De entrada, tengo que reconocer que asistí a la reunión con todos los recelos, sospechas y cansancio que me producían las convocatorias de los centros docentes.

Sin embargo, en este caso había varios elementos nuevos: se trataba de la universidad pública donde hacía unas semanas había comenzado uno de mis hijos sus estudios, además en un sábado y, para colmo, como ya estaban matriculados, no se trataba de una   operación de puertas abiertas para atraer nuevos alumnos.

Tras la presentación de los profesores que ocupaban la mesa presidencial, la responsable de la Escuela de Ingeniería tomó la palabra para decirnos, más o menos, lo siguiente: “Somos conscientes de que han confiado en nosotros lo más valioso que ustedes tienen: sus hijos. En consecuencia, les estamos muy agradecidos y podemos asegurarles que vamos a tratar y a enseñar a sus hijos como lo que son: su bien más preciado”.

Estas sencillas palabras crearon un clima para mi más importante que la posterior información escolar o la visita a las magníficas instalaciones. El buen hacer de los días siguientes me demostró que no eran unas palabras de cortesía.

Traigo a colación esta anécdota porque me hizo pensar en cómo se pueden hacer bien las cosas y en una sociedad contaminada por la sospecha, actitudes como la narrada es un soplo de aire fresco.

En un artículo anterior aludí al clima de sospecha que ejerce la administración educativa, o por ser más exactos, los responsables de las políticas educativas respecto de los padres y profesores. Además de una injerencia innecesaria y peligrosa, genera un clima de desconfianza que es muy pernicioso para la educación.

Pero esa desconfianza, cuando no la indiferencia, también ha inundado el ambiente y las relaciones entre padres y profesores, especialmente a medida que van creciendo los alumnos. Ese clima es pernicioso para todos y los primeros perjudicados, al final son los propios alumnos. Por eso, los faros antiniebla de la sospecha no pueden ser otros que la confianza.

La desconfianza genera sospecha y ésta predispone a prejuicios que a su vez producen distancia y división.  

La sospecha es producto y, a la vez, causa del miedo, y el miedo no ayuda a crecer que es de lo que se trata en educación.

Si para educar a un joven se necesita a toda la tribu, una tribu desunida no puede educar: el niño o joven que observa, no ya criterios y valores distintos, sino también desconfianza mutua entre padres profesores, o bien explotará esas diferencias en beneficio propio alimentando las sospechas y divisiones, o bien será la primera víctima, desorientado y débil antes esas mismas diferencias.

Aunque haya personas cuyo comportamiento provoca la pérdida de confianza en él, eso no afecta a todos los miembros de los colectivos implicados en educación. Fiarse de cualquiera es una insensatez, pero desconfiar de todos es una insensatez mayor. Vivir es incompatible con la desconfianza total.  

No he entendido nunca cómo se puede permitir la crítica de los alumnos hacia los padres, ni hacia los profesores, como tampoco los prejuicios de padres y profesores entre sí.  Por el contrario, tengo siempre el recuerdo gozoso de los frutos que generan la complicidad mutua entre unos y otros cuando comparten preocupaciones, confidencias y esfuerzos por superar las dificultades y limitaciones que afectan al crecimiento personal, en todas sus dimensiones, del alumno.

Este clima fructífero es el que contemplo en algunos de los colegios donde la tarea de educar, siempre difícil, genera ilusión y magníficos resultados. Se trata, como decía la profesora citada al comienzo de que seamos conscientes, padres y profesores, que en la educación tenemos entre nuestras manos “el bien más preciado”.

En última instancia el éxito educativo, depende mucho de que esa complicidad y confianza mutua se deposite en los niños y jóvenes por parte de todos los que participan en su educación. Creer en sus capacidades, y despertar en ellos la autoconfianza es un anticipo del éxito. Por el contrario, los que no tienen confianza en sí mismo o perciben la falta de la misma por parte del educador está abocado a un fracaso seguro o, al menos, a un rendimiento muy inferior al que puede desarrollar.

Pero más importante que el rendimiento, es potenciar el núcleo de bondad que existe en cualquier humano. La confianza no es más que fiarse del otro, creer que el otro es bueno y por ello aceptarle como tal; en definitiva, la confianza es producto del amor y el amor produce seguridad, entrega, colaboración.

La educación tiene, en sus distintas vertientes, mucho paralelismo con el amor. Aristóteles decía que “amar es aprobar”, dar por bueno. Amar al otro es decirle: “es bueno que tú existas, tú puedes hacer cosas buenas”. En este sentido, el amor es anticipativo, ya que el amado actúa tal como se espera de él. Esto es lo que ocurre en la educación cuando hay confianza, a veces hay que ganársela y para ello hablar más de lo positivo que de lo negativo, observarlo todo, corregir poco y ensalzar mucho.

Otras muchas cosas serán necesarias para mejorar la educación, pero sin la confianza que depende de todos y cada uno de nosotros, será imposible una educación sana y exitosa en todos los ámbitos, tanto personales como sociales. A veces tengo la sensación de que el aire que respiramos está compuesto de oxígeno, nitrógeno y sospecha. Si queremos que sea respirable, cambiemos la sospecha por confianza. Cuesta poco y vale mucho.

JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD.