Hablar sobre la mística, exige como condición indispensable saber matizar; es decir, precisar a qué nos estamos refiriendo, pues es una palabra que puede llegar a utilizarse de forma tan general que perdamos de vista su significado en la tradición católica. Así lo explicaba el P. José Guadalupe Treviño M.Sp.S.: “místico, no en el sentido que suelen darle los profanos –éstos a cualquiera exaltación religiosa le llaman “Mística”- sino en su sentido genuino y teológico. Ni tampoco místico especulativo, como hay tantos que escriben de lo que han estudiado en los autores o comprobado en otras almas; sino místico experimental, que hable y escribe de lo que personalmente le ha acontecido…”.[1] Dichas palabras, fueron redactadas al principio de la biografía que le dedicó a Mons. Luis María Martínez en 1956, pero que siguen siendo válidas para entender que la mística –en el sentido católico de la palabra- no es un conjunto de sentimientos exacerbados, ligados al cosmos, a la sugestión o, en su caso, a los postulados de la New age, sino al vínculo espiritual y, sin duda, existencial, con Dios, por medio de Jesucristo. Es la experiencia de encontrarse con alguien y, desde ahí, orientar la vida. De tal forma que, parafraseando a Sto. Tomás de Aquino, el apostolado viene siendo como un desbordamiento de la contemplación. La diferencia entre un cristiano y un activista, es la fuente o causa de la acción. El primero, trabaja lo que antes ha contemplado. Por lo tanto, cuando el papa Francisco pide evitar que la Iglesia, entendida como el conjunto de bautizados y bautizadas, se vuelva una ONG, despierta y genera la toma de conciencia sobre la importancia de no quedarnos en una ideología, porque eso nos quita la libertad, aquella “chispa” que trae consigo la fe. El principal síntoma de un ideólogo es la queja sin implicación. ¡Cuántos piensan que con un clic en el mundo virtual, cambien el mundo real! Los místicos, aunque se mueven en el terreno de lo espiritual, no dejan de tener incidencia en lo que pasa dentro de la temporalidad de un día normal.

El secularismo no nada más se da en el ambiente “ad extra”. De hecho, existe el riesgo de que sea “ad intra” de nuestros grupos y comunidades. De ahí que el P. José Antonio Sayés (1944- ), hable en sus artículos y reflexiones sobre la “teología de la secularización”. Es decir, quedarse en forma, pero sin fondo o contenido. No se va Dios, sino que termina por ser relegado a una segunda, tercera o cuarta posición. Pasa al priorizar la sociología, descontextualizando conceptos como “pueblo”, que dentro del lenguaje teológico, hace referencia a Israel y, a partir del Nuevo Testamento, resalta la figura de la Iglesia que avanza hacia Dios, pero a menudo es tomado como las bases de la sociedad, bajo el formato de un cierto activismo político, centrado en la equivocada lucha de clases, propia del materialismo histórico. En efecto, la única revolución que se puede atribuir a Jesús es la de la conciencia. Muchos, opinan que no es suficiente, pero todo cambio empieza desde dentro, al despertar y encontrar el rumbo. El sentido de la fe es justamente concientizar. Los místicos, no obstante el hecho de vivir experiencias sobrenaturales, están dentro de la historia, de la realidad y, desde ahí, se vuelven agentes de cambio, suscitando experiencias y alcanzando nuevas gracias que, al final de cuentas, se materializan Por ejemplo, la congregación de los Misioneros del Espíritu Santo, antes de existir en el plano, digamos, material, fue concebida en la experiencia mística de la Venerable Concepción Cabrera de Armida (18621937). No desde un enfoque proselitista, ligado a un slogan, sino como relectura de su propia experiencia; sobre todo, en la línea o dimensión sacerdotal de la Iglesia, tanto de los ministros como de los laicos. Nuncia siguió una ideología, sino la luz intelectual de una experiencia, debidamente acompañada por sacerdotes capacitados que supieron leer en toda aquella efervescencia de sus escritos, la impronta del Espíritu Santo. Y así muchos otros casos verídicos.

Donde falta mística, aparece la ideología, porque hay un vacío. Quitar a Dios, implica poner algo o alguien que intente –aunque siempre de modo desastroso- reemplazarlo. Es decir, el surgimiento de alguna figura netamente ligada a la idolatría. Con Hitler, sucedió.

  El déficit de vocaciones, no solo a la vida religiosa, sino también el marco del matrimonio, tiene que ver con la falta de profundidad en el misterio de Dios. No para encerrarnos, desvinculando la fe de la justicia, pero sí para leer los acontecimientos con mayor profundidad. Por ejemplo, reducir los milagros de Jesús a meros signos, con todo el realismo que trae consigo, seculariza; es decir, cae en un racionalismo extremo. Es decir, se cubre el requisito de preguntarle a Dios, pero como mera formalidad, porque se deja de creer en su respuesta que, aunque desconcertante, centra, descentrando.

Entonces, ¿qué hacer para recuperar la mística? Vincular a Dios con la vida y tener momentos puntuales de silencio. En otras palabras, actuar, luego de contemplar, de discernir, de llevar a cabo una Lectio divina. No estamos diciendo que, ante una emergencia, haya que dejar a los heridos, por pasar antes a la capilla. Lógicamente, sería un absurdo. No, lo que se quiere subrayar es que, frente a los retos de nuestro mundo, no debemos actuar por mero impulso, algo de tipo mecánico y, por ende, ideológico, sino partiendo de la relación con Dios. Aplicar la fe, en vez de un simple programa social. Entender, por ejemplo, que el cuidado litúrgico, no choca con la necesaria prioridad de ayudar a los sectores menos favorecidos. Al contrario, la liturgia permite encontrar, en medio de tantas voces, la que viene de Dios y, desde ahí, ayudar mejor, porque Jesús toma el protagonismo, habla, actúa, participa y nos hace parte de su proyecto.

La ideología provoca que la Iglesia pierda personas, pues su esencia es evangelizar, compartir la fe. Quitar eso, aplicando una visión activista, no responde a las grandes preguntas y, por ende, deja de implicar, de comprometer en las acciones que van en la línea de hacer creíble la fe y opciones que de ella derivan. Nadie descubre su vocación a través de un estudio sociológico. Claro que tales investigaciones ayudan. De ahí que valga la pena aprovecharlas, pero entendiendo que no son el centro. Lo que atrae es Jesús a partir de la fe y de la razón. Experiencia que se abre a los demás, al conjunto. La mística católica es mirar más allá de lo aparente y superficial. El principal síntoma de su validez es que humanice al que la pone en práctica.

El místico, asume la realidad del mundo desde otra lógica. Ahí está el sentido de sus acciones, de la relación con Dios que genera cambios positivos. Por decirlo de alguna manera, contagia lo que ha recibido. Ese “contagio” hace que la Iglesia vuelva constantemente a las fuentes y, desde ahí, viva su misión con identidad.


[1] Treviño, J.G. (1986). Monseñor Martínez. Ciudad de México: La Cruz, p. VII.