Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53
«No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad»
«El saberme amado me capacita para ver en todo lo que me sucede. También en la pérdida y en la ausencia, un motivo de profunda alegría»
Tengo en mi cuarto un Cristo que no tiene brazos. No sé qué pasó con sus brazos. Sólo sé que mira hacia abajo con los ojos cerrados. Me mira. Es como si me pidiera estar a su lado. Permanecer a su vera y sujetar con mis brazos su vida ya cansada. No tengo la cruz sobre la que fue crucificado. Sólo conservo su cuerpo frágil, cansado, herido. Su cuerpo quebrado como el mío. Yo me siento débil, frágil. Inmaduro en mis anhelos y mis sueños. Su rostro me invita hoy a decirle que sí. A decirle que quiero arriesgar mi vida sin miedo. Él no tiene brazos. Y sé que necesita mis brazos. Es mi Cristo roto. A mí me gustan las cosas que no se rompen, las que están perfectas, no gastadas, sin heridas, sin roces. No lo sé. Lo miro a Él roto y pienso que Dios se hizo hombre roto, herido. Hombre imperfecto. Hombre sin fuerzas, desgastado. No le quebraron ningún hueso. Sólo le clavaron una lanza. Lo veo cansado y roto. Lo ha entregado todo. Desde siempre me conmovió pensar en Cristo roto. Pienso en Él a mi lado. No me gustan esos Cristos resucitados. O en plena ascensión al cielo rodeados de ángeles. No me gustan las nubes a sus pies, ni la aureola que marca una distancia. No me gusta verlo lejos, demasiado lejos de mí. Me gusta pensar en un Jesús roto, herido, gastado. Me gusta su rostro frágil. Con sed, con hambre de un amor verdadero. Me gusta pensar que me necesita, que no le basta con ser un Dios todopoderoso para ser pleno. Necesita mi impotencia. Mis brazos torpes. Necesita caminar en mis pies y hablar en mis labios. Necesita mirar con mis ojos y amar con mi alma, con mi cuerpo, con mi vida. Pienso en ese Cristo roto que ya no me puede abrazar porque no tiene brazos. Y a mí me gusta pensar que Jesús me abraza siempre en el camino. Su abrazo me da paz, me contiene. El abrazo de Dios que me dice que valgo, que le importo, que mi vida merece la pena. Cuando estoy cansado miro a mi Cristo roto. Parece también cansado. No parece muerto, parece dormido. Pero cansado. Lo miro a Él y pienso que mi cansancio es poco. Que puedo caminar más, que puedo dar aún más en mi vida. Que tengo fuerzas. Recuerdo lo que contaba Santa Teresa: «Acuérdome que me contó un religioso que había determinado que ninguna cosa le mandase el prelado que dijese de no, por trabajo que le diese; y un día estaba hecho pedazos de trabajar, y ya tarde, que no se podía tener, e iba a descansar sentándose un poco, y topole el prelado y díjole que tomase el azadón y fuese a cavar a la huerta. El calló, aunque bien afligido, tomó su azadón, y yendo a entrar por un tránsito que había en la huerta, se le apareció nuestro Señor con la cruz a cuestas, tan cansado y fatigado, que le dio bien a entender que no era nada el que él tenía en aquella comparación». Le miro a Él cansado junto a mí. Le miro sin brazos, fatigado. Y pienso que no tengo motivos para estar cansado. Porque Él lo ha dado todo por mí. Y le entrego mi cansancio, mi fatiga, mi debilidad. Y recuerdo las palabras del Papa Francisco a los sacerdotes el jueves santo: «Cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie: - Venid a mí cuando estéis cansados y agobiados, que Yo los aliviaré» (Mt 11,28). Mi fatiga es preciosa, es de Dios. Quiero entregarle mi desvalimiento, mi agotamiento. Veo a mi Jesús roto y pienso en mi corazón roto. Yo también tengo las heridas de la lanza, del desprecio, de mi pecado. Yo también llevo la debilidad y el dolor por no haberlo hecho todo bien. A veces lo pretendo. Yo también he amado y me he gastado. A veces torpemente. A veces de forma muy frágil. Noto el peso de la vida. Y quiero mirar de nuevo a mi Cristo roto. Él me mira, lo sé. Y me dice que no tema. Que Él está roto para recordarme que el sentido de la vida es romperse. Que de nada sirve guardar la vida entera, inquebrantable. Que amar a medias no es amar y dar la vida con cuentagotas no es dar la vida. Lo miro sin brazos y pienso que mis capacidades humanas son limitadas. Y que con el paso del tiempo serán aún más limitadas. Pero no importa. Tanta fatiga por conservar la salud perfecta, el peso perfecto, la dieta perfecta. Y al final todo es nada y nos sobra. Porque de nada sirve que me cuide tanto si no me entrego. Y miro a mi Cristo roto, llagado, herido, cansado. Lo miro como un niño. Sorprendido y quiero abrazarlo sin brazos. Y pensar que me abraza Él a mí sin sus brazos. Y descanso en su pecho roto. Acariciando su rostro tan herido. Y me quedo a su lado. Mirándolo. Él mirándome. El tiempo que haga falta. A ver si se me pega algo de su vida.
Hay mucha gente que no sabe amar bien y le dice a la persona a la que ama: «Yo te quiero a mi manera». Lo he escuchado tantas veces. Tal vez es una frase hecha o una forma de salir del paso. Con ello justifican sus omisiones o sus formas ajenas al amor. Se convencen de que no son egoístas, que tienen sólo un distinto lenguaje, distintas formas. Pienso que el amor no se construye a partir de promesas vacías. O de formas que el otro no comprende. El amor tiene un lenguaje oculto y cierto. Tal vez es que sólo hay una forma verdadera de amar. La de Jesús. La de Aquel que se dio por mí por entero. La del que no espera nada y sigue amando. La del que busca al que ama sin cansarse. Una única forma de amar. Un amor verdadero. No se puede amar a alguien a su manera y que el otro no entienda esa forma de amar. O el otro me entiende cuando le amo o hay algo que no está funcionando bien. No me puedo escudar en que son mis formas, mi lenguaje, mi manera de amar para justificar así mi egoísmo. En el fondo todos sabemos cómo es el verdadero amor. Y por eso cuando escuchamos la descripción de S. Pablo en la carta a los corintios nos emocionamos. Queremos un amor así. Un amor que no lleva cuentas del mal que recibe ni del bien que hace. Un amor que no es envidioso. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo». Un amor que respeta, que tolera, que acepta. Un amor que no se compara y no mira con recelo o envidia la vida de los demás. El amor que da su vida por los que ama. El amor que nos ha dado la vida. Todos somos hijos de un amor primero, el de nuestros padres. Un amor que se hizo carne en nosotros. El otro día miraba a mi madre. Y pensaba que hacía ya muchos años ella estuvo a punto de morir en mi parto. Y Dios me la regaló por muchos años. Estuvo a punto de dar la vida por mí ese mismo día de mi nacimiento. Luego la ha seguido dando durante muchos años. Me da tanta paz estar a su lado. Tiene la cabeza más allí que aquí, pero está feliz, con paz. Ya no peca, ya no se enfada y a todo le dice que sí con una sonrisa. Para ella no hay plan malo. Se alegra si estamos cerca. Pienso que estar con ella es como estar con Dios. Le doy gracias a ella por darme la vida. Mi madre se parece cada vez más a ese Cristo roto. No puede hacer ya nada sola. La lavan, la mueven, le dan de comer. Y ella se deja hacer. Dócil, callada, tranquila. Es mi cristo roto vivo a mi lado. Me gusta estar con ella a ver si se me pega algo de su luz. A ver si me parezco a ella un poco más. Un amor que espera, un amor que no se queja, un amor que sonríe y besa. Así me gustaría aprender a amar. Pienso que muchas veces yo soy sus brazos. Cuando la hago caminar, cuando le doy la comida. Sus brazos y sus pies. Y ella me sonríe. Como mi Cristo roto, sin brazos. Me conmueve pensar en ese amor que se deja hacer. Pensar en ese Jesús crucificado, llagado, sin vida. Un Cristo que espera y ama en silencio. Sin grandes declaraciones. Sin justificar nada. Sin hacer promesas. Creo que así es el verdadero amor. Pero no siempre amamos así. No siempre mi amor es puro. No siempre pienso en la felicidad del otro antes que en la mía propia. No siempre me desgasto sin esperar nada, doy sin querer recibir, me entrego sin esperar cambios. Tengo envidias, me comparo, no llevo con paciencia los defectos de los otros. Quiero el amor de Dios en mí. Quiero que forme mi corazón en sus manos y me transforme.
El otro día me quedé pensando en las máscaras que no me dejan mostrarme tal y como soy. Es cierto que todos tenemos máscaras. Algunos más, otros menos. Pero muchas veces yo mismo me oculto detrás de una máscara. Para no sufrir, para poder seguir viviendo. Recuerdo la historia de la película «La guerra de las galaxias». Anakin, que tenía un deseo muy hondo de amar y hacer el bien. Es confundido y llevado al lado oscuro. Queriendo amar más, acaba odiando. ¿Es más fuerte el odio que el amor? No lo creo. En su lucha, y debido a las heridas recibidas, a lo limitado que había quedado después de la pelea, sólo puede seguir viviendo el resto de sus días dentro de una máscara. Esa máscara, la de Darth Vader, es una imagen que intimida, aleja, atemoriza. Muchas veces las máscaras muestran una realidad que no es verdad. Dan miedo. Nos escondemos en una máscara para parecer más poderosos, más cultos, más capaces, más inquebrantables. Y nos alejamos. Nos cuesta más amar y ser amados. Nos escondemos para que los demás no nos hagan daño con sus críticas y juicios. Nos escondemos porque estamos tan heridos que creemos que sin esa máscara tal vez no podríamos seguir viviendo. Nos ocultamos en nuestros miedos. Las máscaras nos salvan porque nos protegen en la vida. Evitan que nos sigan hiriendo. En la última escena de la película, Darth Vader le pide a Luke, su hijo, que le quite la máscara. Sabe que sin ella va a morir pero quiere mirarle por última vez con sus ojos de verdad. Sabe que el amor de Luke lo ha salvado aunque ahora pierda la vida. Al quitarle la máscara no hay un rostro terrible, sino el rostro indefenso de un anciano. El amor es lo único que logra quitarnos las máscaras y mostrarnos como somos ante los hombres. Cuando sé que alguien me ama de verdad, sin condiciones, entonces puedo mostrarme ante él como soy. En mi debilidad. Con mis manías y defectos. Con mis heridas y pasiones. Por eso, cuando me siento herido, y pienso que me pueden volver a herir, me escondo en mi máscara y me oculto. Sueño con tener menos máscaras. Con ser más libre y dejar ver mis heridas. Sé que si lo hago así se convierten en ventanas que me trascienden. A través de mis heridas se logra ver a Dios. Una persona rezaba: «Puedo ser humano, frágil y débil para que los demás puedan ver a través de mis heridas tu fuerza tu gracia y tu luz». El amor da la vida, el odio me destruye. El amor me libera de mis máscaras. El odio me hace esconderme. El otro día leía: «El odio te mata, te destruye. El odio es del mal, no te deja vivir. Es como una carga que se va alimentando cada día más. Cada vez tu mochila pesa más y cada día tu vida se hace más triste. Con odio no se puede ser feliz»[1]. El odio se convierte en una máscara. Nos escondemos y nos destruimos. Pienso que ante Jesús no tengo máscaras. Sólo amo. Él mejor que nadie conoce mis entrañas. Sabe quién soy. Conoce mis límites. Mi historia sagrada y mi herida. Mi camino de santidad. Mi verdad más clara. Él me conoce y me quiere como soy. Sin máscaras.
Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión. Jesús aparece y desaparece pero siempre vuelve durante esos cuarenta días. Está con ellos como uno más. Como si se fuera a quedar para siempre. Come con ellos. Habla de tantas cosas. Viene y desaparece. Sienten ellos el dolor cuando desaparece pero confían en su vuelta. Siempre vuelve. Hasta el día que hoy celebramos. En la Ascensión ya desaparece para no volver. Asciende al cielo. Y entonces la nostalgia de infinito que hay en el corazón brota con fuerza cuando se aleja delante de sus ojos: «Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: - Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». La tristeza de la ausencia los embarga. Ahora saben que no volverá a estar con ellos de la misma forma. Tienen miedo. Miran desconcertados. Y ahora, ¿qué va a pasar? El corazón busca, sueña, desea la plenitud en la tierra. Sueña con una eternidad que no posee. Lo quiere ya, ahora mismo. Esa mirada fija en el cielo es expresión de la pena. Jesús ya no va a estar caminando con ellos, no va a dormir a su lado, ni a comer con ellos. Ya no van a poder abrazarlo cada noche. No habrá más risas, ni más lágrimas. Ya no van a pescar ni a navegar por ese mar de su infancia. Ya no subirán al monte a orar con Él por la noche. ¡Qué miedo da pensar que se quedan solos! Ese es su mayor miedo, quedarse solos. Jesús ve esa pregunta en el corazón de sus apóstoles. Ellos piensan que ya no van a poder vivir sin Él. Nada volverá a ser igual. Pero los ángeles les confortan. Jesús volverá. Y como ya les dijo, hará morada en su corazón. Vivirá dentro de ellos. En ese mundo interior que tantas veces desconocían. En lo más hondo de su alma. Es la misma promesa que hoy nos hace a nosotros. Jesús vivirá en mi interior. Vive dentro de mí, allí donde yo soy más yo mismo. Vivirá en mi fragilidad y en mi grandeza. Vivirá y estará conmigo para siempre. Y me recordará sus palabras, me sostendrá en mis miedos, en mi dolor, en mi alegría. Será mi fuerza cuando desfallezca. Y cada día, además, podré recibirlo de nuevo en la eucaristía. Le hablaré como antes, más que antes, porque ya no habrá límites. Mi amor, que ahora es impotente y limitado, será infinito en el amor de Jesús en mí. Pienso en cómo es el corazón de Jesús. En su ternura, en su compasión. Ese corazón roto, herido. Ese corazón desgastado hasta el final. Jesús se quedará conmigo y ya nunca se irá. Me gusta pensar que Dios pasea por mi jardín interior conmigo, por mi mar. Que quiere venir a vivir conmigo, a cenar conmigo, que toca la puerta de mi alma. Es un misterio impresionante que Dios pusiese su morada en la tierra. Ahora comienza otro misterio: Dios hace morada en cada uno. Pisa mi tierra sagrada. ¡Cuántas veces busco fuera de mí a Dios! Lo busco en cosas extraordinarias, en experiencias fuertes. Y me olvido de lo más importante, Jesús, sobre todo, está dentro de mí, en mi vida, en mi corazón. La fiesta de hoy me habla de su ausencia y de su verdadera presencia. De la pérdida y del reencuentro. De la soledad y de la compañía de su amor. Los apóstoles habían sido amados por Jesús en su vida terrena. Ahora iban a seguir tocando ese amor de forma diferente. Hoy pienso en los momentos en los que he notado la ausencia o el dolor. Momentos de pérdida en los que he tocado esa ausencia desgarradora. Ese vacío. Esa soledad.
El otro día leí un poema. El título decía «No quiero que te vayas». Me recuerda a una persona querida que decía siempre: «No te vayas». Y quería que me quedara con él, acompañándolo en su soledad. Hoy pienso en la Ascensión. Y le digo: «No te vayas, Jesús. Quiero tocarte y dormir a tu lado. No quiero volver a sentir tu ausencia». Pienso que en mi vida tantas veces es así. Hay una palabra que me toca siempre el corazón. Una palabra de Dios hacia mí, hacia cada uno: «Ven». Quiero ir con Él. Vivir con Él. Como sintieron los apóstoles la primera vez que vieron a Jesús: «Ven conmigo. Vive conmigo». Él me ha cambiado la vida. Vivir con Él me ha enseñado a amar y ha dado sentido a mis búsquedas de siempre. A mis preguntas. A mi fragilidad que ante Él no tengo que esconder. Y hoy, en la Ascensión, tengo nostalgia de ese «Ven conmigo». Quiero estar con Él. Tengo miedo de que se vaya y no poder volver a lo cotidiano que antes estaba teñido de sus manos, de su sonrisa, de sus ojos. Eso es lo que pienso que sentían los apóstoles en esos días de Pascua. Viven el momento, confían en esa promesa de Jesús de que volverá, de que su Espíritu hará morada en ellos. Les susurrará lo que deben hacer, los sostendrá, será su aliento, su roca. Pero el corazón duele al separarse. Se amontonan los recuerdos. Y pienso, que al mirarlo, siempre pensarían: «¿Volverá Jesús?». Subió al cielo delante de ellos. Es un desgarro. Empieza ese tiempo del misterio. Jesús los mirará con ojos humanos desde el cielo. Con sus manos heridas volverá a acariciarlos y con sus brazos de carne volverá a abrazarlos. Y nunca se separará de ellos. Creo que es la promesa que todos necesitamos oír en el alma: «Nunca te voy a dejar. Volveré. Estaré a tu lado todos los días». Jesús sabe la pena y las preguntas que hay en cada uno. Como siempre, mira su corazón, acoge lo que sienten, y sabe cuánto necesitan esa promesa. Necesitan oír no sólo que volverá, sino que será más bonito todavía vivir juntos para siempre. Empieza el tiempo del alma, del misterio, de la vida honda en el corazón de cada uno donde Dios lo llena todo. Lo sostiene todo. Lo renueva todo. Todavía son torpes. Como nosotros. Y sólo sienten que sin Jesús no van a poder. Yo también pensaría eso, la verdad. A veces, cuando siento su ausencia. Por el dolor. Por mi sequedad. Por la rutina. Por la oscuridad. Por la lejanía. Entonces tengo nostalgia. Comprendo a los discípulos de Emaús que estaban perdidos. Otras veces, cuando me siento cerca de Dios, en el tabor, y arde mi corazón, me da miedo que se vaya. Y es verdad que la vida es así. Llega. Lo veo. Lo toco. Y mi corazón de nuevo se olvida, se aleja, pero anhela volver a sentir lo mismo. Volver a vivir con Dios. Creo que sólo así merece la pena la vida. Sólo estar con Él me hace capaz de amar más allá de mí mismo. La poesía de Pedro Salinas que leí el otro día, pensaba que hablaba de la ausencia de alguien. No te vayas. Pero luego me impresionó leerla: «No quiero que te vayas dolor, última forma de amar. Meestoy sintiendo vivir cuando me dueles no en ti, ni aquí, más lejos: en la tierra, en el año de donde vienes tú, en el amor con ella y todo lo que fue. (…) Tu verdad me asegura que nada fue mentira. Y mientras yo te sienta, tú me serás, dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías. La gran prueba, a lo lejos, de que existió, que existe, de que me quiso, sí, de que aún la estoy queriendo». Siempre he pensado eso. El dolor de la ausencia es parte del amor. Hace verdadero el tiempo de la presencia. La nostalgia de Dios, la esperanza, el dolor cuando no lo veo caminando a mi lado, me hace guardar muy dentro esos momentos en los que lo sentí tan cerca. Y me hace creer en que volverá. Vivir con toda el alma es la única manera de vivir. Como vivió Jesús. Se dejó el corazón en el camino, vivió un trozo de cielo en la tierra con cada persona con la que se encontró. Ahora le cuesta irse. Dejarlos. Vuelve a su Padre. Cuando llegó a la tierra sólo estaban María y José. Fue en silencio. Una noche que nadie contó. Ahora son sus amigos los que lo miran. Jesús, como siempre, los bendice, los mira, abre sus brazos, los quiere tanto.
La Ascensión nos habla también de alegría. Jesús asciende en cuerpo y alma y el corazón se alegra. Nos abre el camino al cielo: «Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». Jesús cambia el dolor en agradecimiento. Siempre lo hace, no sé cómo lo hace, pero lo cambia. Cambia la tristeza en alegría como nos dice el evangelio hoy. Me impresiona mucho. Van todos al templo a alabar a Dios por tanto recibido, por Jesús, por su amor, por su vida con Él. Han cambiado el «No te vayas» por: «Ven de nuevo». Y esta vez, quizás, sí creen, porque se han sentido amados como nadie. Desde Betania les muestra el cielo. Desde Betania los deja y les muestra la plenitud a la que están llamados. Se llenan de alegría. Perseveran en oración. Esperan conmovidos. Betania nos habla de encuentros y de un amor cálido en torno a la mesa. Nos habla de Lázaro, Marta y María. Nos habla de horas de amor humano, de paz, de descanso. El corazón necesita tener lugares en los que descansar, personas en las que dejar los miedos. En Betania se despiden de Jesús. Allí donde habían compartido juntos la vida. Ahora el corazón se llena de recuerdos y anhelos. Pero al mismo tiempo hay una profunda alegría. Jesús les viene a decir que no teman. Que el camino es claro. Que un día seguirán sus pasos y que Él estará allí esperándolos en ese lugar donde hay espacio para todos. Esa confianza da alegría a sus discípulos. Y nos da alegría a nosotros. Por eso la fiesta de hoy no es una fiesta triste, es una fiesta alegre. Cuando miramos con la mirada de Dios somos capaces de descubrir en el barro un motivo para seguir creyendo, para seguir confiando y para vivir con alegría. El corazón no puede vivir sanamente sin alegría. Necesitamos cuidar la alegría en nuestra vida y no desesperarnos. Decía el P. Kentenich: «Quien no se educa para la alegría – o quien no educa a los demás – está conduciendo su naturaleza al debilitamiento, al fracaso. La alegría pertenece a la esencia de Dios. Y la naturaleza humana no puede existir por mucho tiempo sin la correspondiente alegría. El impulso a la alegría debe, de algún modo, ser satisfecho; de lo contrario, la naturaleza se vuelve enferma, con la posibilidad de sufrir una ruptura incurable»[2]. Estamos hechos para Dios. Estamos hechos para el cielo. Para una alegría eterna que nadie nos podrá quitar. Hoy se nos abre la puerta del cielo y se nos muestra, como ya ocurrió en el Tabor, algo de lo que estamos llamados a ser. El corazón se alegra. Pienso que la Ascensión está precedida de una presencia alegre de Jesús en la vida de los discípulos. Lo han tocado. Han sido abrazados por Él. Se saben amados. Y confían. Y entonces es cuando la ausencia de hoy puede tornarse también alegría. Cuando me sé amado por Dios. Cuando toco su amor en mi vida, podré decir lo que decía el P. Kentenich: «Si yo estoy poseído del amor de Dios y sé que todo es expresión de su amor, tomaré posesión de la vara mágica con la que estaré capacitado para transformar todos los acontecimientos en fuentes de alegría»[3]. El saberme amado me capacita para ver en todo lo que me sucede. También en la pérdida y en la ausencia, un motivo de profunda alegría. El amor hace creer. Yo también creo. Porque lo he tocado. Porque me he sentido amado por Él. Y también, como los apóstoles, quiero alabar a Dios por cómo llegó a mi vida, por cómo ha caminado a mi lado siempre. Y creo que vendrá siempre de nuevo a mi vida, para que no esté solo.
Hoy los apóstoles se quedan parados mirando al cielo. Pero antes han querido saber cómo iba a ser todo a partir de ahora. «Ellos lo rodearon preguntándole: - Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». Están confusos y no entienden. Quieren a Jesús a su lado. No quieren su ausencia. Quieren estar con Él todos los días. Y saber siempre lo que tienen que hacer. Les gustaría preguntarle a Jesús en cada momento: «¿Ahora qué, Jesús?». Cuando mi sobrino tenía siete años y pasamos unos días de vacaciones juntos, él quería jugar continuamente y me decía cada media hora: «Y ahora, ¿qué hacemos?». Yo ya sólo quería que él hiciera algo solo mientras yo descansaba. Pero él esperaba hacer algo conmigo. Quería jugar conmigo. Bañarse conmigo. Pasarlo bien conmigo. Y esperaba con sus ojos grandes de niño un nuevo plan fascinante. Recuerdo su mirada profunda e inquieta. Estaba abierto a todo. Cualquier cosa. Era una mirada pura y libre. Siempre estaba atento. Siempre dispuesto a hacer cualquier cosa conmigo. Lo importante no era el qué hacíamos. Lo importante era hacerlo conmigo. Creo que esa es la esencia el amor. No hacer planes fascinantes con aquel al que uno ama, sino hacer cualquier plan, aunque sea duro y aburrido, pero siempre con la persona amada. Eso lo cambia todo. Convierte un lugar lúgubre en un espacio maravilloso. Y lo más aburrido en un plan fascinante. El amor nos cambia la mirada sobre la realidad. Es lo mismo que hace el amor de Dios en mi vida. Me hace verlo todo como fuente de alegría. Es posible si Él lo hace. Pienso en mi sobrino y recuerdo su mirada. Esa forma de mirar hacía que todo fuera diferente. Me gustaría tener yo esa misma mirada delante de Jesús. Y me gustaría preguntarle cada media hora: «¿Y ahora qué, Jesús? ¿Ahora qué hacemos?». Me gustaría estar siempre abierto a lo que Él me dijera. Abierto a sus planes y a sus sueños. Viendo en sus deseos, mejores que los míos, el camino de mi felicidad. Hoy Jesús les pide que permanezcan en lo que ya están haciendo: «Vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto». Les pide que perseveren. Tal vez, cuando uno está cansado de la vida y teme el futuro, lo que quiere es cambiar, ir a otro lugar, hacer algo diferente. Pero Jesús les pide que se queden donde están. Ahí quietos. Haciendo lo que saben hacer. Cuesta esa espera. Cuesta tener paciencia con Dios. Decía Santa Teresa: «Si en medio de las adversidades persevera el corazón con serenidad, con gozo y con paz, esto es amor». El amor sabe perseverar. No es impaciente. No desespera nunca. ¡Qué común es ver hoy la desesperación en los ojos de los hombres! Muchos desesperan en el camino. ¡Cuánto cuesta enfrentar la frustración y el fracaso! El otro día leía: «Muchos hombres se sienten frustrados, o desalentados, o incluso derrotados cuando se encuentran frente a una situación o un mal contra el que no pueden hacer mucho. Todo puede generar una amarga frustración y, a veces, un sentimiento de absoluta desesperanza»[4]. El corazón se turba y no ve una salida. Me gustaría tener siempre una mirada de cielo. Una mirada positiva sobre la vida. No dramatizar en exceso. No hundirme ante las contrariedades del camino. ¿Dónde se encuentra mi nivel de tolerancia a la frustración? Podemos tener baja tolerancia a la frustración sin saberlo. Cuando gestionamos negativamente nuestros sentimientos en las situaciones de estrés. ¿Soy de los que se ahogan en un vaso de agua? Puede ser. Cuando no acepto los fracasos. Que las cosas no salgan como yo quiero. ¿Cómo reacciono? La inmadurez del alma se muestra en esta incapacidad de afrontar las frustraciones. El otro día leía: «Sentir ansiedad nos remite al misterio de la vida. Nos hace presente nuestra fragilidad, pero también el espíritu de búsqueda, de exploración. Y sobre todo nos hace tomar conciencia de algo tan importante como que ninguno de nosotros puede controlar completamente la realidad que lo rodea, ni siquiera a sí mismo y menos aún a los demás. Una cosa parece cierta: no es fácil, incluso en ocasiones resulta imposible, dominar la ansiedad»[5]. La ansiedad ante lo que no controlamos. Ante lo que escapa de nuestro poder. No podemos asegurarnos ni siquiera una hora más de vida. Nada es seguro en este camino. Y las pocas certezas que nos acompañan a veces caen cuando nos turbamos ante un fracaso y nos hundimos al no saber manejar la frustración con una cierta altura. Es necesario asumir que somos inmaduros. Que tenemos una baja tolerancia de la frustración y que con facilidad nos ponemos ansiosos. Es necesario porque es la única forma de crecer, de madurar. El que piensa que ya lo sabe todo y lo controla todo corre más peligro de perderse y no crecer. El que reconoce su debilidad está en el lugar perfecto para iniciar un camino de conversión. Es el mismo lugar de esos discípulos que no toleran la ausencia del maestro. El mismo lugar en el que se encuentran parados mirando al cielo porque no pueden creer lo que están viendo. La frustración, el miedo, la ansiedad. Son las emociones que embargan sus corazones inmaduros. Quieren crecer. Quieren seguir a Jesús hasta el cielo. Pero se sienten incapaces. No acaban de comprender que su vida no está en sus manos. No acaban de aceptar que no pueden retener a Jesús a su lado a la fuerza. Aceptar la realidad tal como es y besarla con humildad es el verdadero camino de la santidad al que estamos llamados. Hoy Jesús me lo recuerda: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad». El futuro genera ansiedad en mi alma. El futuro incierto. Las mil variables que no controlo. Hoy Jesús me pide que confíe en su amor, en su presencia y que no quiera manejar todo en mi vida. Que me deje llevar, que me abandone. Tal vez es la única manera de no vivir ansioso. De no vivir lleno de miedos, angustiado por temer que mi vida se pierda.