Siempre he pensado que los mandamientos están por orden, y tiene todo el sentido que así sea. Repasemos la lista:
1º Amarás a Dios sobre todas las cosas.
2º No tomarás el Nombre de Dios en vano.
3º Santificarás las fiestas.
4º Honrarás a tu padre y a tu madre.
5º No matarás.
6º No cometerás actos impuros.
7º No robarás.
8º No dirás falso testimonio ni mentirás.
9º No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10º No codiciarás los bienes ajenos.
Está claro que cumpliendo el primero se cumplen todos. Dios es Amor, y San Agustín dijo: “Ama y haz lo que quieras”. También es lógico que, en contra de la obsesión clerical con el sexo, la cosa erótica ocupe un discreto y simbólico sexto lugar.
Es curioso, o no, que el 5º, o sea, el de la mitad exacta, divida lo material de lo espiritual, lo terrenal de lo celestial. Y es que sin Vida no hay ni Cielo ni Tierra.
En fin, apuntes que a buen seguro cualquier lector leído me dirá que esto ya lo había descubierto un teólogo descubridor y sensato, de esos pocos que salvó el Concilio, sí.
A mí lo que me hace cierta gracia es pensar que los mandamientos deben cumplirse empezando por el último y no por el primero.
No se escandalicen.
El mal empieza con la codicia, el deseo, la avaricia, la envidia de lo ajeno. Siempre.
Sea el dinero del vecino, su talento, su cargo o su mujer. Es el inicio de la idolatría: exactamente lo contrario a amar a Dios. Es el submundo del diablo.
El siguiente paso es concretar esa avaricia en un pensamiento, en un plan que, siempre también, incluirá la mentira, el falso testimonio y el robo. Nos hemos situado ya en el séptimo mandamiento.
Normalmente, el dinero y el poder llevan al sexo, que es una forma de ejercer el poder y el dominio sobre otro ser humano. La promiscuidad tiene más que ver con el egoísmo que con el placer. Pero ésta es otra cuestión. El asunto es que, habitualmente, es más fácil ligar con dinero y poder; o, en cualquier caso, debe hacerse para demostrar a la manada que uno es un macho alfa que tiene poder y dinero.
Y así se llega a matar. No hace falta cometer un asesinato –que también se hace, claro, naturalmente-. Se mata un matrimonio, se mata la dignidad de una persona, se mata la honestidad, el respeto, el pudor, la inocencia, el honor. Se mata al ser humano con todo aquello que lo degrada a la hoy tan admirada condición de animal. Ya no tenemos un hombre, tenemos una bestia.
Aquí se acaba el mundo material y empieza, o termina, la corrupción. La del cadáver y la otra, que vienen a ser la misma y única pestilente corrupción.
Y la muerte que nos llega por el pecado hace imposible vivir los primeros mandamientos. El pecado es la frontera entre Dios y el hombre.
Por eso Jesucristo es el primer cowboy de la historia. El primer hombre de la frontera. Él la ha cruzado. Él ha abierto el paso y nos indica el camino.
Por eso me gustan los cowboys.
Y los mandamientos son el gran western cósmico. No existe, ni existirá, un guión mejor.
El único problema es que no estamos hablando de una ficción.
Hablamos de la vida. Y de la muerte.
Por orden. De arriba abajo. De abajo arriba.