“El mundo se mueve por amor. Se arrodilla ante él con reverencia”.
No es una frase mía, es de la película “El bosque”. Y me parece fantástica.
Creo firmemente que estamos necesitados de palabras y gestos de amor desinteresado. Es una de las hambrunas de nuestro mundo; una hambruna que, de forma más lenta y silenciosa, también mata.
Desde el amanecer hasta la noche somos exigidos. En casa, en el trabajo o incluso entre amigos. En el ámbito público, y también en el privado. Siempre salen a relucir nuestras carencias, nuestros errores, los reproches. Todo aquello bien hecho era nuestra obligación, inmerecedora de reconocimiento; sin embargo, en cuanto no lleguemos a algo, se levantarán voces reclamando nuestra falta. “Siempre negativo, nunca positivo”, que diría Van Gaal.
Es una vorágine atroz que nos destruye; entre jefes, empleados, esposos, padres e hijos, amigos… ninguno podemos dar la talla. Se puede tener la ilusión de darla, pero es vana ilusión, que antes o después, cae.
Es por ello impresionante el poder que tienen las palabras de aliento y de amor, que nunca están de más, que nunca sobran. Reconocer el esfuerzo de cada día, la labor hecha, y ser agradecido; por aquellos con quienes compartes tus días, por su trabajo, por su dedicación. Hacer sentir especiales a aquellos que nos rodean; importantes para nosotros. Es algo que no tiene precio, que derriba todo muro por alto que se nos antoje.
Y en la familia más que en ningún sitio. No vale dar los sentimientos por supuestos. Un día sin un te quiero es un día perdido. De los te quiero se alimentan esposos e hijos. Nunca son demasiados, nunca son inoportunos. Nada sana más. Nada fortalece más. Nada da más seguridad a nuestros pequeños. Nada sostiene más a los esposos.
Y también entre los amigos, y entre los hermanos de fe. Qué importante hacerlos sentir queridos, tal como son, sin tallas, sin fachadas, sin exigencias. Sí, llamando a la verdad, pero amando a la vez, recordando siempre cuán únicos son, y qué bendición es compartir la vida con ellos, más aún cuando es una vida de fe.
No creo que sea algo ñoño, ni utópico. Creo que es posible. Empezando por cambiar nuestro “refunfuñamiento” constante, desde que suena el despertador hasta que nos acostamos (más tarde de lo que queríamos, una vez más), por bendiciones a Dios. Viendo nuestra historia, y pudiendo decir “Señor, está bien hecha como está”. O como decía el santo: “amar lo que Dios quiere, querer lo que Dios hace”. Cuando estamos reconciliados con nosotros mismos y nuestra vida, es más fácil librarse de “la mirada sucia”, aquella de la que tanto se quejaba Resines en “Los Serrano”, y ver a los demás con ojos de misericordia, como nos invita la Iglesia en este año.
Y es que por esto clama este mundo nuestro. Mientras nuestras comunidades no sean espacios donde todo el que llegue se sienta especial, acogido, querido, consolado… mientras no cuidemos unos de la vida de los otros, porque nos importan, porque los queremos… la nueva Evangelización será un esfuerzo baldío.
Ojalá nuestros días se llenen de palabras dignas de ser las últimas que hayamos pronunciado. Nuestro mundo las necesita. Cada uno de nosotros precisamos de ellas.
No es una frase mía, es de la película “El bosque”. Y me parece fantástica.
Creo firmemente que estamos necesitados de palabras y gestos de amor desinteresado. Es una de las hambrunas de nuestro mundo; una hambruna que, de forma más lenta y silenciosa, también mata.
Desde el amanecer hasta la noche somos exigidos. En casa, en el trabajo o incluso entre amigos. En el ámbito público, y también en el privado. Siempre salen a relucir nuestras carencias, nuestros errores, los reproches. Todo aquello bien hecho era nuestra obligación, inmerecedora de reconocimiento; sin embargo, en cuanto no lleguemos a algo, se levantarán voces reclamando nuestra falta. “Siempre negativo, nunca positivo”, que diría Van Gaal.
Es una vorágine atroz que nos destruye; entre jefes, empleados, esposos, padres e hijos, amigos… ninguno podemos dar la talla. Se puede tener la ilusión de darla, pero es vana ilusión, que antes o después, cae.
Es por ello impresionante el poder que tienen las palabras de aliento y de amor, que nunca están de más, que nunca sobran. Reconocer el esfuerzo de cada día, la labor hecha, y ser agradecido; por aquellos con quienes compartes tus días, por su trabajo, por su dedicación. Hacer sentir especiales a aquellos que nos rodean; importantes para nosotros. Es algo que no tiene precio, que derriba todo muro por alto que se nos antoje.
Y en la familia más que en ningún sitio. No vale dar los sentimientos por supuestos. Un día sin un te quiero es un día perdido. De los te quiero se alimentan esposos e hijos. Nunca son demasiados, nunca son inoportunos. Nada sana más. Nada fortalece más. Nada da más seguridad a nuestros pequeños. Nada sostiene más a los esposos.
Y también entre los amigos, y entre los hermanos de fe. Qué importante hacerlos sentir queridos, tal como son, sin tallas, sin fachadas, sin exigencias. Sí, llamando a la verdad, pero amando a la vez, recordando siempre cuán únicos son, y qué bendición es compartir la vida con ellos, más aún cuando es una vida de fe.
No creo que sea algo ñoño, ni utópico. Creo que es posible. Empezando por cambiar nuestro “refunfuñamiento” constante, desde que suena el despertador hasta que nos acostamos (más tarde de lo que queríamos, una vez más), por bendiciones a Dios. Viendo nuestra historia, y pudiendo decir “Señor, está bien hecha como está”. O como decía el santo: “amar lo que Dios quiere, querer lo que Dios hace”. Cuando estamos reconciliados con nosotros mismos y nuestra vida, es más fácil librarse de “la mirada sucia”, aquella de la que tanto se quejaba Resines en “Los Serrano”, y ver a los demás con ojos de misericordia, como nos invita la Iglesia en este año.
Y es que por esto clama este mundo nuestro. Mientras nuestras comunidades no sean espacios donde todo el que llegue se sienta especial, acogido, querido, consolado… mientras no cuidemos unos de la vida de los otros, porque nos importan, porque los queremos… la nueva Evangelización será un esfuerzo baldío.
Ojalá nuestros días se llenen de palabras dignas de ser las últimas que hayamos pronunciado. Nuestro mundo las necesita. Cada uno de nosotros precisamos de ellas.