Proverbios 8, 22-31; Romanos 5, 1-5; Juan 16, 12-15
«Muchas cosas me quedan por deciros; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena»
«Un Dios que ama de forma tan palpable. Me conmueve. Ese Dios que se despoja de su distancia para hacerse cercanía. De su infinitud para hacerse finito. De su invisibilidad para hacerse visible»
Conozco algunas persona que creen tener siempre la razón. Nunca pierden una pelea. No se equivocan. Siempre tienen la última palabra. Cuando hablan sientan cátedra. No dudan. No temen. Con su silencio aprueban o rechazan las posturas de los otros. A veces, casi sin quererlo, uno busca su aprobación. Como queriendo saber si estamos en lo cierto o hemos fallado en nuestro punto de vista. No hay matices para ellos. O estás con ellos, o estás equivocado. No suelen cometer errores. Y si los cometen, tendrán atenuantes. No escuchan las críticas. Porque no las entienden. Llevan cuenta del bien realizado, no tanto del mal causado. No logro saber bien si su aparente seguridad es un don de Dios, un milagro de la naturaleza o un brote excepcional en una tierra regada de inseguridades. Los contemplo y me asombro. No sé si tienen de verdad paz en el alma, si están alegres, si no les amarga ver tantos errores cerca de sus vidas. No lo sé. Tampoco me preocupa tanto. Creo que no quiero tener razón siempre. Ni tener todas las respuestas. Si pierdo la paz en un momento, o me irrito, o me enfado, no quiero tener la razón. Simplemente quiero vivir mi momento, tenga razón o no la tenga. No quiero ir por la vida decidiendo si los demás están bien o mal. Si se equivocan o aciertan. Me basta con vivir mi vida sin grandes pretensiones. Sin querer erigirme en el criterio absoluto. Quiero aceptar mis errores y mis debilidades. Reconocerme a mí mismo mis miserias, mis inmadureces y no temer que otros las conozcan. Lo sé bien en teoría, Dios siempre me espera en su misericordia. Así lo decía el P. Kentenich: «Santa Teresita del Niño Jesús decía que ante Dios hemos de experimentarnos como seres pequeños, desvalidos. Vale decir, reconocer y confesar nuestra miseria; y confiar a toda costa en que el Dios eterno e infinito quiere recibir esa pobre creatura y que, en virtud del reconocimiento de nuestras debilidades, nos quiere acoger tanto más profundamente en su corazón. Por eso no desesperar ante nuestras faltas, porque también nuestros pecados deben ayudarnos a ser humildes. Al reconocer mi pequeñez, Dios me atraerá poderosamente hacia su corazón. Por tanto, no caer presa de la inquietud»[1]. Me gustaría mirarme con más misericordia. Y creerme de verdad que los errores y caídas, que me hacen más pequeño, son la llave maestra del corazón de Dios. Quiero mirar a Dios así, cada día, a cada paso. Reconocer que no acierto siempre. Que mi pecado me hace más humilde, más sencillo, más necesitado. Que no siempre tengo la razón. Aceptar que fallo y no soy esa imagen ideal que deseo dar de mí mismo, guardada en algún rincón de mis sueños más antiguos. Como si quisiera justificar con mi perfección mi semejanza con ese Dios Trino que me ha creado y me ama. Cuanto más me parezca a Él, más me tiene que querer. Parece ser un pensamiento grabado desde siempre. ¡Y es todo tan distinto! Que no me importe tanto perder peleas. Dejar de ser tomado en cuenta. Ser cuestionado en cómo hago o he hecho las cosas. Ser juzgado y condenado aunque sea injustamente. No quiero cuidar tanto mi imagen. Si de verdad me creo que Dios me quiere como soy. Si de verdad me creo que soy reflejo de la Trinidad, reflejo de un amor imposible. Si de verdad me creo que Dios sólo puede hacer cosas conmigo cuando me dejo, cuando me parto. Sin querer yo tener todas las riendas firmes. Todo claro. Nunca ser inmaduro ni perder los estribos. No alterarme por nada como en un estado de santidad perfecta que no logro ni siquiera mirar de lejos. Si de verdad me creyera que Dios es misericordia. Si me creyera que su amor por mí es incondicional y se conmueve cada vez que me derrumbo y caigo. Decía Tim Guenard: «Dios acepta todo nuestro sufrimiento. Pero la pregunta es si yo se lo doy. Creo que todo el mundo en algún momento se encuentra en la necesidad de llamar a la puerta de la misericordia. A mí me ocurrió. Creo que es una bebida de amor para todo el mundo. Todos somos pecadores. Para vivir la misericordia del amor, hay que aprender a escucharse, a mirarse y, definitivamente, perdonarse». Quiero creer más en el amor de Dios, en su misericordia infinita. Quiero confiar más en su espera paciente, en su mirada amable. No quiero vivir inquieto en un intento vano por ser perfecto a los ojos de Dios y del mundo. Todos somos pecadores. Todos necesitamos esa misericordia. Todos podemos ser puerta de misericordia para aquellos que no conocen el amor de Dios. Puedo abrir el corazón de ese Dios Trino que me ama con locura.
Creo que a veces en la vida puedo darle demasiada importancia a lo que hago, a lo que digo, a lo que logro. No quiero llevar cuentas del bien que hago ni del sacrificio que he sufrido. Aunque no sea reconocido no quiero llenarme de amargura. Me impresionó una reflexión que leí el otro día: «Santa Teresita habla de la pequeña santidad. No dar mucha importancia a todos los sacrificios que haga; tenerlos en poco. Cuando se hallaba en el lecho de muerte, una religiosa que la visitaba le dijo: -Hna. Teresa, ¡Qué hermosa vida ha tenido usted! Nunca tuvo dificultades, tampoco en la comunidad, donde usted siempre supo convivir. ¿Y qué hizo Teresita? Junto a ella había un frasquito con un medicamento rojo. La botella se veía hermosa. Teresita entonces dijo: observe este frasquito. Mi vida pareció estar siempre exenta de cruz y dolor; sin embargo fue un único y gran calvario, especialmente en el convento. Tendría razones para estar amargada. Amargo ha sido siempre el medicamento, pero jamás me amargué»[2]. ¡Cuánto cuesta llevar en silencio el sufrimiento! Vivir enfermo sin parecerlo. Sufrir sin hacer ver a todos cuánto sufro. Beber un medicamento amargo y no amargarme. Es fácil amargarse con las amarguras del camino. Me da miedo beber amarguras y volverme amargo. La vida es mucho más que mis dolores y sacrificios. Me conmovió mirar ese frasco de medicamento rojo. Bonito. Claro. Pero amargo. Y pensar en la vida de santos anónimos que conozco. Personas que llevan su vida con alegría, sonriendo, sin amargarse. Están enfermas y sonríen. Dios sabe cuánto sufren por la enfermedad, pero no se quejan. No parecen amargadas. Dan paz. Tendrían motivos para quejarse continuamente de la injusticia a ese Dios que permite lo injusto. Tendrían razones para elevar un canto de protesta y devolver amargura a todos los que viven tan felices. Pero ellos se mantienen con paz en medio de su calvario. Me conmueve. ¡Cuántas veces veo matrimonios en los que uno de los dos lleva cuentas del bien que hace o de los sacrificios que sobrelleva! Así es difícil amar. Así es difícil, en verdad, ser amado. Mendigo reconocimiento y aplauso. O compasión y más atención. Y tal vez nunca suceda. Y la amargura irá envenenando el alma y haciéndome incapaz de mirar la vida, mi propia vida, con alegría. Creo que sólo viviendo con paz lo que me toca vivir. Viviendo mi realidad sin llevar cuenta de mis méritos, puedo salir de mí mismo. Puedo amar y ser amado. Emprender un camino nuevo. Un éxodo. Sólo cuando me descentro empiezo a quitarle importancia a mis dolores. Sólo cuando aprendo a escuchar al que sufre y me fijo en el que está junto a mí y necesita más amor que yo, cesa mi queja y cesa mi amargura. Cuando me doy cuenta de la desproporción que hay entre mi sufrimiento y el sufrimiento de tantas personas. Dejo de mirar entonces a los que menos sufren y miro a los que sufren de verdad. Me gusta esa actitud ante la vida. Entiendo así que Dios me quiere en mi dolor, me rescata en mi sufrimiento. Leía el otro día: «La salvación consiste, sencillamente, en tomar a diario la misma cruz de Cristo, en aceptar como voluntad de Dios lo que cada día trae consigo, en ofrecer a Dios cada mañana todas las alegrías, las obras y los sufrimientos de la jornada. Consiste en levantarse todas las mañanas y en acostarse agotado. Puede consistir en un trabajo monótono, en un sufrimiento, en posponer los placeres, la felicidad o el amor que ansía el corazón humano para hacer lo que es preciso en ese momento»[3]. Me gustó esa mirada puesta en Dios para vivir la propia vida. Sea como sea. Y esa mirada es la que me hace salir de mí mismo al encuentro del otro. Dejo de darme tanta importancia. Dejo de tomarme tan en serio. Dejo de amargarme con las amarguras. Y entonces la vida cobra más sentido.
Me gusta pensar en un Dios que sale de sí mismo al crearme porque me ama. Un Dios que emprende un éxodo al hacerse carne. El amor no puede vivir centrado en sí mismo. No se agota en una reserva egoísta. El amor que no se da se pierde. No hay un amor autorreferente. Curiosamente la autorreferencia no es verdadero amor. Cuando vivo centrado en mí mismo. Cuando la medida del tamaño de mi dedo es la medida con la que vivo mi vida y la de los demás. No funciona. Nada funciona. Necesito cambiar de medida. Dios me hace ver que la encarnación es la renuncia a la medida de Dios para adaptarse a mi medida. Se adapta a mi cuerpo mortal. A mi cuerpo herido. Se adapta a mi amor limitado para mostrarme las posibilidades infinitas de mi vida. Se hace frágil para que yo comprenda que mi camino de felicidad pasa por saberme frágil, por quererme frágil, por no querer dejar de ser frágil. Dios se hace como yo, se descentra y me invita a mirar la vida desde sus ojos, desde su corazón, desde su medida que no tiene medida. Un amor que no puede contenerse en sí mismo, que necesita darse y salir. Dios necesita amarme. Su amor trinitario se derrama en la fuerza del Espíritu sobre mí. Me necesita para poder amarme. Ese pensamiento me da alegría. Un Dios eterno, que se hace tiempo. Un Dios sin espacio, que se hace terreno. Un Dios infinito sometido a la finitud. Y todo para que yo aprenda a tocar su amor infinito. Su amor de Padre, su amor de Hijo, su amor en la fuerza del Espíritu. Hoy lo escucho: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Un Dios que se abaja para que yo alcance a comprender algo de mi verdad más profunda. Sale de sí mismo y viene a mí, a lo más hondo de mi alma. A la hondura de mi pozo. A la inmensidad de mi mar. Viene para que yo no vuelva a sentirme solo. Para que no vuelva a vivir la desprotección. Me enamora ese Dios que sale de sí mismo y se descentra. Ese Dios que no espera, que sale a mi camino, que pierde su vida por sostener la mía. Me necesita. No se recrea de lejos en la belleza de su creatura. Viene a mí para que yo pueda experimentar levemente la inmensidad de su amor hacia mí. Me gusta ese Dios cercano. Ese Dios que no se queda en la lejanía de un horizonte inalcanzable. Ese Dios que no quiere ser alabado desde lejos. Un Dios que toca mi corazón. Un Dios que me abraza y me mira. Un Dios que me ama de forma palpable. Me conmueve ese Dios que se despoja de su distancia para hacerse cercano. De su infinitud para hacerse finito. De su invisibilidad para hacerse visible.
Se acaba este mes de mayo, este mes de María. En la fuerza del Espíritu Santo. A la luz de ese Dios Trino que viene a tomar morada de mi corazón inquieto. Quiero poner de nuevo mis ojos fijos en el corazón de María. Quiero mirarla a Ella. Es tan fácil olvidar los gestos de amor. Tan sencillo quedarme en un amor de cabeza. Me gustaría mirar a María como la miró José Engling. Él fue uno de los primeros congregantes enamorados del Santuario, uno de los primeros hijos espirituales del P. Kentenich. Rezaba José Engling en una ocasión: «Querida Madrecita, a ti te ofrezco todo lo que soy y poseo, mi cuerpo y mi alma, con todas sus facultades, todos mis bienes, mi libertad y mi voluntad. Quiero pertenecerte enteramente. Soy tuyo. Dispón de mí y de lo mío como quieras. Madre, haz de mí lo que tú deseas. Nada quiero pedirte. Solamente déjame que te quiera y te honre para siempre». Había consagrado su vida a María. Lo había puesto todo en sus manos. Ya nada temía. Cuando uno lo entrega todo a Dios, no retiene nada en sus manos. Cuando uno se vacía por entero, ya no teme perder nada. Es fácil vivir con angustias y miedos cuando tememos perder la vida, cuando tememos que nos quiten lo que poseemos y nos da seguridad. José era un hijo fiel de María. Sabía que el amor que no se cuida se pierde y el amor que no se cultiva se apaga. El amor que no se da, se agria. Sabía que le pertenecía por entero a Ella. Por eso le entregaba con alegría sus flores de amor. Le entregaba su vida como signo del amor que le tenía. Escribía en una ocasión: «Nuestro trabajo debe ser hecho como un servicio a Dios; todos nuestros actos deben manifestarse como una pertenencia de Dios». Él se sentía entera posesión de María. Y quería decirle todos los días cuánto la quería. ¿Qué flores le he traído yo a María a lo largo de este mes? Flores de amor de hijo. Locuras de amor por María. Mi servicio, mi entrega, mi amor pequeño y frágil. El otro día leía: «Quien conoce el bien que debe hacer y no lo hace es culpable». Santiago 4, 17. El bien que puedo hacer. Son mis flores. Es mi amor. Entrego mi amor y mis caídas, mis errores. Mi pecado. Mi anhelo de santidad. Mi lucha por ser fiel cada día. A veces nos pasa que no cuidamos nuestra relación con María y se enfría. Pequeños detalles de amor. En lo humano descuidamos nuestros vínculos. Él whatsapp a veces nos esclaviza, es cierto. Pero también puede ser una forma sencilla de decir cosas bonitas a las personas que queremos. ¿Cómo cuido el amor cotidiano? ¿Cómo regalo flores de amor en lo humano? Si no lo hago con aquellos a los que veo, con los que convivo. ¡Cuánto más difícil hacerlo con María, con Dios! Quiero cuidar mi relación con María. Cuidar el amor que un día sellé en forma de alianza de amor. Sentirme hijo en sus manos de Madre. Entregarle todo por entero. Una persona rezaba: «Querida María, quiero vivir de fe para darme por entero. No quiero dudar. Me necesitas con todas las personas. Te doy mi pequeñez, esa que me duele y que no me atrevo a reconocer. Ayúdame a entender, hazme receptora fiel del Espíritu. No me dejes sola nunca más». Quiero ser su instrumento. Quiero ser dócil a sus deseos. Quiero sentirme amado en lo más profundo por su amor cálido. Quiero entregar mis flores como un niño pequeño arrodillado a los pies de su imagen. Como un niño frágil que ha experimentado en su vida un amor inmenso, protector, un amor de Madre y no quiere volver a sentirse solo. No quiero dudar ni temer. Quiero entregarle todo lo que soy y tengo. Hoy renuevo ese amor a María. Ella me conduce a lo profundo del corazón de Dios Trino. Es ese remolino que no me deja tranquilo hasta que me lleva a lo más hondo del corazón de Dios. Decía el P. Kentenich: «Mientras pertenezcamos a María podemos estar seguros de que llegaremos con toda certeza a un ardiente amor al Redentor y a la Trinidad»[4]. Mi amor a María me lleva a amar más a Dios Trino. Soy entera propiedad de Dios.
Hablar de la Trinidad no es tan sencillo, es un misterio. Hablar de un solo Dios y tres personas. De un amor que se construye en un silencio eterno. De un misterio que mi corazón no abarca. No logro comprender el misterio. A veces me gustaría desentrañar todos los misterios de mi vida. Saberlo todo. Tenerlo todo claro. Vivo en una época en la que cuesta vivir con misterios. Todo ha de verse. Todo ha de tocarse. La admiración ante lo que no conocemos desaparece. Creo que perdemos algo queriendo desentrañar todos los misterios de la vida. Mi propia alma es un misterio inmenso que no acabo de descifrar. Una persona rezaba: «Te entrego de nuevo el misterio de mi vida. Invisible. A veces tanteando. Con las cuerdas humanas que me atan a tu corazón. Con mi anhelo de vivir mi vida según la tuya. Enséñame tu amor sin medida, sin pensar en mí. Sin pensar en mi tiempo. En mi deseo humano. Sí a dejarme el corazón por los caminos como Tú». Los misterios de mi propia alma. Soy un misterio para mí mismo y me olvido. O pretendo saberlo todo. Encasillarme para no perderme. Pensar que soy de una manera cuando soy de otra. Quiero tener certezas en lugar de dudas. Verdades absolutas en lugar de creencias. Quiero sentir que lo sé todo de mí. Que he descifrado todos mis enigmas. Y así me pierdo por los caminos queriendo ponerle un nombre exacto a mi vida. Encasillada. Presa. Quiero que otros me digan cómo soy. Me niego a aceptar misterios en mi propia vida. Me cuestan los misterios. Lo que no controlo. Lo que no abarco. Lo que no entiendo. Lo que no sé. Quiero arrodillarme ante el misterio de mi alma. Sin pretender conocerme del todo. Sin querer saberlo todo. Sólo así podré aceptar el misterio de las personas a las que amo. No quiero desentrañar todo el misterio de su vida cubierto por un velo de pudor y privacidad. Cada persona es un misterio. Y a veces me puedo mover por su alma sin respeto, queriendo entrar en sus partes más sagradas. El misterio del alma es sagrado. El misterio de las vidas de las personas que a veces puedo desparramar por el mundo. Como si todos tuvieran derecho a conocerlo todo. Queremos sacar conclusiones. Interpretar cómo son los demás. Los encasillamos. Nos sentimos seguros al creer que los conocemos de verdad, hasta lo más hondo. Olvidamos el misterio. Violamos la confianza. Desvelamos lo más sagrado de su vida. Desnudamos su intimidad. ¡Qué peligroso es no cuidar el misterio de las personas! No tengo derecho a saberlo todo sobre las personas a las que amo. No tengo derecho a forzar que abra lo más sagrado de su alma. Tengo que aprender a arrodillarme ante el misterio sagrado de su vida. Me detengo ante el misterio. Callo. Espero. Agradezco a Dios por poder ser testigo de su presencia misteriosa y sagrada. Sin querer conocerlo todo, saberlo todo.
Dios se revela de forma misteriosa en mi historia de salvación. Es un Dios que se hace historia para que yo lo conozca. Mi Dios es Trino porque como Trinidad se me ha revelado en mi historia. Lo he palpado como Padre creador y misericordioso. Como Hijo redentor que se hace hombre para caminar a mi lado. Como Espíritu vivificador al entregarse a mí en su presencia continua en mi corazón, en mi alma, para siempre. Sé que si logro acercarme a Dios desde mi experiencia, desde el camino de mi vida, lo conoceré de verdad. Tal vez no desvelaré por completo el misterio de ese Dios Trino. Pero sí sabré cómo me ama, cómo actúa y cómo es ese Dios que se manifiesta como Padre, Hijo y Espíritu. Es la experiencia de mi vida. ¿Acaso no he conocido un amor paternal que no se cansa de esperarme cada vez que me pierdo? Un Dios Padre que me busca, me espera, me aguarda. Un Dios que es Padre misericordioso y me mira con una ternura como nunca nadie antes me ha mirado. Dios es el Padre de ese hijo pródigo que se fue de casa y regresó hambriento. Es el Padre que va a buscar la oveja perdida. El Padre que abraza a la mujer pecadora. El Padre que llora ante la tumba del hijo muerto. El Padre que se conmueve y se alegra. Que se ríe y abraza. Conozco ese abrazo de Dios en mi pecado. El abrazo de Padre que no se queda en mi debilidad, que no se detiene en lo que tengo que educar en mi vida. Ese Dios Padre es parte de mi historia de vida. Entonces lo puedo decir, lo puedo nombrar: Dios es mi Padre. Lo puedo decir porque he notado su abrazo y su beso. Las sandalias nuevas en mis pies. La fiesta al verme volver a casa. El anillo de hijo en mi mano. Decía Tim Guenard: «Oí como un padre le decía a su hijo: - Estoy orgulloso de ti. Jamás había oído hablar a un padre así, los seguí durante horas. Yo soy un ladrón de amor, he aprendido copiando momentos de amor». Me conmueve esa reflexión. Un padre orgulloso de su hijo. Dios Padre está orgulloso de mí. Tal vez tengo que repetírmelo muchas veces para no dudar. Para no pensar que es sólo mi imaginación que me traiciona. Dios es Padre y está orgulloso de mí. Y quiere que yo sea hijo, dócil, alegre, inocente. Y que pueda así ser padre que les diga a sus hijos que está orgulloso de ellos. Quiere que sea padre a su manera. Quiere que sea reflejo de este amor trinitario. Un amor de Padre. Un amor imposible. Para Dios todo es posible. Me puede hacer padre. Copio esas escenas de amor. Esa escena de amor de Dios conmigo. Cuando me dice que me ama, que está orgulloso de mí. Me emociono.
Conozco a Jesús porque se ha manifestado en mi vida. ¿Acaso no ha sido Jesús quien me ha buscado por los caminos? ¿No he seguido sus pasos, no se ha hecho carne en mis propias manos? Conozco a Jesús y le quiero. Porque me he sentido hondamente amado por Él. En lo más íntimo. Ese Jesús que me llama por mi nombre y conoce mi verdad más auténtica. Una persona rezaba: «Te doy gracias Jesús por quererme como soy y no como a veces pienso que debería ser. Te doy gracias por mi pecado que me hace más humano. Por ser frágil y dejarme llevar por mis pasiones. Me quieres como soy sin dejar nada de lo mío fuera. Te doy gracias porque has hecho que mi corazón lata. Vibre y se enamore de la vida. Puedo hablar desde la tierra y desde el cielo. Sé que a veces toco el borde del precipicio y Tú me sostienes. Sé que Tú me abrazas, me sujetas con lazos humanos que me atan a esta tierra. Te doy gracias por las raíces hondas que has puesto en mi alma que se adentran en lo más profundo de tu corazón grande e inmenso. Gracias, Jesús, por caminar conmigo». Ese Jesús concreto de mi historia. Ese Jesús de mi camino. ¿Cómo negar que le conozco? ¿Cómo fingir que no lo he visto, que no me ha amado? Está en mi día a día. Vive en mi mismo lago, navega en mi misma barca. Y de la misma forma su Espíritu. ¿Acaso no he tocado el fuego del Espíritu en mi alma? ¿No he vibrado con su presencia viva? ¿No ha resonado mi alma con su voz? El fuego de Dios transforma mi vida. Pone palabras nuevas en mi boca. Le da un valor al corazón del que antes carecía. El Espíritu me levanta cuando me siento frágil. Me empuja cuando dudo. Me lleva donde no pensaba ir. Con su coraje venzo mi miedo. Jesús me habla en su Espíritu. Se encuentra conmigo en la fuerza de su Espíritu. ¡Cómo voy a dudar de su presencia cada vez que rezo, cada vez que hablo, cada vez que escribo! Lo toco con la punta de los dedos. Le veo con lo más profundo de mi mirada. Está ahí y mueve mi vida por los caminos más confusos. Pero no me deja. No me abandona nunca. No se detiene si yo sigo de largo. Va conmigo donde yo voy. Orienta siempre mis pasos. No quiero comprender lo incomprensible. No quiero desentrañar todo el misterio. Pero sí quiero conocer más a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Conocerlos más, amarlos más. Quiero ser sumergido en el misterio de la Trinidad, de ese Dios Trino que me ama con locura. Me ato a María. Ella me lleva a lo más hondo del misterio. Formo parte de ese amor. Me enseña Dios una nueva forma de amar. Me gustaría amar siempre así, como Dios me ama. En referencia al otro a quien amo. Saliendo de mí mismo. Descentrándome para darme por entero.
Me gusta pensar en un hombre hecho a imagen de la Trinidad. En un hombre que es reflejo del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Un hombre inhabitado por Dios Trino. Bendecido. Estoy llamado a ser un hombre trinitario. Un hombre pobre, vacío de mí y lleno de Dios. Un hombre anclado en lo más profundo del cielo y al mismo tiempo con los pies muy en la tierra. Una persona rezaba: «Me da miedo que el espíritu pierda la fuerza y dejar de soñar con las cosas imposibles. Me da miedo ser demasiado del mundo y demasiado poco del cielo. Pero sé que Tú estás ahí para recordarme de dónde vengo y adónde voy». Soy ciudadano del cielo en la tierra. Con esa tensión que provoca ser templo de Dios entre los hombres. Lleno de luces y de sombras. Volcado en la tierra y abierto a la luz del cielo. Quiero vivir así. Anclado y enraizado. Sujeto y atado. Perteneciendo a Dios. Siendo parte de los hombres. Es el misterio de la vida. Es el misterio de Dios. Siempre me supera. Un misterio de amor que no comprendo. El amor de Dios es imposible. Me desborda. Sin Él no puedo vivir. Tanto me amó Dios que me creó con infinito cuidado, soñando conmigo desde siempre. Me buscó, me esperó, salió a mi encuentro en tantas esquinas de mi vida. Me perdonó, me abrazó. Lo dejó todo, todos sus privilegios, para hacerse hombre y caminar a mi lado. Para tocarme con manos humanas, sanar, darlo todo y morir. Tanto me amó que se quedó conmigo en su cuerpo y en su Espíritu. Tanto me ama que quiere habitar en mí, para que sea más suyo. A pesar de mi pobreza, quiere que mi corazón sea su morada. Y ser luz para mis pasos. Susurrarme por dónde puedo ser más feliz, hacer más feliz a otros, amar más. ¿Quién es Dios para mí? ¿Cuál es mi experiencia más honda de Dios? Seguro que tiene que ver con mi sed de amor, con mi herida de amor. Justo ahí Dios se ha derramado en mi vida. Me ha sostenido. Me ha querido más todavía. Ha vuelto a morir por mí. En los momentos de desaliento sus ojos no se apartan de mí. Llena mi pozo vacío. Se derrama en la grieta de mi roca. En mi pecado. En mi dolor más hondo ahí está Dios abrazándome y diciéndome que vuelva. Me dice que me quiere, que me perdona, que me cuida. Me recuerda que no hay nada que haya podido hacer en mi vida que no pueda perdonarme. Todo es motivo para amarme y esperarme. Si me abro, si me dejo, Él entra. Él puede cambiar en mi vida lo gris en azul. Él tiene ese poder que me parece increíble, es el mayor milagro. Él ha convertido mis momentos de cruz en momentos de apertura. La amargura en paz. La renuncia en crecimiento interior. El dolor en ocasión para pedir ayuda y sentir que no estoy solo. La oscuridad en búsqueda. La angustia en esperanza. Él ha salido a mi encuentro tantas veces en mi desaliento. En tantos caminos de Emaús Él ha ido a buscarme. Porque me quiere. ¡Cuántas veces en mi vida he sentido que Dios volvía a buscarme y lo hacía sólo por mí! ¡Cuántas veces en mi vida he sentido su mirada de amor cuando yo le había negado previamente como Pedro! ¿Cuál es ese rostro de Dios que me busca? Ese rostro que me pide habitar en mi alma. ¿Cómo puedo vivir siempre a su lado? ¿Cómo puedo ser de verdad templo de la Trinidad? Si no hago más que ir y venir, si no hago más que buscar fuera de mí al que está muy dentro. Si no me abro permaneceré vacío y roto. Me gustaría que hoy, cada uno de nosotros, se hiciera esta pregunta: ¿Cómo han sido los pasos de Dios en mi camino, en mi alma, en la tierra más honda y árida de mi corazón? Dios, a veces delante, a veces detrás, a veces a mi lado, ha caminado siempre conmigo. ¿Cómo ha sido su mano, su mirada sobre mi vida? Quiero adorarlo. Alabarlo. Darle gracias. Hoy es un día de darle gracias por sus huellas ocultas en mi alma. Por su fidelidad. Adorarlo de rodillas, en silencio, mirarlo. ¡Cuántas veces me miro a mí mismo al rezar! Quiero mirarlo a Él y decirle que le quiero. ¿Cuál es mi oración de alabanza hoy? ¿Por qué le quiero dar gracias de forma especial? Una persona rezaba: «Gracias, Dios mío, por ir a mi lado, por esperarme, por ir a buscarme, por llegar a mí. Pasa dentro. Muy dentro. Hasta la hondonada de mi alma. Y quédate. Enséñame a sentirme querido por ti, a veces no me siento así, me cuesta creerlo. Y necesito creerlo. Enséñame a amar. Hasta que nos encontremos en el cielo, camina junto a mí». Le doy gracias porque nunca está lejos, porque es el Dios de mi vida, y se acerca cada día hasta mí. Porque toma mi corazón y lo va modelando, con mi pobreza y mi riqueza, con mis montes y mis valles, con mis sueños y mis miedos. Con mis caminos de luz y mis caminos de renuncia. Con mis odios y mis amores. Con mis síes y mis noes. Hoy alabo a Dios porque su amor es más fuerte. Porque me ama desde siempre, porque cada día, lo deja todo por mí para llenar mi pozo vacío, mi alma seca. Porque me ama como soy y no como debería ser. Ser hijo es lo más bonito que puedo ser. Hoy de nuevo quiero ser hijo y decirle a Dios que tome el timón de mi vida. Él sabe mejor que yo el rumbo hacia el cielo. Le entrego mis proyectos y decisiones. Sin condiciones. Sin pedirle que lo haga a mí manera. Quiero estar junto a Él, tal como soy. Quiero que me lleve en sus manos, que sea mi descanso, mi refugio, mi roca. Que me enseñe a amar un poco según Él. Amar sin medida, sin límite, sin condiciones. Parece imposible. Pero la cruz lo hizo posible para mí. Le doy gracias porque mi vida sin Él estaría vacía, y con Él está tan llena. El templo de mi alma lleno de Dios. De ese Dios Trino que hace morada en mí. Hoy es un día para mirar cuánto me ama Dios a mí de forma concreta. ¿Conozco su forma de llegar a mí? Esa forma que sólo usa conmigo. Porque conmigo usa un camino que nadie sabe, que sólo es para mí. Sí, quiero ser templo de Dios. Quiero vaciarme de mí mismo para llenarme sólo de Él. Le pido hoy a Dios ese milagro.
[1] J. Kentenich, homilía Milwaukee 1965, La mirada de misericordia del Padre, Textos escogidos. P. Peter Wolf
[2] J. Kentenich, Conferencia Roma 1965, La mirada de misericordia del Padre, Textos escogidos. P. Peter Wolf
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[4] J. Kentenich, Charla a las Hermanas, 1947