Algo similar les pasaba a los Apóstoles cuando le piden a Cristo que le muestre al Padre. Cristo parece sorprenderse, pero seguro que conocía perfectamente lo limitados que somos los seres humanos. Les señala al Padre de la forma más didáctica posible: a través de lo que ven y conocen. Pero lo que desborda nuestra imaginación genera problemas, como le pasó al apóstol Felipe:
Jesús dijo: «Si me conocierais a mi, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Ven al hombre Jesucristo. Los apóstoles tienen delante de sus ojos su aspecto exterior, es decir, su naturaleza de hombre, siendo así que Dios, liberado de toda carne no es reconocible en un miserable cuerpo de carne. ¿Cómo es, pues, que conocerle sea conocer también al Padre?
Son estas palabras inesperadas las que causan turbación al apóstol Felipe...; la debilidad de su espíritu humano no le permite comprender una afirmación tan extraña... Entonces, con la impetuosidad propia de su familiaridad con Jesús y de su fidelidad de apóstol, interroga a su Maestro: «¡Señor, muéstranos al Padre y nos basta!»... No es que desee contemplar al Padre con sus propios ojos físicos, sino que pide comprender lo que está viendo. Porque viendo al Hijo bajo forma humana, no comprende cómo, por este mero hecho, haya visto al Padre...
Y el Señor le responde: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?»; lo que le reprocha es que todavía ignora quién es Él... ¿Por qué no le habían todavía reconocido siendo así que durante tanto tiempo le habían buscado? Es que para reconocerle, era preciso reconocer que la divinidad, la misma naturaleza del Padre, estaba en él. En efecto, todas las obras que había realizado eran las propias de Dios: caminar sobre las aguas, dar órdenes a los vientos, llevar a cabo cosas imposibles de comprender como son... Esto es lo que había hecho su cuerpo de carne, y todo ello le permitía proclamarse Hijo de Dios. De aquí su reproche y su queja: a través de la realidad misteriosa de su nacimiento humano, no había percibido que era la naturaleza divina la que llevaba a cabo estos milagros a través de esta naturaleza humana asumida por el Hijo. (San Hilario de Poitiers, De la Trinidad, 7, 34-36)
Viendo el aspecto externo de la Iglesia ¿Podemos ver al Cuerpo de Cristo que la conforma? A veces no es sencillo, ya que nos quedamos en el aspecto humano que se presenta a nosotros. Por una parte vemos los errores y crímenes que realizan algunas de las personas que dicen conformarla. Por otra parte, vemos sus obras de caridad y las actividades sociales que desarrolla. Vemos el cuidado de enfermos, la educación, el apoyo a los necesitados, la promoción social que realiza. Quedarnos es estos aspectos es como quedarnos viento a Cristo en su aspecto humano y creer que es un humano son superpoderes. Quedarnos en estos aspectos nos impide ver más allá, porque sólo accedemos a la superficialidad que se publicita en los medios.
¿Dónde tenemos que mirar entonces? Tendríamos que mirar a los sacramentos y a la transformación de tantas personas que viven la Gracia de Dios. La Liturgia no son ceremonias culturales ni los sacramentos formas de relación social. Tampoco son elementos mágicos que cambian la naturaleza humana por medio de los “superpoderes” de algunas personas. Podríamos preguntarnos lo mismo que Cristo pregunta a Felipe: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?». ¿Cuánto tiempo llevamos asistiendo a la Liturgia de forma social y aprendiendo la fe como si fueran elementos culturales que nos gustan para conservar y transmitir? Quizás nunca nos hayamos planteado que hay más detrás de la superficialidad socio-cultural que tenemos delante. ¿Por qué?
La Iglesia nos ofrece el camino hacia Cristo por medio de los sacramentos y nunca nos lo habíamos planteado. ¿Realmente creemos en que los sacramentos con caminos para la Gracia de Dios? A lo mejor sólo los vemos como eventos sociales en los cuales nos sentimos bien participando. El próximo domingo se celebra la ascensión del Señor. Los Apóstoles quedaron únicamente con la promesa de que recibirían el Consolador, el Paráclito, el Espíritu Santo. No creo que esta promesa les diera demasiado consuelo, pero aún así tuvieron esperanza y esperaron unidos al momento en que viniera ese Consolador y les transformara.