A veces se razona contra la existencia de Dios mostrando la realidad del mal en el mundo: si Dios existe, es Todopoderoso y Bueno, no tiene sentido que consienta los crímenes, las guerras, los robos, las vejaciones de todo tipo que se cometen por los pecados de los hombres. Ellos, que juegan a aprendices de Dios, parece que hubieran creado otro mundo, quizá donde no hubiera libertad para equivocarse, pero no es así como lo ha querido Dios. El mal no es consecuencia de la libertad, pero la requiere. Si no tenemos capacidad de elegir, incluso el mal, nuestra vida estaría predeterminada y nuestras acciones morales no tendrían ningún valor.
Además, y es lo más importante, la libertad permite realizar el bien de modo consciente, eligiéndolo sobre otras opciones. Es más fácil que nos obedezca un perro que un hijo, pero es mucho más satisfactorio que lo haga un hijo, y es muy superior su cariño al de un animal, por muy noble que sea. Quizá por eso Dios quiso correr el riesgo de nuestra libertad, por eso quiere que pongamos algo, siquiera un poco, de nuestra parte. El trato con Dios debería emanar de una libertad íntima, de un amor libre, que no responde a ninguna presión externa. Tal vez uno de los mejores resúmenes de la vida cristiana venga de la pluma de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Los dos extremos de esta sencilla frase son imprescindibles para entenderla correctamente. Si amamos de verdad a Dios, haremos libremente lo que Dios quiera, porque nosotros lo querremos con todo convencimiento, como cualquier amor noble de esta tierra tiene por objeto agradar a la persona que ama. Si, por el contrario, hacemos lo que Dios quiere, pero sin amarle, nuestra vida será plana, mero cumplimiento de una normativa, de unos mandamientos impuestos desde fuera.
Con esa actitud estaríamos reduciendo el cristianismo a un catálogo de preceptos, convirtiendo los medios en fines. Apagando la libertad, encendemos la rutina y empobrecemos un amor que de suyo está llamado a ser infinito, porque Dios es inconmensurable. Como consecuencia de ese amor a nuestra libertad en el trato con Dios, tendremos también un profundo respeto a la autonomía de los demás, a su capacidad de decidir, aunque tomen opciones contrarias a lo que Dios les propone. Si Dios acepta esas decisiones que juzgamos equivocadas, ¿por qué nosotros vamos a impedirlas? Forzar la conciencia de nadie, incluso para obligarle a hacer el bien, parece una de las más flagrantes malinterpretaciones del querer de Dios. La conciencia es un santuario íntimo al que sólo podremos acceder si la otra persona nos abre su puerta, pidiendo ayuda. El cariño verdadero por esa persona nos llevará a implicarnos, a ayudar, para evitar algo que degrada a esa persona a quien queremos, pero sin saltar una verja que sólo puede abrirse desde dentro. Aquí, como en tantos aspectos, el equilibrio será difícil de obtener, pero es necesario. Tampoco es cristiana la indiferencia. Sin duda, detrás del supuesto respeto a las opiniones de los demás puede ocultarse la apatía por quienes nos rodean. Creo que lo expresa muy bien Susana Tamaro cuando afirma: “Detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse”
Si el respeto convive con la preocupación por los demás, surgirá de modo natural nuestra sugerencia en lo que consideramos decisiones equivocadas, respetando lógicamente su decisión. Dios, que podría cambiar inmediatamente a esa persona, no lo hace, y Él sabrá mejor que nosotros por qué. Él sólo quiere que nosotros sirvamos de altavoces de su palabra y de su vida, que nos impliquemos en ayuda a toda persona que nos rodea, también a descubrir la verdad, pero sólo ella puede llegar al convencimiento.
Además, y es lo más importante, la libertad permite realizar el bien de modo consciente, eligiéndolo sobre otras opciones. Es más fácil que nos obedezca un perro que un hijo, pero es mucho más satisfactorio que lo haga un hijo, y es muy superior su cariño al de un animal, por muy noble que sea. Quizá por eso Dios quiso correr el riesgo de nuestra libertad, por eso quiere que pongamos algo, siquiera un poco, de nuestra parte. El trato con Dios debería emanar de una libertad íntima, de un amor libre, que no responde a ninguna presión externa. Tal vez uno de los mejores resúmenes de la vida cristiana venga de la pluma de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Los dos extremos de esta sencilla frase son imprescindibles para entenderla correctamente. Si amamos de verdad a Dios, haremos libremente lo que Dios quiera, porque nosotros lo querremos con todo convencimiento, como cualquier amor noble de esta tierra tiene por objeto agradar a la persona que ama. Si, por el contrario, hacemos lo que Dios quiere, pero sin amarle, nuestra vida será plana, mero cumplimiento de una normativa, de unos mandamientos impuestos desde fuera.
Con esa actitud estaríamos reduciendo el cristianismo a un catálogo de preceptos, convirtiendo los medios en fines. Apagando la libertad, encendemos la rutina y empobrecemos un amor que de suyo está llamado a ser infinito, porque Dios es inconmensurable. Como consecuencia de ese amor a nuestra libertad en el trato con Dios, tendremos también un profundo respeto a la autonomía de los demás, a su capacidad de decidir, aunque tomen opciones contrarias a lo que Dios les propone. Si Dios acepta esas decisiones que juzgamos equivocadas, ¿por qué nosotros vamos a impedirlas? Forzar la conciencia de nadie, incluso para obligarle a hacer el bien, parece una de las más flagrantes malinterpretaciones del querer de Dios. La conciencia es un santuario íntimo al que sólo podremos acceder si la otra persona nos abre su puerta, pidiendo ayuda. El cariño verdadero por esa persona nos llevará a implicarnos, a ayudar, para evitar algo que degrada a esa persona a quien queremos, pero sin saltar una verja que sólo puede abrirse desde dentro. Aquí, como en tantos aspectos, el equilibrio será difícil de obtener, pero es necesario. Tampoco es cristiana la indiferencia. Sin duda, detrás del supuesto respeto a las opiniones de los demás puede ocultarse la apatía por quienes nos rodean. Creo que lo expresa muy bien Susana Tamaro cuando afirma: “Detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse”
Si el respeto convive con la preocupación por los demás, surgirá de modo natural nuestra sugerencia en lo que consideramos decisiones equivocadas, respetando lógicamente su decisión. Dios, que podría cambiar inmediatamente a esa persona, no lo hace, y Él sabrá mejor que nosotros por qué. Él sólo quiere que nosotros sirvamos de altavoces de su palabra y de su vida, que nos impliquemos en ayuda a toda persona que nos rodea, también a descubrir la verdad, pero sólo ella puede llegar al convencimiento.