Hacia la Navidad de 2014, Loles y mi tercera hija, Nuria, lograron convencerme de que ésta pasara un año en Estados Unidos. La verdad no me hacia nada de gracia no verla en tanto tiempo y que fuera a casa de gente totalmente desconocida. Pero, en fin, por otro lado podría perfeccionar el inglés, conocer la maravillosa cultura americana y cómo es la gente de un país al que quiero y admiro e imbuirse –a Nuria le encanta- en el deporte americano, representando a su High School en competiciones excelentemente organizadas. Total, que Nuria empezó a pasar las pruebas de la agencia AFS, nos vinieron a entrevistar a casa, fuimos desembolsando mes a mes las cantidades económicas requeridas y, por supuesto, rezamos mucho para que le tocara una buena familia...
Cuando nos anunciaron a principios de agosto –pocos días antes de que se marchara- que el estado al que iría era Wisconsin, me quedé enormemente satisfecho. “Es una zona sana”, le dije a Nuria y a Loles. “Además, está llena de católicos”.
Nueve meses más tarde y gracias a la generosidad de los invitados a mi fiesta de 50 años, pudimos ir a visitarla. La verdad, ningún otro regalo me hacía tanta ilusión. La experiencia fue única y Loles y yo pudimos corroborar, de primera mano, el sitio tan sensacional en que Nuria está pasando este curso escolar y la gente tan maravillosa y también generosa con la que ha compartido este etapa tan importante de su vida.
Jon y Ann Weeden, el matrimonio con el que ha estado viviendo nuestra hija desde enero, nos acogió en su casa y nos dejó hasta un coche. Jon nos fue a recoger al aeropuerto de Chicago (más de dos horas de trayecto). En su casa nos esperaba Nuria, con todo su equipo de fútbol, algunos padres de sus compañeras, los entrenadores y, por supuesto, Ann, que había preparado dos enormes bandejas de lasaña para cenar.
Jon nos llevó al día siguiente a conocer el estadio de los Green Bay Packers. El hombre nos dedicó todo su tiempo. Nos enseñó la maravillosa empresa Kohler, nos preparó el desayuno cada día (tortitas, gofres, huevos revueltos) y nos mostró con detenimiento cómo preparan el sirope de maple en sus granjas.
Tuvimos la suerte que Nuria nos enseñara su Instituto, Plymouth, una institución pública alrededor de la que gira gran parte de la vida de los 8.000 habitantes del pueblo que lleva el mismo nombre. Sin pagar un solo dólar, los alumnos pueden realizar casi cualquier tipo de deporte (dependiendo de la estación del año), en un ambiente de equipo muy formativo; pero también pueden tocar un instrumento o participar en uno de los musicales que se organizan anualmente al más alto nivel. Aunque sus hijos son mayores, Jon y Ann, y gran parte del pueblo, siguen yendo a los eventos deportivos del Instituto, principalmente a los partidos de fútbol americano (en otoño), pero también a los de baloncesto (en invierno) o de fútbol (en primavera).
Nos sentimos muy orgullosos y contentos de cómo ha sido acogida Nuria en la comunidad, por sus compañeros del programa de intercambio (hay otro chico español, alemanes, turcos, un argentino y hasta un joven jordano), por sus compañeras de clase y del equipo de fútbol y por una serie de familias que le han hecho la vida muy agradable, potenciando además su práctica religiosa, como Vince y Melissa Juneau, el primer matrimonio que la acogió, los Gafney, su enlace para cualquier situación que se pudiera producir en la que ella necestira apoyo, o los Johnson, un matrimonio mayor que la tuvo cinco días en su casa. El señor Johnson (David) condujo 20 minutos para traernos a Loles y a mí dos bocadillos de mantequilla de cacahuete y mermelada para el viaje de vuelta a Barcelona. Por supuesto, Jon nos llevó otra vez al aeropuerto de Chicago el día que tocó volver.
El fin de semana redondeó las emociones de este viaje que fue un pedazo de Cielo en la tierra. Loles, Nuria y yo fuimos a Chicago donde, en la misma línea de súper generosidad, nos recibió en su piso mi prima, Ana. Su padre, Pepín, del que ya he hablado en otras ocasiones en este blog, la llamó y le dijo que nos invitara a cenar (era además cumpleaños de Loles), pero que no se le ocurriera llevarnos a un McDonald’s. “Llévalos a Gibsons”, le dijo. “Preparan una de las mejores carnes de Chicago”.
El sábado vivimos otra aventura espectacular, yendo a la Universidad de Notre Dame, en el estado de Indiana (esa visita merece otro post, ya me lo guardaré para cuando no tenga nada que escribir) y volvimos a Chicago para ser de nuevo invitados a comer, esta vez por Ira Miller y su fantástica esposa, Sharon. Ira es uno de los mejores periodistas deportivos que conozco. Fue presidente de la Asociación de Periodistas de Fútbol Americano Profesional (la que decide quién ingresa al Hall of Fame de la NFL) y, a pesar de que me conoció siendo yo casi un crío, hemos mantenido la amistad durante 25 años.
Para la misa del domingo buscamos con tiempo una iglesia a la que pudiéramos ir temprano, para volver a Wisconsin lo antes posible (los Juneau nos habían invitado a comer y los Johnson, a cenar). Al llegar a la dirección, después de dar unas vueltas un poco perdidos por la ciudad, nos dijeron que todas las misas del domingo habían sido canceladas, porque iba a haber una sola, en un parking abierto, para celebrar Pentecostés.
Total, que nos quedamos y pudimos participar de una ceremonia a la que asistieron más de 1.500 personas, al aire libre (y eso que el termómetro marcaba unos ocho grados). Habían cerrado un parking para celebrar la Eucaristía. La gente que paseaba por la calle miraba con curiosidad, pero con total respeto. ¡Excelente idea la de celebrar la venida del Espíritu Santo así!
Como podéis ver, hemos vivido un tiempo pascual muy intenso, buscando encontrarnos con el Señor. ¡Quién nos hubiera dicho, hace tres años, que el Encuentro sería al otro lado del Atlántico!