El profeta Ezequiel vivió en Jerusalén y fue deportado a Babilonia con el primer grupo de exiliados a finales del siglo VI antes de Cristo. La preocupación principal del libro reside en infundir esperanza a la comunidad sometida a una grave política, moral y religiosa. ¿Nos suena?

Autosuficiencia

La pandemia del covid supone un parón obligado en el que muchos recuperan el sentido común, el sentido de sus trabajos, el valor de la familia, y la necesidad de Dios. Un bicho está destartalando a la humanidad, con minúscula, no con mayúscula como algunos la imaginan.

Ezequiel protagoniza estos días las primeras lecturas de la liturgia de la Palabra en la Misa. El profeta avisa al pueblo acerca de los males que le vienen cuando se olvida de Dios y pretende vivir al margen de su voluntad; por eso tiene motivos para enojarse con sus elegidos, no tanto porque le hieran sino porque se hacen daño a sí mismos. Son como niños que carecen de criterio para distinguir entre el bien y el mal, y además porque el pueblo hebreo tiene mayor culpa por haber recibido muchos avisos de parte de Dios. ¿Nos suena?

Ocurrió ayer y ocurre también hoy cuando los hombres configuramos un estilo de vida que prescinde en la práctica y en el fondo de Dios. Algunos quieren inventar a un hombre nuevo como si fueran el mismísimo Fausto que crea su homúnculo, que hoy llamaríamos transhumanismo; cuando Dios estorba los grandes planeamientos globales pues piensan que la religión es un sentimiento poco práctico; cuando las reglas de la economía mundial dejan de considerar a las personas como la clave del crecimiento; cuando muchos políticos reniegan de la historia cristiana de Occidente y consideran a los hombres y mujeres como simples votantes, e imponen una antropología sin alma ni necesidades espirituales ¿Nos suena?

Recuperar el centro

Ezequiel comunica al pueblo la muerte de su mujer y que el duelo consiguiente en silencio también le ocurrirá al pueblo judío, mientras no rectifique y supere la superficialidad en que viven. Un aviso para nosotros porque el alto nivel de vida, las ventajas de una sociedad del bienestar, y las múltiples maneras de viajar y descansar, todo eso, nos puede meter en la nube de la superficialidad, sin encontrar tiempo para tratar a Dios. En cambio, cuando una persona pone a Dios en el centro de su vida, al menos de deseo, y encuentra tiempo para Dios -por eso hacemos oración y cultivamos la presencia de Jesucristo Eucaristía- entonces supera la tentación de la superficialidad. Y nuestra vida tiene consistencia y volumen. 

Uno de estos días se proclama el evangelio del joven rico: «¿Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?». Es la pregunta moral fundamental como explicaba san Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor, sobre el esplendor y brillo de la verdad. Sin verdad no puede haber rectitud moral, algo que había intuido este joven de buen corazón y con ganas de hacer de su vida algo útil.

La formación que buscamos -el verano puede ser una buena ocasión, o pasarlo sin pena ni gloria-, la formación buscada va dejando en la mente valores objetivos que acaban por hacernos personas de criterio. Lo cual implica necesariamente una dimensión de servicio y de caridad. Nadie debe pensar que camina por la senda de la rectitud como modelo superior a la medida de las personas, como si fuera un gran pensador o un dechado de perfección. Se trata de tener para dar, como las buenas fuentes que manan limpian, no forman charcas, y llegan muy lejos haciendo germinar las buenas semillas de las flores en los campos del mundo.

Quienes se vienen ocupando de tener una formación moral son el germen que puede borrar el imperio de la mentira y de la manipulación en la vida social y política, porque empezarán por cambiar ellos mismos.