Esto lo podemos ver claramente en nuestra comprensión de los sacramentos, que en estos momentos son ritos sociales para los que se reclama que no nos discriminen en ningún sentido. Nos bautizamos en Nombre de la Trinidad, pero nuestra sensibilidad nos lleva a dar más importancia al acto y la pertenencia social que representa la celebración. Podemos ver los casos de personas que quieren que los padrinos de bautismo sean familiares o amigos que contradicen con su vida la fe cristiana. Si un sacerdote u obispo se atreve a señalar lo inadecuado de elegir este padrino o madrina, llueven insultos y críticas de todo tipo. Pero lo más interesante es que suelen trasladar el bautismo a otra iglesia o comunidad no católica sin problema alguno.
Por desgracia, nos sucede igual con casi todos los demás sacramentos. Incluso la confesión se llega a celebrar de forma totalmente comunitaria en algunas ocasiones. Los sacramentos que “se salvan” son el orden sacerdotal y la unción de enfermos. La unción de enfermos poco a poco también marcha hacia ceremonializarse de forma social. De hecho he escuchado que actualmente se organizan sesiones comunitarias para que los enfermos reciban la unción en grupo y que algunos reclaman que les permitan recibirla con frecuencia, alegando que se sienten discriminados si no pueden “participar” de nuevo. Quizás el orden sacerdotal siga ese mismo camino si se acepta la ordenación de diaconisas. Detrás de este reclamo se esconde la petición de igualdad de género y un fuerte sentido social del sacramento. En los medios de comunicación se llega a poner algunos ejemplos de pseudo “párrocas” que ejercen de maravillosas animadoras socio-culturales.
Recordemos lo que San Ambrosio de Milán nos dice del bautismo y fijémonos en todo lo que lo diferencia de nuestro actual concepto y vivencia sacramental actual:
Así, pues, aquel sirio se sumergió siete veces en la Ley (representada por el río Jordán: figura, a su vez, del Bautismo del Nuevo Testamento): tú, en cambio, fuiste bautizado en el nombre de la Trinidad. Confesaste al Padre, confesaste al Hijo, confesaste al Espíritu Santo. Recuerda lo que hiciste. Observa el orden de los hechos en esta confesión. Has muerto para el mundo y resucitaste para Dios, y, en cierto modo, fuiste sepultado en este elemento del mundo (el agua) y, muerto para el pecado, resucitaste para la vida eterna. Cree, pues, que esta agua no es vana. Por eso se te ha dicho que: “Un ángel del Señor bajaba cada cierto tiempo a la piscina y se agitaba el agua, y el primero que descendía a la piscina, después de la agitación del agua, se curaba de cualquier enfermedad que le aquejase”. Esta piscina estaba en Jerusalén y en ella se sanaba una persona al año, pero nadie se sanaba antes que descendiese el ángel. Para que se cayera en la cuenta que descendía el ángel, a causa de los incrédulos, se agitaba el agua. Para éstos era el prodigio, para ti es la fe. Para ellos descendía un ángel, para ti el Espíritu Santo. Para ellos se agitaba una criatura (el agua), para ti Cristo, dueño de la criatura, es quien obra en persona. (San Ambrosio de Milán. Los Misterios. IV, 21-22)
Los sacramentos son signos a través de los cuales la Gracia de Dios se hace presente en nosotros. La Gracia de Dios es la acción del Espíritu Santo que nos transforma. Por ello, es fundamental saber de dónde parten simbólicamente los sacramentos. San Ambrosio indica el episodio bíblico de Naamán que fue curado de la lepra en el Jordán y relaciona certeramente este acto milagroso con el bautismo. Hablar de símbolos no es hablar de apariencias o de fantasías culturales, sino de la profunda presencia de Dios en nuestra vida. La encarnación del Logos (Cristo) fue el gran símbolo de Dios en la tierra. Dios se hizo presente entre nosotros a través de la naturaleza humana que tomó de la Virgen María. Nadie con fe verdadera podría decir que la encarnación de Cristo sea una fantasía cultural, sino una verdad profunda y trascendente. Esa misma forma de presencia de Dios es la que vive en los sacramentos, aunque nosotros lo ignoremos o los reduzcamos a ceremonias socio-culturales.
Como dice San Ambrosio, mediante el bautismo hemos muerto al mundo, a la sociedad, a lo aparente, para renacer en el Reino, la Comunión de los Santos y lo trascendente. Cristo nos lo deja claro en el siguiente pasaje evangélico: “En verdad, en verdad te digo que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5). Pero el signo nunca es suficiente por sí solo. La presencia de Cristo no hizo que todas las personas que se cruzaran con Él se convirtieran mágicamente. La Gracia de Dios no es magia. Dios quiere salvarnos contando con nuestro sí, por eso es necesaria la apertura de corazón. Apertura que permite que la Gracia transforme y restaure la naturaleza herida que llevamos con nosotros. Dicho de una forma más actual: por coger en la mano una pastilla de antibiótico no nos curamos de la enfermedad que podamos tener. Tampoco que la guardemos en un cofrecito o que nos hagamos una foto familiar con la pastilla en la mano. Nos cura sabernos enfermos y humildemente tomar la medicina que el médico nos recetado. Mientras que la medicina actúa, nuestro comportamiento debe ser adecuado para que la medicina pueda llegar a curarnos. En resumen, sin confianza, arrepentimiento y compromiso verdadero y profundo, los sacramentos quedan latentes, poco más.