Además, le da la gracia de servir de herramienta dócil para que Dios transforme el mundo en su Reino.
Todo esto sería imposible sin la Eucaristía, ya que el Pan y el Vino, son signos de Cristo que viene a nosotros y nos inunda con su Gracia. Cristo que es Camino que nos lleva a la santidad, Verdad que nos da sentido cada segundo de nuestra vida y Vida que se ofrece a Dios de principio a fin. ¿Qué celebramos en esta solemnidad del Corpus? Todo esto y muchísimo más. Celebramos el misterio de la presencia sacramental de Cristo, entre nosotros.