A veces, la sinceridad es el pasaporte
de la mala educación.
-Enrique Jardiel Poncela-
Un niño de unos 8 años, aproximadamente, observa cómo su madre se pone crema en la cara.
- ¿Qué te estás poniendo en la cara, mamá?
- Es crema para las arrugas, hijo.
- ¡Ah!, pues debe ser muy buena esa crema, mamá, porque cada día tienes más arrugas.
Todos tenemos experiencias de lo crueles que resultan los niños con su sinceridad espontanea. Ellos no son conscientes de que cuando decir la verdad duela, no hace bien; hace daño.
No conozco a nadie que no se considere sincero, pero para algunos, ser sincero no es decir la verdad, sino ser desagradable, hiriente, insultante, grosero.
Y cuanto más zafio es, más sincero se considera. Y, como siempre encontramos razones para justificarnos, disculpan su crueldad por el bien supremo de la verdad.
Pero decir la verdad no tiene nada que ver con la mala educación. La franqueza puede doler, pero nunca molestar ni herir.
No conviene olvidar que cuando decimos lo que pensamos, podemos ser sinceros, pero estar equivocados.
Confundimos la verdad con nuestra verdad. La más elemental prudencia nos debe llevar a ser humildes y, cuando damos una opinión, ser conscientes de que nos podemos equivocar.
Las palabras pueden destruir o pueden edificar. Cuando se trata de hacer comentarios negativos es mejor callar o decir aquello que puede elevar la autoestima del prójimo.
Ser honestos quiere decir expresarse libremente sin tener que herir ni irrespetar los sentimientos de nadie.
Ser sinceros no significa ser hirientes ni ofensivos, significa hablar con la verdad para impulsar a otro a ser mejor.
Hay que decir la verdad con caridad, porque, para ser eficaz, caridad y verdad nunca deben estar reñidas.
Fundamental atender a lo que decimos; pero importantísimo atender a cómo lo decimos, porque no vaya a ser que, a fuer de ser sinceros, llenemos de arrugas la cara del prójimo.