Seamos francos, los ataques a la Iglesia son una realidad que no terminará nunca – al menos en esta vida terrena – por lo que el mundo idílico en donde podamos experimentar la Ciudad de Dios que describe san Agustín, será propiamente después de la segunda venida de Nuestro Señor, antes de eso, pues seguiremos en este valle de lágrimas en donde la vida del hombre será siempre una batalla[1], sin embargo nuestra misión en esta tierra no es pues, la de quedarnos en el banquillo observando cómo despedazan el honor de la Esposa de Cristo, sino que debemos defenderla siempre, con valentía, con argumentos y a veces hasta con la propia vida.
Vivimos en un mundo que se indigna por la muerte de un animal, pero que ignora con salvaje indiferencia el asesinato de cuatro monjas de la caridad en Yemen, un mundo que defiende con celoso fanatismo los caprichos de las minorías ideológicas, pero que mira a otro lado cuando se trata de defender el derecho a vivir de los niños abortados... en fin, vivimos en un mundo herido por el pecado, redimido por la Cruz de Cristo y lavado por Su Sangre – en tanto y cuanto quiera estar limpio –, en donde se contrastan realidades diversas, desde los hombres de Dios que buscan ser la sal de la tierra[2], hasta aquellos que rechazan el mensaje de la salvación y teniendo la posibilidad habrían de crucificar al Hijo de Dios nuevamente. ¡Este es el mundo por el que murió Jesús! Y nosotros cristianos estamos llamados a renovarlo desde adentro hacia afuera, comenzando con nuestra conversión personal.
Debemos tener en cuenta que el sacrificio de Cristo alcanzó tanto al justo como al pecador, de manera que ambos son amados por el Señor con una medida infinita, todo esto lo digo, porque es un punto importante a tener en cuenta al momento de defender a la Iglesia. Saber que nuestro objetivo no es “contra-atacar” sino buscar a las ovejas perdidas de Israel[3], y en ese sentido el Papa Francisco ha acertado majestuosamente al poner en el centro de sus primeros años de pontificado, el tema de la misericordia, para recordarnos que así como el Señor ha sido paciente con nosotros, así mismo debemos serlo con otros.
Habiendo aclarado eso, ahora sí podemos hablar sobre la defensa de la Iglesia como parte fundamental de la misión del cristiano. Es inevitable que la ignorancia de ciertas personas sea tan atrevida, que puedan llegar a afirmar cuestiones por demás increíbles, desde gente convencida de que el Vaticano tiene algún subterráneo donde se trafican armas, hasta la teoría – al puro estilo de History Channel – de que el Papa consulta con los extraterrestres (sin comentarios).
Sin embargo, nuestra misión no es tan sólo “negar” la mentira, sino aclarar con la verdad. Esta es justamente la mayor dificultad que acecha a la Iglesia en su interior, no porque la verdad nos sea ajena, sino porque hay muchos cristianos que son prestos para leer a Paulo Coelho, pero les pesan los parpados para leer el Catecismo. En este sentido, es imposible defender a la Iglesia y anunciar la verdad de Jesucristo sin antes habernos formado adecuadamente. Ya lo decía con claridad san Pedro, el primer papa de la Iglesia: “Dar razón de nuestra esperanza”[4].
Es evidente que no podremos formarnos en todo, sin embargo habremos de hacer un examen de consciencia con respecto a nuestra vocación y misión en el mundo, de manera que podamos saber en qué temas específicos el Señor nos está pidiendo formación. Es así que, un médico habrá de formarse en temas de bioética y defensa de la vida, un abogado habrá de conocer el Derecho Canónico y las leyes que blindan a la familia como núcleo de la sociedad, y así, cada uno debe ubicarse en un frente de batalla de manera que la Iglesia presente al mundo el desafío de una fe razonada.
Tuve la graciosa oportunidad de dialogar con una chica – muy católica por cierto – formada en derecho penal y procesal, muy inteligente y además embarcada en la defensa de la vida y la familia... hasta ahí, pues todo va muy bien, sólo que en su vida había abierto la Biblia un par de veces, y no cuenta aquella vez en la que la abrió para ubicarla en la puerta de entrada de la casa.
La realidad mis estimados, es que podemos estar muy bien formados en varios campos, o en todos los campos si se quiere, pero sin un contacto diario con la Palabra de Dios, sencillamente la misión real como cristianos, se habrá ido al traste. Recordemos que la esencia de todo nuestro actuar, sentir y pensar, es – o al menos así debería ser – la Persona de Jesucristo, y en ese sentido, vale la pena recordar aquello que decía San Jerónimo: “Quien desconoce las Escrituras, desconoce a Cristo”. ¿De qué nos habrá servido todo el conocimiento, si la fuente de sabiduría divina es ignorada?... ¡No nos confundamos!
“La fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.”[5]
De entre todos los libros que nos ayudan en nuestra formación cristiana y profesional, la Biblia NO es uno más, sino que debe ser la base por la cual y en la cual descubrimos el sentido de nuestra misión en medio del mundo. La defensa de la fe no es un deporte ni un hobbie que se practica cada vez y cuando la tía evangélica dice un comentario inapropiado sobre la Virgen en la reunión familiar, NO, la defensa de la fe es parte natural y esencial de nuestro encuentro cotidiano con Jesucristo, a través de las Escrituras, los Sacramentos y la oración personal. Sin esto, mis queridos hermanos, sea lo que fuere que hagamos, no tendrá sentido alguno por más bueno que aparente ser.
Oración y formación, es así como los hijos de Dios renovaremos este mundo herido y necesitado de Jesucristo.
Dios los bendiga.
(@stevenneira)