Hay cosas importantes que, a veces, pasamos por alto, al tenerlas como valores entendidos; es decir, algo que se da por hecho sin mayor crítica. Una de ellas se refiere al sentido de pertenencia que trae consigo el lenguaje simbólico. Todos queremos sentirnos parte de algo. Puede ser un grupo familiar o de amigos. Sin duda, para que pueda darse el vínculo más allá de la consanguinidad, deben existir elementos afines o en común. Lo mismo pasa con la Iglesia. Podríamos hablar de una “teología del símbolo”, porque es un recurso pedagógico que encontramos en muchos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Sabiendo que se trata de la Palabra de Dios, reconocemos que él mismo ha querido ponerlo sobre la mesa como puente de comunicación con la humanidad en medio de la historia. Obviamente, no todo en la fe puede reducirse a una cierta simbología. Por ejemplo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, son algo literal, ¡real! Ahora bien, la liturgia, rica en significado, tiene elementos que nos transportan a hechos históricos a través de los símbolos que se emplean. Al hacerlo, nos volvemos parte de lo que se recuerda y renueva. Una liturgia descuidada, afecta al sentido de pertenencia dentro de la Iglesia. De ahí su relevancia. Así las cosas, tocaremos tres aspectos sobre el tema central: su pasado o antecedentes, la crisis que experimentó en el periodo post conciliar (término, reconocemos, un tanto ambiguo, pero práctico) y la necesaria recuperación. Ahora bien, ¿qué es un símbolo? La Real Academia Española lo define como “elemento u objeto material que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición, etc. La bandera es símbolo de la patria. La paloma es símbolo de la paz”. Tal asociación genera vínculos, afinidad, caminos conectados entre sí. Al ver la cruz, pensamos en la entrega de Jesús. Eliminarla, equivale a fragmentar una parte clave de nuestra fe, incluso dañando la cultura de muchas naciones que, más allá de la religión, encuentran en ella un elemento de identidad, convivencia y llamada a la tolerancia.
Antecedentes:
El símbolo ha estado presente desde el principio. Podemos encontrar un eco en el arte rupestre. A nivel teológico, la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), vista como acontecimiento histórico que irrumpió en la vida de Moisés, le dejó una impronta de Dios, iniciando así una relación espiritual que cambió el destino del pueblo de Israel. Aquella zarza, evocó al ser inteligente, a la causa de todo lo que existe. Jesús, a través de las parábolas, usaba símbolos que hicieron más accesible lo que enseñaba. Y claro, la Iglesia, tradicionalmente, los ha empleado para hacer presente a Dios en medio de las diferentes generaciones, porque es necesario entrar en relación con el misterio de la fe que, valga la redundancia, aunque misterioso, no por ello deja de ser digno de confianza, susceptible de ser razonado en la medida de lo posible. Antes bien, el símbolo evoca, vincula, relaciona una verdad fundamental. Es la forma, pero dirigiendo al fondo, a la esencia, a lo que verdaderamente importa. En las grutas romanas, como las de la basílica de San Pedro, encontramos símbolos de los primeros cristianos. Ya desde entonces eran su punto de encuentro, aquel rasgo en común que los hermanaba. Las Bellas Artes; sobre todo en medio de la influencia cristiana durante la Edad Media y, por supuesto, el Renacimiento, dejó constancia del valor simbólico en las expresiones materiales, artísticas, de las grandes líneas del evangelio.
Crisis post conciliar:
Antes de profundizar, debemos dejar muy en claro que el problema nunca ha sido es o será el Concilio Vaticano II, sino “lo que se dice que dijo”; es decir, la confusión que siguió a la clausura del mismo, debido a las interpretaciones subjetivas, al margen de las fuentes originales y, por ende, reales, históricas. Es verdad que, por ejemplo, en el caso del hábito religioso, se pidió una debida simplificación, pues algunos diseños escapaban a su verdadera naturaleza y significado, el problema de fondo fue –y sigue siendo, aunque en menor medida- que se confundió la simplificación con la eliminación sistemática. Uno lee los documentos conciliares y se impresiona positivamente del equilibrio y tino con el que fueron redactados. Por esta razón, la hermenéutica de la continuidad es la clave para evitar confundirnos y confundir. Los abusos litúrgicos, por citar un caso, no se deben al concilio. Si alguien apreciaba la liturgia era precisamente San Juan XXIII. Ahora bien, ¿qué otra causa provocó la crisis del símbolo? Los efectos de la secularización, pero también una intención, buena, positiva, pero que salió mal. Pensar que, al reducir al máximo cualquier expresión simbólica, vamos a decir, piadosa, los jóvenes se acercarían más. ¿Qué fue lo que realmente pasó? Se dio un efecto contrario. ¿Debemos seguirnos lamentando? No, al contrario, es tomar nota. La filosofía de la historia nos sirve precisamente para aprender del pasado y seguir avanzando de forma constructiva.
Recuperación:
¿Quiénes están recuperando el valor del lenguaje simbólico en el marco de la Iglesia? Nada más y nada menos que las nuevas generaciones. Justo el sector que supuestamente estaba siendo alejado. En realidad, los jóvenes –y no pocos adultos- aprecian las expresiones que dan un significado al pensamiento de la fe. Por ejemplo, los símbolos litúrgicos y, aunque nos salgamos un poco del tema principal, ¡la música sacra! Claro que no estamos refiriéndonos a que sea exclusivamente en latín, tampoco que se confunda con una función de ópera, pero sí cuidar qué tanto facilita la oración, el encuentro con Dios, porque el ruido de nada sirve. El que esto escribe, conoció a una compañera de clase que, sin ser del todo creyente, iba al Oratorio de San José, perteneciente a la congregación de la Santa Cruz en Montreal, por el gusto de escuchar el órgano. Es verdad que la fe es un compromiso, algo que no puede reducirse a un solo momento puntual del día, pero cuando falta, no podemos negar que es un primer paso, porque Dios también habla a través del arte. En otra ocasión, el autor, escuchó de un religioso el efecto que se produjo cuando sus alumnos lo vieron llevar el hábito. Dice que le hicieron varias preguntas. Entre sorpresa y sana curiosidad, pero ¡pusieron atención! Sobre la recuperación, entendida desde un punto de vista equilibrado; es decir, sin lecturas ideológicas, hay tres argumentos en contra que, aunque no los compartamos, vale la pena explorar, siguiendo el ejemplo de Sto. Tomás de Aquino que sabía plantear el cuestionamiento y la correspondiente contra argumentación. (1) Los símbolos no son garantía de compromiso espiritual y civil, (2) quizá lo que llama la atención es un cierto “folklore” y (3) puede significar un retroceso. Sobre el punto número uno, reconocer que la simbología, por sí sola, no le cambia la vida a nadie, pero tampoco estorba ni es la culpable de las inconsistencias humanas. Antes bien, acerca, despierta, interpela y eso es mejor que suprimirla. Frente al segundo punto, afirmar que la falta de símbolos a la que estamos acostumbrados, provoca que, al menor de ellos, haya sorpresa, pero con el tiempo y, ante el replanteamiento que se está haciendo, como en todo proceso, se asumirá con más calma y madurez. Acerca del tercero, señalar que nada tiene que ver con una postura reivindicatoria o de conquista. En vez de eso, se busca caminar en fidelidad creativa. Conocer, por ejemplo, los elementos del escudo del grupo juvenil al que se tiene un grado de pertenencia, permite comprender mejor el sentido de su presencia en la Iglesia y, por supuesto, en la sociedad, en el trabajo por un mundo más humano, capaz de incluir.
Conclusión:
El lenguaje simbólico, atendiendo la edad y momento de los destinatarios, tiene su peso y valor. Las nuevas generaciones lo buscan. Vale la pena escuchar sus inquietudes, formándolos para que no sea un pretexto para evadir, sino para crecer de manera integral, asumiendo el sentido de la fe en un marco de libertad.
Antecedentes:
El símbolo ha estado presente desde el principio. Podemos encontrar un eco en el arte rupestre. A nivel teológico, la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), vista como acontecimiento histórico que irrumpió en la vida de Moisés, le dejó una impronta de Dios, iniciando así una relación espiritual que cambió el destino del pueblo de Israel. Aquella zarza, evocó al ser inteligente, a la causa de todo lo que existe. Jesús, a través de las parábolas, usaba símbolos que hicieron más accesible lo que enseñaba. Y claro, la Iglesia, tradicionalmente, los ha empleado para hacer presente a Dios en medio de las diferentes generaciones, porque es necesario entrar en relación con el misterio de la fe que, valga la redundancia, aunque misterioso, no por ello deja de ser digno de confianza, susceptible de ser razonado en la medida de lo posible. Antes bien, el símbolo evoca, vincula, relaciona una verdad fundamental. Es la forma, pero dirigiendo al fondo, a la esencia, a lo que verdaderamente importa. En las grutas romanas, como las de la basílica de San Pedro, encontramos símbolos de los primeros cristianos. Ya desde entonces eran su punto de encuentro, aquel rasgo en común que los hermanaba. Las Bellas Artes; sobre todo en medio de la influencia cristiana durante la Edad Media y, por supuesto, el Renacimiento, dejó constancia del valor simbólico en las expresiones materiales, artísticas, de las grandes líneas del evangelio.
Crisis post conciliar:
Antes de profundizar, debemos dejar muy en claro que el problema nunca ha sido es o será el Concilio Vaticano II, sino “lo que se dice que dijo”; es decir, la confusión que siguió a la clausura del mismo, debido a las interpretaciones subjetivas, al margen de las fuentes originales y, por ende, reales, históricas. Es verdad que, por ejemplo, en el caso del hábito religioso, se pidió una debida simplificación, pues algunos diseños escapaban a su verdadera naturaleza y significado, el problema de fondo fue –y sigue siendo, aunque en menor medida- que se confundió la simplificación con la eliminación sistemática. Uno lee los documentos conciliares y se impresiona positivamente del equilibrio y tino con el que fueron redactados. Por esta razón, la hermenéutica de la continuidad es la clave para evitar confundirnos y confundir. Los abusos litúrgicos, por citar un caso, no se deben al concilio. Si alguien apreciaba la liturgia era precisamente San Juan XXIII. Ahora bien, ¿qué otra causa provocó la crisis del símbolo? Los efectos de la secularización, pero también una intención, buena, positiva, pero que salió mal. Pensar que, al reducir al máximo cualquier expresión simbólica, vamos a decir, piadosa, los jóvenes se acercarían más. ¿Qué fue lo que realmente pasó? Se dio un efecto contrario. ¿Debemos seguirnos lamentando? No, al contrario, es tomar nota. La filosofía de la historia nos sirve precisamente para aprender del pasado y seguir avanzando de forma constructiva.
Recuperación:
¿Quiénes están recuperando el valor del lenguaje simbólico en el marco de la Iglesia? Nada más y nada menos que las nuevas generaciones. Justo el sector que supuestamente estaba siendo alejado. En realidad, los jóvenes –y no pocos adultos- aprecian las expresiones que dan un significado al pensamiento de la fe. Por ejemplo, los símbolos litúrgicos y, aunque nos salgamos un poco del tema principal, ¡la música sacra! Claro que no estamos refiriéndonos a que sea exclusivamente en latín, tampoco que se confunda con una función de ópera, pero sí cuidar qué tanto facilita la oración, el encuentro con Dios, porque el ruido de nada sirve. El que esto escribe, conoció a una compañera de clase que, sin ser del todo creyente, iba al Oratorio de San José, perteneciente a la congregación de la Santa Cruz en Montreal, por el gusto de escuchar el órgano. Es verdad que la fe es un compromiso, algo que no puede reducirse a un solo momento puntual del día, pero cuando falta, no podemos negar que es un primer paso, porque Dios también habla a través del arte. En otra ocasión, el autor, escuchó de un religioso el efecto que se produjo cuando sus alumnos lo vieron llevar el hábito. Dice que le hicieron varias preguntas. Entre sorpresa y sana curiosidad, pero ¡pusieron atención! Sobre la recuperación, entendida desde un punto de vista equilibrado; es decir, sin lecturas ideológicas, hay tres argumentos en contra que, aunque no los compartamos, vale la pena explorar, siguiendo el ejemplo de Sto. Tomás de Aquino que sabía plantear el cuestionamiento y la correspondiente contra argumentación. (1) Los símbolos no son garantía de compromiso espiritual y civil, (2) quizá lo que llama la atención es un cierto “folklore” y (3) puede significar un retroceso. Sobre el punto número uno, reconocer que la simbología, por sí sola, no le cambia la vida a nadie, pero tampoco estorba ni es la culpable de las inconsistencias humanas. Antes bien, acerca, despierta, interpela y eso es mejor que suprimirla. Frente al segundo punto, afirmar que la falta de símbolos a la que estamos acostumbrados, provoca que, al menor de ellos, haya sorpresa, pero con el tiempo y, ante el replanteamiento que se está haciendo, como en todo proceso, se asumirá con más calma y madurez. Acerca del tercero, señalar que nada tiene que ver con una postura reivindicatoria o de conquista. En vez de eso, se busca caminar en fidelidad creativa. Conocer, por ejemplo, los elementos del escudo del grupo juvenil al que se tiene un grado de pertenencia, permite comprender mejor el sentido de su presencia en la Iglesia y, por supuesto, en la sociedad, en el trabajo por un mundo más humano, capaz de incluir.
Conclusión:
El lenguaje simbólico, atendiendo la edad y momento de los destinatarios, tiene su peso y valor. Las nuevas generaciones lo buscan. Vale la pena escuchar sus inquietudes, formándolos para que no sea un pretexto para evadir, sino para crecer de manera integral, asumiendo el sentido de la fe en un marco de libertad.