La oración: ¡qué “misterio”!
En sentido cristiano, la oración es esencialmente un “misterio”. ¿Por qué? Porque es un don ante todo, y como don no proviene del hombre, sino de Dios. La realiza el Espíritu de Dios en el hombre. Y al mismo tiempo, con la simple colaboración el hombre. ¡Todo un misterio!
La oración es tarea nuestra en cuanto que ponemos a disposición de Dios nuestro tiempo, nuestra persona: nuestras condiciones naturales, nuestro espíritu, es decir, nuestro corazón disponible, atento y humilde, y ejercitando en él y desde él la fe, la esperanza y el amor. ¡Todo un misterio!
Por otro lado, la oración es obra de Dios, sobre todo de Dios. Con ella quiere, -según nuestras disposiciones interiores-, vivificarnos e impulsarnos por su Espíritu que habita en nosotros, desde la hondura más honda de nuestro ser…; y desde allí, desde nuestras mismas y más genuinas raíces, y sin violentar nunca la libertad personal, transformarnos en Él y capacitarnos para dirigirnos a Él como Padre con verdadera actitud filial e igualmente a los hermanos con no menos genuina actitud fraterna. Esto ocurre en la oración, dicho apretadamente. Podemos decirlo de otro modo: el Espíritu de Dios nos une y asocia a su misma corriente de Amor y no introduce así en el seno de la Trinidad: en la vida íntima y familiar de Dios. Esto ocurre en la oración dentro de nosotros mismos. ¿Y no es ese un profundo e insondable misterio divino escondido en el “pobre” corazón humano?
Para saborear con gusto y gozo algo de este misterio, propongo un texto-experiencia de quien ha vivido este misterio de oración y en la oración, san Juan de la Cruz (Cántico Espiritual, 1, 711):
¡Oh alma hermosísima más que todas las criaturas! ¡Ya sabes dónde se encuentra tu Amado (Dios) para buscarle y unirte con Él! Tú misma eres su morada. Tú misma es escondite donde está escondido.
¡Alegría grande debe darte saber que todo tu bien y esperanza está tan cerda de ti que está en ti misma! No puedes tú estar sin Él. Mirad:¡dentro de vosotros está Dios! (cf. Lc 17,21); porque nosotros somos templo de Dios vivo (2 Co 6,16).
¿Qué más quieres, alma, y qué más buscas fuera de ti, si dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción?¿Qué más puedes desear si en ti está la fuente que te sacia? ¿Qué más puedes querer si dentro de ti está tu reino, que es tu Dios, a quien buscas y deseas? Gózate con Él en tu recogimiento interior. Alégrate con Él ya que le tienes tan cerca.
Deséale ahí; adórale ahí; no vayas a buscarle fuera de ti porque te distraerás y cansarás y no le hallarás; no le podrás gozar con más certeza, ni con más rapidez ni más cerca que dentro de ti.
Me dirás que si está en ti el que ama tu alma, ¿cómo no le encuentras ni le sientes?¿Sabes por qué? Porque Él está escondido y tú no te escondes para encontrarlo y sentirlo.
Ya he dicho, ¡oh alma!, cómo puedes encontrar a Dios en el escondite de tu alma. Pero óyelo otra vez con palabra llena, sustanciosa, plena de verdad inaccesible. Búscale en fe y amor.
La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina. Meditando el alma y contemplando estos misterios, merece que el amor le revele lo que la fe encierra. Y esto es a Dios, a quien ella quiere unirse en esta vida por gracia especial, y a quien quiere ver cara a cara, ya no escondido en la otra vida.
Esta página merece toda la atención posible; toda la relectura posible; toda la amorosa oración posible. Vuelve a ella una y otra vez. Vuelve siempre que te sea posible. Es muy simple. Es una experiencia real honda y personal. ¡Es así y no de otra manera! ¿Te anima?
Y ahora, la práctica orante:
1.- Retírate y recógete (escóndete) en ese lugar ambientado que favorece el encuentro íntimo. Ponte en actitud receptiva y acoge todos esos mensajes que te comunica Dios a través de los símbolos que tienes ahí. Por ejemplo, besa la Palabra de Dios. Calla y acoge. Esa elocuencia quiere ahora penetrarte por dentro, llegar dentro, muy dentro de ti. Dios mismo está en ti… Silencio…
2.- Se me ha dicho que Tú estás en mí como mi propio Misterio. Sí, lo sé y lo creo: Trinidad Santísima, eres el misterio que me habitas…, soy tu cielo y tu templo… Me asombra tu Amor… Me asombra que me hayas querido hacer con esta capacidad de contenerte… y de transformarme… No sólo de estar conmigo en mí…, sino de estar en mí queriendo hacerme Tú, como Tú… (¿Será eso el cielo?..). ¿Será verdad?... Señor, Tú lo sabes todo…, yo… Tú sabes que te quiero… Me asombra…, pero sé y creo…, creo… Vive…, vive a tus anchas en mí… Quiero, sí…
3.- Quédate así y ahí, escondido con Él y abierto… ¿Y qué hacer? Pues eso: Estar escondido con Él en ti y abierto, es decir, disponible y amando en fe. Repítele acaso ese amén consentido que ya sabe… Deséale ahí… Adórale ahí…No tengas prisa… Sé paciente… Es éste un gran momento. Que nada te preocupe. Él se ocupa de ti y de tus cosas…, ya te ocuparás tú después con Él y cuando él lo quiere, de cuanto sea necesario. Ten ánimo. Ten fe. Calla y… mírale y admírale en fe y amor muy dentro de ti. No violentes nada. Fe y amor. Ten paz.
4.- Sí, ya se… Sé que estás dentro de mí por tu silencio… Porque escucho tu silencio… Ese silencio que silabea amorosamente mi nombre. Lo sé. Lo creo. ¡Tú silencio dentro de mí! ¡Qué elocuencia amorosa! Quien lo escucha y vive, vive de amores. ¿Hay algo más intenso y más extenso que un silencio enamorado?... ¿Qué el silencio enamorado de Dios?... ¿Qué mi silencio enamorado de Dios?... Todo esto es el Misterio de la oración, que acontece en tu corazón. Sé generoso. Disponible. Atento. Y goza en fe y amor. ¡Es posible!
5.- Todo esto… sin palabras. Han de ser tus actitudes interiores personales las que realizan este diálogo de fe y amor. Si esto no existe, lo demás no vale: ni sentimientos, ni emociones y menos las elucubraciones. Ha de ser una presencia, la tuya, que acoja aquella Presencia, la Suya, la de la Trinidad escondida en ti. Acepta…