«Alzó la mirada al cielo, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos»
Creo que muchas veces no puedo hacer algo si otros no confían en mí
. Acabo pensando que no soy capaz de lograr lo que sueño si otros antes ya me han condenado. Y curiosamente soy capaz de hacer algo cuando alguien antes ha creído en mí. Cuenta Irene Tuset Relaño, madre de Andrés, diagnosticado de Síndrome de Down, la experiencia con su hijo. A la pregunta: «Mamá, ¿yo puedo?» ella anima a su hijo a ser valiente y hacerlo: «Seguiré explicando una y otra vez que mi hijo sí puede, aunque a veces se equivoque, aunque alguna vez se desoriente. Seguiré dejándole subir solo por las escaleras y entrar solo al colegio. Seguiré haciendo pedagogía para que al menos nuestro mundo comprenda que ayudar no siempre ayuda, proteger a menudo debilita y la excesiva preocupación nos anula. Puedo decir que los hijos se suelen parecer bastante a lo que sus padres esperan de ellos, a lo que su mundo espera de ellos. Así que nuestros prejuicios alimentan la discapacidad. Nuestros miedos se convierten en sus muros. No pido más, sólo un poco de confianza, de empatía. Señales que nos alienten, que nos empoderen, que vayan en nuestra misma dirección y sentido. Porque en realidad todos pueden, claro que pueden. Pero les tendremos que dejar intentarlo y equivocarse, caerse y levantarse, tantas veces como sea necesario. Tendremos que tratarles con respeto, desde un plano de igualdad, el que les corresponde por derecho». A veces soy esclavo de mis miedos o de la desconfianza de los otros en mí. Dejo de poder cuando otros dejan de creer que yo puedo. Se me contagia la misma falta de fe. No creo porque otros no creen. Y mi falta de fe en los demás hace que ellos tampoco sean valientes y no avancen. Me fío mucho más de la mirada de los demás que de mi mirada. Desconfío de mi propia forma de ver las cosas. Y ya no lucho cuando no veo posibilidad de triunfo al final del camino. Cuando otros no me animan. No me arriesgo donde otros me han dicho que es imposible llegar. Si ellos no han podido, yo tampoco puedo. Dejo de creer en lo imposible y me fío sólo de lo posible. La fe del padre en el hijo lo capacita para la vida. Su falta de fe, lo imposibilita. Pero también la fe de los hijos en el padre lo hacen más capaz de ser padre. Decía Tim Guenard: «Si yo cambio, es porque mis hijos creen en mí, en que puedo cambiar». El poder que tiene el mundo sobre mí es inmenso. Un comentario negativo tira por tierra mi alegría. Un comentario positivo me anima a subir más alto. Una persona me decía: «Le dije que si me quejaba en alto era para ver si él decía algo, me preguntaba, se interesaba, mostraba preocupación y amor. Él no reacciona con nada, mira para otro lado, y es como si yo no existiera. Me siento invisible a su lado y reclamo su atención. ¿Tan raro es? Lo hacen los niños y es totalmente normal y lo que reciban influirá en su autoestima. Le dije que si por la mañana me preguntaba una sola vez: ¿Qué tal te encuentras hoy? Le contestaría y punto». Quizás a veces basta con no parecer invisible delante de la persona que me ama, a la que amo. Basta con una pregunta en medio de la vida para caminar ilusionado. Con un interés verdadero en medio de las dudas. Basta con mirar al otro y querer saber cómo se encuentra. Qué va a hacer. Cuál es su siguiente desafío. Tal vez hace falta salir de uno mismo para creer en el otro, para pensar en el otro. Dejar de mirar mis preocupaciones y angustias para mirar más el alma de la persona que está a mi lado. No hay nada peor que parecer invisible. No ser tomado en cuenta. No hay nada peor que ver que nadie cree en mí, nadie confía en mis posibilidades. Puedo cambiar si creen en mí. Puedo levantarme cada mañana si me ven, si no soy invisible. Puedo dar más de mí mismo si no me ponen barreras limitantes. Amurallan mi vida con imposibles. Con miedos, con prejuicios. Para que no caiga, para que no yerre. Pero yo sí puedo. Puedo lograr lo que temo. Puedo subir más alto. Porque alguien cree en mí, me sostiene en mis límites, ve más allá de mis barreras. Me gustaría no ser invisible para otros. Me gustaría que creyeran en mí cuando he caído, cuando no he tocado la meta, cuando me he frustrado en mi intento por llegar más lejos. Mis miedos me limitan y limitan a otros. Me hacen mirar mi vida y la de los demás con miedo. Construyo barreras allí donde no hay barreras y no creo en las posibilidades de mi propia vida ni en las posibilidades de los demás. Fe en el otro. Fe en mí mismo. En el poder escondido en mi corazón. Sólo necesito que alguien me vea, crea en mí, me sostenga. Se ría de mis enfados, le conmuevan mis inmadureces. Se tome a broma mis bloqueos y me saque de esa cueva en la que me encierro cuando dejo de creer en lo imposible. Me gusta esa fe sencilla del que camina a mi lado. Esa fe que me levanta siempre cuando caigo. Esa fe que es como una roca en medio de mi camino y me hace confiar y ser valiente en la aventura de la vida. Hace falta valor para jugar al borde del precipicio, para aventurarme en las cumbres más altas, para sentir que puedo vencer cuando todo está en mi contra, para navegar mar adentro sin miedo a lo desconocido. Quiero creer en mí mismo para seguir caminando. Creer que puedo. Creer que es posible. Quiero creer en aquellos a los que amo. Quiero construir puentes y dar alas.
Hay un grito callado en el alma del hombre. Un grito que resuena con fuerza en el silencio de su corazón. Es el deseo más humano, más fuerte, más hondo. Se expresa en pocas palabras: «No quiero estar solo». El corazón del hombre no quiere que Dios lo deje solo. No quiero que los hombres me dejen solo. No quiero quedarme sin aquellos a los que amo. No quiero una soledad sin voces, sin presencia, sin ayuda. Una soledad dura, agotadora. Sé que la soledad es fecunda cuando es un tiempo que Dios me regala para crecer en interioridad, para navegar con soltura por mi alma. La soledad es fecunda cuando en ella descubro las huellas de Dios y me encuentro conmigo mismo, en lo más hondo de mi corazón. Y el alma se hace más profunda, cuando me alejo de la superficie que me encandila. Lo sé, la soledad en sí misma no es mala. Pero no quiero estar solo, no quiero no amar, no quiero no ser amado. No quiero una soledad llena de pobreza espiritual y carente de amor. Una soledad árida y vacía. No quiero una soledad en la que no se ama. Hay mucha gente sola a mi alrededor. Muchas personas que no son amadas y no aman. Que están rotas en su camino. Que llegan llenas de rencor y amargura. Con la herida profunda de una soledad muy dura. De una soledad de abandono. De una soledad no buscada, no deseada, infecunda. Hay muchas heridas, hondas y profundas en el hombre de hoy. El corazón no quiere estar solo. En la película «Ahora y siempre» la protagonista, una adolescente enferma de cáncer, le enumera a su novio su lista de sueños: «Un largo viaje en tren, vivir en un hostal, una cuenta de ahorros común, escucharte roncar años y años, ir a las reuniones de padres, que nuestro hijo sea un genio». Y al final acaba con este sueño: «Estar contigo, estar contigo, estar contigo, sólo estar contigo». Sólo deseaba estar con él todos los días de vida que le quedaban. No quería estar sola sin aquel que le daba sentido a su corta vida. Temía el dolor de su enfermedad y la muerte: «Deseo que estés conmigo, que me abraces, que me sigas amando, que cuando tenga miedo me ayudes. Que me cojas de la mano hasta el final». No quiero estar solo en mi cruz. No quiero estar sin las personas que me aman cuando no tenga dónde agarrarme. Necesito un asidero, un sostén. Necesito una compañía, no vale cualquier compañía. Una persona rezaba: «María, sabes más que nadie de mi soledad. Es muy real en mí y a veces duele. María ¿cómo lo hiciste todo el tiempo sin pensar en ti? Es lo que yo quiero hacer. Intentaré no quejarme de mi soledad. Me gustaría vivir esa soledad como privilegio de unión contigo. Acompáñame en esa soledad». El grito del alma no pide cualquier compañía, cualquier cercanía. Quiere la proximidad del que me ama. La proximidad de aquel al que amo. Y todo porque me hago consciente de mi fragilidad, de mi pobreza. Una persona rezaba: «Es cierto a veces tengo miedo de ser demasiado frágil, demasiado humano, demasiada de carne. Gracias, Jesús, por sostener mi vida. Por hacerme frágil en un mundo frágil. Por hacerme de carne en un mundo de carne. Y por darme un anhelo de infinito que me hace apasionarme por la vida». Experimento mi debilidad. Tal vez mi incapacidad para mantenerme fiel en esos momentos duros de la vida. Cuando la propia carne se muestre frágil. Cuando la soledad me duela en la piel. Por la pérdida. Por el rechazo. Por el juicio. Temo la soledad de la condena. Es tan fácil ser abandonado en mi suerte. Es tan fácil olvidarme de todo lo que puedo llegar a dar si no me cierro. Si no me hundo en el dolor de mi vida. El otro día leía: «Podemos vivir nuestras angustias y heridas replegados sobre nosotros mismos. Es legítimo hacerlo. Hasta podrá suceder que esas inquietudes y heridas sean a veces tan intensas o dolorosas que me resulte imposible levantar la mirada de ellas y tener otro pensamiento que no sea el librarme de ellas. El deseo de curarse, el anhelo de estar bien es irreprochable. Hay muchas angustias que son incurables. Es mejor saberlo»[1]. Mi angustia me puede aislar. Me puede incapacitar para el amor, para alzar la mirada más allá de mi dolor. Me repliego en ese miedo que tengo a sufrir. El miedo a una soledad en la que no se ama. No quiero esa soledad infecunda. No quiero esa soledad del abandono. No quiero volver a estar solo en medio de mi dolor. No quiero perder el rumbo y quedarme solo en mitad de mi tormenta. Puedo caminar y confiar con el dolor grabado en el alma. Puedo ser fiel en medio de mi angustia. Puedo hacerlo si otros creen en mí. Sé que puedo hacerlo sólo si me sé profundamente amado.
La fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene que ver con ese Jesús que no quiere que esté solo y quiere quedarse conmigo. Jesús se hace carne para que yo no vuelva a estar solo. Su carne se queda conmigo para siempre y me acompaña en el camino: «Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: - Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: - Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre». Se queda conmigo para siempre, para que no sufra la soledad. Para que no me sienta aislado en mi dolor. Para que crea en todo lo que yo puedo llegar a ser con su presencia, con su abrazo en mi espalda, con sus palabras de ánimo. Su presencia cada día en mi carne me sostiene. Esa presencia que puedo ver y tocar me ayuda a caminar más confiado. Él está conmigo para siempre, todos los días de mi vida, hasta el final. Se ha quedado para siempre a mi lado. Dice el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «La Eucaristía no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles». Su presencia es un remedio en mi debilidad. Un alimento constante para mi hambre. Un amparo en medio de mi pobreza. Es un hogar en medio de mis miedos. Me enriquece. Me levanta. Cuando recibo a Jesús mi vida se hace más fuerte y más plena. No es un premio por mi buen comportamiento. No es algo merecido, es un don. No es una palmadita en la espalda por haber sido tan bueno. Es un remedio. Es un apoyo en medio del camino. No tengo que ser inmaculado para merecer su compañía. Él viene a mí me lo merezca o no. Viene a mi vida tantas veces empecatada. Viene para quedarse y darme su descanso en medio de mi cansancio. Decía el Papa Francisco: «Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que ningún baño la puede limpiar. Sólo el amor descansa. Lo que no se ama cansa mal y, a la larga, cansa peor». El amor verdadero no nos cansa. Lo que no amo me cansa. La compañía de Jesús a mi lado me descansa. Su ausencia me cansa. Mi cansancio a veces no es sano. Es un cansancio provocado por haber estado desparramado por el mundo, sin un centro en el que encontrar paz y sosiego. Ese cansancio me envenena y me quita la paz del alma. ¿Estoy cansado de verdad? ¿Cómo es mi cansancio? A veces no es el cansancio bueno, fruto de haberlo dado todo en la entrega. Así lo describe el Papa Francisco: «Está el que podemos llamar el cansancio de la gente, el cansancio de las multitudes: para el Señor, como para nosotros, era agotador, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí». El cansancio bueno lo ofrecemos. Todos podemos estar cansados al final del día cuando nos hemos dado por entero por amor. El cansancio malo nos envenena, nos quita la paz, nos hace sentirnos culpables. ¿Cómo es mi cansancio? Una vida que no ama me cansa y me llena de pobreza. Me llena de soledad. Me deja vacío. Me sorprende, me conmueve siempre de nuevo, ver el mal a mi alrededor. El mal que cansa. El mal que agota. El mal que envenena. En corazones llenos de rabia, de ira, de odio. En corazones que han perdido el sentido de la vida. Desesperados arañan luz a las sombras. Pero no logran encontrar paz en el camino. Viven en medio de la noche. El mal agota el alma. Un corazón emponzoñado no puede vivir con paz. Un corazón que no perdona no puede tener paz. Se cansa de no amar. Se cansa de odiar. Se cansa de buscar el mal, de querer el mal de los otros. Se desangra en la crítica, en el juicio, en la condena. Se desgasta en la queja y en las agresiones. No hay paz. Un corazón así no tiene paz. Jesús viene para quedarse y darme su paz. Viene para llenarme de su presencia. ¿Una comunión puede cambiar mi forma de mirar y de amar? Una comunión sola no basta. Recibir a Jesús una sola vez no es suficiente. Es necesario hacerlo con frecuencia. Una y otra vez compartir el pan, compartir el vino, su Cuerpo y su Sangre. Ofrecer mi vida. Recibir la suya. Dejar lentamente que su amor vaya siendo mi amor. Su mirada la mía. Para vencer el cansancio malo que se me pega al alma. Para no dejarme llevar por ese mal que veo a mi alrededor y me hace tanto daño. Para que no sea yo instrumento de ese mal, de ese odio, de esa ira. Jesús se queda conmigo para cambiar mi mirada y mi amor, para hacerme distinto. No sólo se queda a mi lado. Se queda en mí, en mi carne, en mi alma. Su cuerpo en mi cuerpo. Su sangre en mi sangre. Me hago más como Él. Y Él se queda para hacerlo todo nuevo en mi vida. Para cambiar mi forma de ser, de estar. Cambia el cansancio en paz. La huida en encuentro. La ira en abrazo. Me calmo al tocar su cuerpo. Me quedo quieto al notar su presencia. Quisiera tener la fuerza para abrirme a Él cada día. Dejar de buscar caminos propios lejos de Él. Comenzar a besar la vida tal como Dios me la regala. Sembrar amor allí donde hay odio. Sembrar paz en medio de la guerra. El amor verdadero no cansa nunca, siempre me descansa. El amor verdadero me da una paz verdadera que antes no conocía. Es remedio para el camino. Alimento para mi hambre.
Esta fiesta de hoy me habla de esa generosidad que llega al extremo. Jesús se ha partido para llegar a todos los corazones. Y me pide que yo me parta como Él se parte por mí. Decía el P. Kentenich: «Cada día participo en la misa y me dejo clavar con el Señor en la cruz. Cada día pendo decididamente de mi propia cruz, o bien, cada día doy al Señor la oportunidad de llevar su cruz, con mi originalidad, hasta la próxima eucaristía»[2]. Me cuesta esa generosidad que me hace partirme por amor. Partirme por entero. Esa generosidad que me descentra y me lleva a amar más, a amar partido, roto, vacío. Y me invita a ponerme en camino hoy, no mañana. Porque a veces me canso y dejo todo para mañana. O busco mi comodidad, mi cueva en la que me guardo. O me da miedo pensar en una generosidad sin medida, siempre, todos los días, abierta a todos. Decía el P. Kentenich: «Hoy Cristo quiere morir en mí. Hoy. No mañana. Una de las más grandes tentaciones del demonio: ¿Vivir toda una vida en forma tan sublime y con tal profundidad religiosa y moral? ¿Quién puede resistir algo así? La respuesta es: ¡Hoy, sólo hoy! Tengo esa responsabilidad sólo por veinticuatro horas. De eucaristía en eucaristía. Las gracias que necesito para bajar hoy a la arena de mi vida, las recibo cada mañana en la santa misa»[3]. Hoy puedo partirme y morir un poco, morir por completo. Hoy, sólo me pide que lo haga hoy. Eso me da paz. Un día es posible. Y mañana de nuevo la petición. Mañana, otro día. Y después cada día recibo la fuerza para partirme, para morir un poco más. Cada día recibo más fuerza. Pero sólo por ese día. Creo que la fidelidad se construye así, día a día. Sueño con el siempre. Vivo en el presente. Recibo la fuerza para dejar de pensar en mí y en lo que yo necesito. Para dejar de mirar mi dedo, mi ombligo, mis miedos, mis ansias. Un día. Sólo un día para dar la vida por entero, sin miedo. Me conmueve pensar en ese amor de Dios que se conjuga sólo en presente. Me ama hoy. Por entero. De forma total. Me ama en este momento en el que me vuelvo hacia su cruz. Es el amor presente de Jesús a mi lado. El viático para recorrer las horas de mi día. Las horas de mi presente. A veces me da miedo el abismo de lo eterno. Ese siempre sin fecha de retorno. Ese presente continuo que se derrama en un futuro incierto. Me asusta. Y vuelvo entonces a notar la presencia de Jesús hoy. Para hoy. Para las próximas horas. Desaparece el miedo. El hoy lo consigo. El hoy es posible. Siempre, en el camino de Santiago, donde la meta final está clara, lo que permite caminar un día más es saber a cuánto está el siguiente pueblo, el siguiente albergue. Da igual su nombre o su importancia. Lo importante es saber cuántos kilómetros me faltan hasta la siguiente parada. Cinco, siete, diez. Es posible. El camino es posible. Luego contaré, mirando hacia atrás, cuánto llevo. Y celebraré con alegría el camino recorrido, los aniversarios celebrados. Pero me centro en el hoy, en los kilómetros de hoy, en mi vida partida hoy. Con renuncias, sacrificios y alegrías. Hoy. Sólo hoy. Eso me salva. Cuando acompaño a un matrimonio que celebra sus bodas de oro siempre me conmueve pensar en tantos días en que el corazón se ha partido. Tantos días de fidelidad, uno tras otro, kilómetros y kilómetros. Tantas horas de amor partido. Es un milagro esa fidelidad constante. Comenta el Papa Francisco: «Se confunde, a menudo, la fidelidad y el aguante. Aguantar significa resistir el peso de una carga, y es condición propia de muros y columnas. La fidelidad supone algo mucho más elevado: crear en cada momento de la vida lo que uno, un día, prometió crear. Debemos grabar a fuego en la mente que la fidelidad es una actitud creativa». Cada día me comprometo de nuevo a crear una vida según Cristo. A crear horas santas, una entrega santa. Creativo en un amor que se hace de nuevo cada mañana. La fuerza creadora de mi vida. Me comprometo de nuevo a amar hasta el fondo del alma de forma creativa. Me comprometo a cuidar el camino que Dios me ha regalado. Ahora y siempre. No simplemente aguanto y soporto lo que me toca vivir. El amor que Dios me pide va mucho más allá, más lejos, crea vida. Me comprometo a ser fiel de forma creativa. Haciéndolo todo nuevo, cada día nuevo. Desde lo más hondo de mi vida. La fidelidad se juega aquí y ahora. En medio de mi camino Dios me anima a ser fiel, a darme por entero. A no guardarme con egoísmo pensando en el futuro. Quiere que mi amor se entregue sin reservas. Aquí y ahora. En cada eucaristía Jesús me enseña a partirme, a darme, a ser para otros pan partido. A llegar a todos con mi vida limitada, rota, herida. Me emociona pensar en la fe de Jesús en mí. Cree en mi fidelidad. Cree en mi sí repetido cada mañana.
Hoy Jesús me pide que viva con intensidad la eucaristía para así vivir mi vida con la misma intensidad. Decía el P. Kentenich: «Si vivo así mi vida de ofrecimiento, en forma sobrenatural, en y con Cristo, es evidente entonces que muchas veces seré transformado en Cristo. Todas las acciones durante el día deben llegar a ser una reiteración constante del ofertorio, de la consagración y de la comunión»[4]. Si vivo cada parte de la misa intensamente podré llevar esa actitud a mi vida. La actitud del perdón. Cuando necesito perdonar a otros. Cuando me hace falta ser perdonado. La escucha de la Palabra de Dios. Cuando quiero aprender a descubrir su voz en medio de mi día. La petición constante por mis necesidades. Porque Jesús me escucha cuando le suplico. La actitud del ofrecimiento de lo poco que tengo: «No tenemos más que cinco panes y dos peces». Porque sólo si me ofrezco Jesús puede tomarme en sus manos. La consagración en la que Jesús se hace carne en mis manos. Y yo me hago más de Dios en las suyas. El gesto de postrarme y partirme en las manos de Dios. Cuando siento que Jesús se parte en las mías. Para que otros tengan vida: «Dadles vosotros de comer». Hay partes de la misa que vivo de forma más intensa que otras. ¿Qué parte de la misa es la parte que más me toca? ¿Qué parte de la misa vivo más intensamente? Vivir la eucaristía es prepararme para ser eucaristía, para ser yo mismo el cuerpo de Cristo que se parte por amor y se entrega sin reservas. A todos. Cada vez que parto el cuerpo de Cristo es como si se partiera algo dentro de mi alma. Ese ruido del pan al partirse. Jesús se parte en mis manos. Yo me parto en las suyas. ¿Tomo conciencia de cada momento de la misa? ¿O la vivo pensando en otras cosas? En el pasado que me preocupa. En el futuro que me angustia. Quiero acercarme a Jesús con las manos vacías. Sólo tengo unos panes y unos peces. Tengo muy poco y son muchos a mi alrededor los que tienen hambre de amor. No puedo calmar el hambre de todo el mundo. No puedo. No bastan mis talentos, mi capacidad de amar, mi tiempo. Eso lo sé. No puedo. Pero a veces me confundo y grito como ese niño del que hablaba antes: «Mamá, ¿yo puedo?». Tal vez pienso que no es posible. Que sólo mis panes y mis peces no son suficientes. Y los puedo guardar por miedo a perderlos. Jesús cree en mí. Cree en ese poder escondido debajo de mi impotencia. Cree en mi capacidad para amar oculta bajo gestos hoscos. Cree en mi potencialidad para crecer cuando parece que soy frágil y débil y la derrota es segura. Sí, Jesús cree en mí. Sí, yo puedo calmar la sed y el hambre de tantos. Parece pretencioso. Pero Jesús cree en mí mucho más de lo que yo creo. Y me pide que yo les dé de comer con tan solo unos panes y unos peces. Y me dice: «No dejes nunca de creer». Parece imposible. Me parece imposible. Pero yo quiero creer que puedo partirme hasta el extremo. Y me da miedo. Rezo con las palabras con las que rezaba una persona: «Sé Tú mi seguro y mi ancla. Enséñame a caminar sobre las aguas. Aunque parezca imposible. Dime ‘ven’ e iré. Y si no, ven a cogerme». Quiero confiar así en el poder de Jesús en mi vida. En el poder de mi cuerpo sobre las aguas. En ese milagro de mis manos al convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Por su palabra, creo. Porque Él vive en mí, puedo. Él puede hacer posible lo imposible. Puede hacer que mi palabra calme los corazones que viven angustiados. Y mis manos entreguen su bendición allí donde reina la ira y la violencia. Puede hacer que mis pies recorran caminos difíciles, valles oscuros. Puede darme un corazón más grande que el que tengo. Un corazón capaz de aceptar a más personas, querer a más hombres, cuidar a más necesitados. Él puede hacer posible la multiplicación de mis panes y mis peces cuando es tan poco lo que yo poseo. Puede si yo le dejo entrar en mi vida, si me entrego por completo sin esperar nada a cambio, si me ofrezco sabiendo que es poco lo que poseo. No importa nada. Él lo puede todo. Le basta mi sí para empezar a hacerlo. Puede hacer milagros con mi pan si yo no lo guardo egoístamente. ¡Es tan fácil ser egoísta con la propia vida! El corazón busca el descanso, busca protegerse en medio del cansancio. Busca el reposo en medio de la tormenta. Busca el silencio después de muchas palabras.
Jesús se conmueve al ver el hambre que tengo. Conoce mi sed y mi cansancio. Sabe lo que tengo y lo que me falta. Le conmueven mi soledad y mi cansancio. Le conmueve ver tanto dolor, tanta pena en el mundo que ha creado con tanto amor. Ha visto el sufrimiento del hombre y sufre por él. Sabe cuánto sufrimiento hay en el alma. Sufre conmigo. Decía Tim Guenard: «Si compartes tus penas con Jesús, ya no te pertenecen más. Hay gente que acude al sacramento del perdón, pero sigue hablando de sus sufrimientos. Es porque no se los han entregado a Dios. Pero si se los das, Él los acepta y te cura». Me gusta pensar que le puedo entregar mi dolor a Jesús. A Él le importa todo lo mío. Le importan mis alegrías y mis penas. Por eso le puedo entregar el dolor de los que sufren. Mi propio dolor y el de muchos. Tantas veces me toca ofrecerlo en la eucaristía. Dejo allí, sobre el altar, esos dolores que yo no puedo cargar solo. Esos dolores que pesan más que mi alma. Esos dolores que me hacen llorar en lo más hondo del corazón. A veces pienso al ver a otros: ¿Cómo se puede sufrir tanto y seguir sonriendo y creyendo? Es posible, porque yo lo veo. Es posible hacerlo con una fe inmensa. Necesito entregárselos a Dios. Necesito soltarlos para que Jesús los transforme. En los muros del Santuario, decía el P. Kentenich, se rompen nuestros dolores. Allí, en esas paredes que lo escuchan todo, lo guardan todo. María, a quien una espada atravesó el corazón, aguarda mi llegada. María, que abrazó entre lágrimas el cuerpo muerto de su hijo, me espera con las manos vacías dispuestas a recoger mis dolores, mi vida cansada. Es verdad que el dolor permanece después de haberlo entregado todo: «Comprendí que la oración no elimina el dolor físico ni la angustia psíquica. Pero sí proporciona cierta fortaleza moral para sobrellevarlos con paciencia. Sin duda, fue la oración la que me ayudó en cualquier momento de dificultad»[5]. Sé que el hambre de paz y felicidad puede llegar a ser muy intensa. Pero sé también que mi Dios no es un Dios impasible, estático, lejano, que me deja solo a mi suerte. No. A Él le importo. Es un Dios que se acerca y sufre a mi lado. Me sostiene. Carga con mis dolores, como yo cargo con los suyos. Me hace capaz de caminar más lejos. Un día más. Un kilómetro más. Sostiene mi cansancio. Me deja reponerme en sus manos. Es un Dios que sufre y se abaja a mi altura. Se arrodilla a mi lado dispuesto a sujetar los panes y los peces que le traigo. Lo poco que soy. Lo poco que cuenta. Toma entonces todo lo que yo tengo. Todo lo que poseo y es tan poco. Toma mi pena y mi sufrimiento. Toma mi vida y mis sueños. Lo toma todo entre sus manos y me bendice: «Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente». Toma mis dolores y también mis escasos bienes. Mi pobreza, mi debilidad. Toma también mi generosidad. La grandeza de mi alma. Mis palabras. Mis gestos de amor. Me gusta pensar que Dios puede hacer milagros con mis manos rotas. Puede cambiar el mundo con mi corazón frágil. Puede llegar conmigo allí donde yo no me atrevo a entrar. Con Él todo es posible. Con Él en mi alma, en mi cuerpo, en mi sangre. Y me pide hoy que sea valiente: «Haced esto en memoria mía». Me pide que lo haga por Él, en Él, con el amor que recuerda su amor. Me impresiona su petición. Yo puedo hacer lo mismo que Él hace. Repitiendo sus mismas palabras. Puedo repetir sus gestos. Puedo tomar en mis manos rotas el dolor de tantos y entregárselo a Él con confianza. Puedo ser Él. Y Él cree que yo puedo. A veces me gustaría decirle a la gente que se vayan a sus casas. Como los discípulos ese día. Que busquen la paz en otra parte. Que yo no poseo lo que ellos buscan. Pero miro a Jesús en la cruz. El costado abierto. Miro su cuerpo en la patena. Su sangre en mi cáliz. Él puede. Él pudo. Y tantos llegaron al pie de la cruz a beber de esa agua que brotaba de su costado. ¿Cómo decirle entonces que yo no puedo? ¿Cómo esconderme fingiendo que no he entendido nada? Jesús me mira. Cree en mí. Me pide que le entregue lo que tengo. Me pide que confíe en el poder del Espíritu en mi vida. En el poder de su presencia en mí que todo lo transforma. Me impresiona el poder de Jesús hecho carne. Me impresiona el poder de su Palabra cuando me abro y dejo que convierta mi vida en su vida, mi voz en su voz. Si me dejo hacer por su amor todo es tan distinto.