El Señor de todas las cosas ha dado a sus apóstoles el poder de proclamar el Evangelio. Y es por ellos que nosotros hemos conocido la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo de Dios. Es a ellos a quienes el Señor ha dicho: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha; el que os rechaza a mí me rechaza y rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16). Porque nosotros no hemos conocido el plan de nuestra salvación por otros sino por aquellos que han hecho llegar el Evangelio hasta nosotros.
Primeramente ellos predicaron este Evangelio. Después, por voluntad de Dios, nos lo transmitieron en las Escrituras para que llegue a ser «el pilar y el sostén» de nuestra fe (1Tm 3,15). No se puede decir, como lo pretenden algunos que se jactan de ser los correctores de los apóstoles, que éstos predicaron antes de alcanzar el conocimiento perfecto. En efecto, después que nuestro Señor hubo resucitado de entre los muertos y que los apóstoles fueron «revestidos con la fuerza de lo alto» (Lc 24,49) por la venida del Espíritu Santo, fueron llenos de una certeza total respecto de todo y poseyeron el conocimiento perfecto. (San Ireneo de Lyon. Contra las herejías, III, 1)
¿Qué podemos hacer para que la Luz del Faro sea estable y coherente? Dejar de tocar el mecanismo y dedicarnos seguir la Luz. La Tradición Apostólica es lo que nos hace Iglesia, coherente, única, unida desde que fue instituida por Cristo. Si la despreciamos, la adulteramos, la manipulamos a nuestra conveniencia, estamos falseando lo que Dios quiso legarnos a través de los Apóstoles. Hoy en día muchos católicos olvidan que el Espíritu Santo fue el artífice de todo esto. Corregir la Tradición o dejarla en una estantería del museo, no es la Voluntad de Dios. En la Tradición debemos encontrarnos con la fuerza viva y vivificadora del Espíritu, de manera que en cada momento seamos capaces de transmitir lo mismo, aunque cambien lo signos, palabras y formas que utilicemos.
El evangelizador actual no tiene un trabajo sencillo. Hay tantas consignas y restricciones que no sabemos realmente qué hacer y en quien confiar. Cristo nos ha dado las semillas del Reino y nos ha propuesto que las lancemos por donde vayamos. Pero. Aparte de los “diferentes suelos” que las semillas pueden encontrar, hoy en día nos encontramos con circunstancias y personajes que complican todo un poco más. Tenemos a una serie de personas que se autoproclaman “dueños” de donde pasamos y nos dicen que no tenemos derecho de lanzar las semillas si él no nos da permiso. Tenemos a organizadores de la siembra que han decidido que todo da igual, que dejemos las bolsas y no trabajemos. Otros organizadores dan más valor a las fiestas que a trabajo de sembrar. Nos dicen que las semillas llegarán como tengan que llegar y que cualquier semilla es igual de digna. Si les replicamos que éstas son las semillas de Cristo y que llevan dentro la Verdad, nos replican como Pilatos ¿Y qué es la Verdad? ¿Cristo? ¿Cuál de ellos? Terminan de cerrar el asunto preguntándonos ¿Quiénes somos nosotros para juzgar que otras semillas no son igual de buenas? Si conseguimos salir a lanzar la semillas, nos encontramos a compañeros de trabajo que se guardan las semillas para los terrenos que a ellos les interesan, de forma que sean los más frondosos y productivos. Si les decimos algo, nos hablar de una “iglesia plural” en la que cada cual siembra para los suyos. Tenemos a otros compañeros de trabajo que se dedican a lanzar herbicida detrás de nosotros, no vaya a ser que nuestras semillas hagan algún daño al terreno. Nos dicen que nuestras semillas originales no son las que hoy en día necesita la tierra. Nos ofrecen sucedáneos artificiales que generan brotes de plástico carentes de vida y nos indican que son las prescritas por tal o cual, coordinador de siembra.
Con este panorama, muchas veces nos preguntamos por la razón que nos hace seguir adelante sin atender a tantas manos que dificultan o impiden nuestra labor. ¿Merece la pena seguir lanzado semillas del Reino cuando parece que lo que haces no vale para nada o incluso está mal visto? Sin duda lo merece. Merece la pena, el esfuerzo, la tenacidad y la templaza que tenemos que sacar de donde sólo el Espíritu sabe. Si una sola de estas semillas cae en buena tierra y brota una nueva planta, la labor ha merecido la pena. Si tenemos que ir lanzando las semillas en solitario, tampoco pasa nada. En la evangelización, por desgracia, el oficio más habitual es el de Llanero Solitario. Ir lanzando las semillas con esperanza y fe en quien nos indicado esta labor, como la más importante del cristiano. Porque lanzar las semillas del Reino necesita de un ingrediente maravilloso que Dios va generando dentro de cada uno de nosotros: la santidad. A cada dificultad, desprecio, contratiempo y frustración, se le contrapone un gramo de Gracia Divina que nos mantiene en pié. Evangelizar requiere mucha negación de sí mismo y una capacidad encomiable de llevar la cruz personal de cada cual. Pero ambos logros, sólo son viables si dejamos que la Gracia de Dios nos transforme un poquito cada día. Evangelizar es un trabajo duro, pero merece los esfuerzos que realizamos.