“El Padre y yo, decía el Hijo, vendremos a él, es decir, en el hombre que es santo, y vendremos a morar en él”. Y yo creo que el profeta no se ha referido a otro cielo cuando ha dicho: “Tú que habitas en los santos, tú la gloria de Israel” (Sl 24). Y el apóstol Pablo dice claramente: “Por la fe, Cristo habita en nuestros corazones” (Ef 3,17). No es de extrañar, pues, que Cristo se complazca en habitar en este cielo. Puesto que, si para crear el cielo invisible sólo tuvo necesidad de su palabra, tuvo que luchar para adquirir el otro cielo, y murió para rescatarlo. Por eso, después de todos estos trabajos, habiendo realizado su deseo, dice: “Esta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo” (sl 131,14)…
Ahora “¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas?” (sl 41,6). ¿Piensas encontrar en ti un lugar para el Señor? ¿Qué lugar hay en nosotros que sea digno de tan gran gloria? ¿Qué lugar sería digno para recibir su majestad? ¿Acaso sólo puedo adorarlo en el lugar en que sus pasos se detuvieron? ¿Quién me concederá, al menos, poder seguir las huellas de un alma santa “que él se escogió como heredad”? (sl 32,12)
Que se digne derramar en mi alma el ungüento de su misericordia, de tal manera que también yo sea capaz de decir: “Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón” (sal 118,32). ¿Acaso podré, yo también, mostrar en mi “una gran sala bien preparada, en la que pueda comer con sus discípulos? (Mc 14,15) o por lo menos “un lugar donde reclinar la cabeza” (Mc 8,20). (San Bernardo de Claravall. Sermón 27, 810)
Hoy en día pensamos que la misericordia de Dios es réplica de complicidad humana. Creemos que Dios es misericordioso cuando le da igual que la herida del pecado se haga cada vez mayor. Es como si pensamos que un buen médico es el que no toda la herida que nos duele tanto y además nos dice que tener esa herida abierta e infectada, es lo normal. Cuando sentimos que nada tiene sentido y que lo que nos rodea nos destroza, es cuando empezamos a darnos cuenta del engaño. Por eso San Bernardo nos indica que el “ungüento de su misericordia” nos lleva recitar al salmista: “Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón”. De esta forma, nuestro interior dejará de ser un lugar de destrucción legalizada por la complicidad humana y se convertirá en Templo del Espíritu Santo, “un lugar donde reclinar la cabeza” y descansar. Este es Templo es el lugar que San Bernardo llama “el otro cielo”. El cielo por el cual Cristo “murió para rescatarlo”.
Pensemos en nuestro día a día. Pensemos en la forma en que las circunstancias nos golpean contra las rocas de la vida. Pensemos el dolor que sentimos cuando nos sentimos incapaces de cambiar el curso de una vida que parece que no tiene más sentido que ser intrascendente. Al menos eso es lo que nos venden desde el marketing. La vida no tiene sentido, disfruta de ella y consume las apariencias necesarias para sentirse por encima de las demás personas. Es como si nuestro corazón no tuviera dignidad alguna y lo tuviéramos que sustituir por una imagen de cartón piedra, realizada en una cadena de montaje industrial. San Bernardo se pregunta “¿Qué lugar hay en nosotros que sea digno de tan gran gloria?” y encuentra la respuesta en el espacio interior, nuestro corazón, la centralidad de nuestro ser, donde la santidad anida para irradiarse hacia el exterior. Dejamos de ser importantes por nosotros mismos y empezamos a ser importantes como herramientas dóciles en manos de Dios.
Si vemos que nuestros templos san cada vez más un espacio de encuentro socio-cultural. Si nos duele que la Liturgia no nos acerque a Dios, sino al grupo humano donde vivimos. Si nos rasga el alma que nos digan que lo sagrado es indiferente frente al goce social. Entonces, tendremos que mirar dentro de nosotros y encontrar el Templo del Espíritu. El espacio y el momento en que la Gracia de Dios se hace presente para transformarnos.