Hechos de los apóstoles 13, 14. 43-52; Apocalipsis 7, 9. 14b-17; Juan 10, 27-30
«Mis ovejas escuchan mi voz, y Yo las conozco, y ellas me siguen, y Yo les doy la vida eterna»
«Si soy dócil podré descansar en Él sin rebelarme continuamente contra lo que no controlo. Él sabe mejor que yo lo que me hace feliz. Puede colmar mi corazón si yo me dejo»
Se han hecho muchos estudios sobre la felicidad. Siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿Cómo podré ser más feliz? ¿Cómo hago para acabar con la pena y vivir feliz el presente que me toca vivir? Tenemos un anhelo de felicidad eterna en el alma. Queremos que la alegría dure siempre. Que la paz nunca muera. Dicen los estudiosos que las personas más felices son los que han invertido su tiempo en estar con otras personas. Aquellos que han elegido dar y no guardar, entregar la vida y no retenerla. Son aquellos que tienen claras sus prioridades y han optado por servir la vida ajena. Han jugado el partido de su vida en el que ellos eran los protagonistas. No se han dejado vivir, han vivido. Han elegido bien sus decisiones. Se han desgastado amando. No han seguido las presiones del mundo. Han entregado sus vidas en un esfuerzo por hacer más feliz la vida de los otros. Han acompañado a los que sufrían. Se han preocupado de los que tenían menos. Han invertido su tiempo en tareas poco remuneradas. Se han dado sin esperar tanto a cambio en un mundo en el que tantos desean obtener muchas ganancias invirtiendo poco esfuerzo. Han amado y han sido amados. No siempre obtuvieron premio por su entrega. No siempre recibieron gratitud cuando se dieron. Pero no perdieron la sonrisa del alma. Dicen que hay dos sonrisas. Una la que se ve siempre. Está en la superficie del rostro y disimula a veces una tristeza pesada y grave, algo más honda. Esa sonrisa forzada alimenta a veces sólo una imagen falsa. Es importante, porque todos la ven. Pero es triste, cuando no refleja una alegría verdadera. Hay otra sonrisa más oculta, más honda, más verdadera. Se ve en destellos de luz que deja ver la mirada. Esta sonrisa no todos la perciben. A veces vive oculta detrás de las lágrimas del dolor, o escondida en duras experiencias que tiene la vida. Pero no por ello muere. Sigue vibrando en lo más hondo del corazón. Esa sonrisa es la firma de la felicidad más verdadera. Estoy seguro. Aquellos que desgastan su vida por amor la poseen. Aquellos que se entregan sin temer perder lo que hoy tienen. Aquellos que no pretenden puestos, ni cargos importantes. Los que no aspiran a un reconocimiento global por su generosidad sincera. Aquellos que han decidido amar para ser más felices. Y viven, y se desgastan, y sonríen con el alma. Los que no buscan siempre la victoria en la vida. Y saben conservar una sonrisa sabia detrás de muchas derrotas. Aquellos que han decidido mantener el equilibrio después de muchos golpes y caídas. Esos son los más felices. Y la sonrisa del alma no se borra en medio del barro y de la lluvia. La conservan. Está grabada a fuego. Yo quiero ser así, vivir así, sonreír así. Conservar en el alma una sonrisa eterna. Vivir sin miedo a que me derriben. Porque ya lo he dado todo. Porque no temo perder nada. Dicen al mismo tiempo que las personas más infelices son las que han pasado su vida preocupadas de ser más felices ellas mismas. Preocupadas de tener más, de lograr más, de guardar más su vida para no perderla. Sin mirar a nadie. Me da miedo a veces descuidar la vida que tengo. Quejarme sólo de lo que me falta y vivir pensando en lo que podría haber sido si la vida me hubiera sonreído. Me da miedo dejar de luchar por mis sueños, perder la esperanza, acomodarme en mi rutina. Pensar que es imposible todo lo que deseo y que nunca voy a cambiar lo suficiente para ser feliz de verdad. Tan feliz como yo deseo. No quiero acabar pensando que la realidad es demasiado pesada y difícil. Me da miedo acostumbrarme a la queja y a la pena. Acostumbrarme a pensar que vivir con pena en el alma es lo habitual. No quiero desconfiar de lo que no controlo. Quiero aprender a perder el control de mi vida sin turbarme. Aprender a vivir sin tener que saber bien lo que viene, lo que me espera. Me gustaría ser más confiado. Y a la vez más agradecido a Dios, a los hombres, a la vida. Porque dicen también que los que agradecen más son más felices. Agradecer a aquellas personas que han influido en mi vida, que han marcado mi camino, que han sido importantes. ¿Lo he hecho alguna vez? ¿He descolgado el teléfono y los he llamado? ¿Me he tomado el tiempo para agradecer a los que me acompañan en el camino sin quejarse? No lo sé. Tal vez no lo hago tanto. Y al final de la noche me quedo retenido en lo que no salió bien. En lo que no fue perfecto. En lo que hubiera deseado y no sucedió. Sé que agradecer me sana por dentro, cura mis heridas, me hace mejor persona. Agradecer a los que me acompañan, aunque ellos piensen que no es tan importante lo que han hecho por mí. Y abrazar en señal de gratitud a los que Dios pone en mi camino. El otro día leía: «¿Abrazamos? ¿A quiénes abrazamos? ¿Con qué frecuencia abrazamos? ¿Cómo abrazamos? Estas preguntas importan. Si abrazamos bien, abrazamos mucho. Si abrazamos bien, abrazamos a muchos. Uno abraza a otros como abraza la vida. Uno abraza la vida como se abraza a sí mismo. ¿Te abrazas? Si no nos conocemos, no conocemos nuestras necesidades reales, no cuidamos de nosotros». El camino de la felicidad pasa por esa entrega personal y sincera. El camino de la felicidad pasa por agradecer siempre. A Dios, a los hombres, a la vida, a mí mismo. Agradecerle a Dios por lo que yo soy. Por lo que vivo. Abrazando mi fragilidad y mi miseria. Si me abrazo a mí mismo, podré abrazar a otros. Quiero agradecer a Dios por mi vida. Así podré aprender a agradecer a tantos.
Tantas veces me hacen esta pregunta: ¿Qué tal estás? O yo mismo me la hago muchas veces. ¿Estoy bien? Quiero ser honesto y contestarme de verdad. Y pensar. Y cavar hondo. Y entregarle a Dios mis sueños porque no quiero dejar de soñar con lo que parece imposible. Creo y abrazo mi vida. Abrazo mi pobreza que a veces me desconcierta. A veces no estoy bien. A veces estoy encantado. Pero me pregunto si conservo siempre esa sonrisa honda, grabada en el alma. Eso es lo que importa. Quiero aprender a abrazar esos límites que me vuelven inseguro. De nuevo me sorprendo al verme tan pequeño. Pero miro a Dios agradecido. Sí, estoy bien. Puedo llegar mucho más alto, es verdad. Puedo avanzar mucho más lejos, si me dejo hacer. Puedo ser mejor de lo que hoy siento, si no me doy por vencido. Puedo estar mejor, eso seguro, es posible. Si nunca dejo de creer. Si creo en lo imposible. Como decía Simeone hablando de los valores de la vida: «El respeto, el no dejar de intentarlo, la perseverancia en las dificultades, levantarse, insistir, competir». Todo es posible si lucho, si amo. Hoy me detengo al borde de mi propio camino a mirar mi vida. A agradecer. A sonreír. El otro día leía un texto de Khalil Gibran: «Quiero saber si te sostienes desde adentro cuando todo se cae a tu alrededor. Quiero saber si puedes estar solo contigo mismo y si verdaderamente disfrutas la compañía que mantienes en tus momentos de soledad». Sostenerme desde dentro cuando todo se caiga a mi alrededor. No siempre saldré victorioso en los embates de la vida. Por eso quiero ser capaz de estar feliz conmigo mismo, en silencio, callado. Me gustaría tener esa estabilidad, esa paz del alma. Abrazarme torpemente. Levantarme después de haber caído. Sé que «los discípulos quedaron llenos de alegría» porque habían visto a Jesús vivo, después de haberlo visto muerto. Ellos habían sufrido el abandono, la desesperación. Y ahora volvían a estar felices porque su gracia estaba en sus corazones. Vivían llenos de la alegría de Dios resucitado. Con esa felicidad contagiosa del que sabe que su vida tiene una tonalidad eterna, una paz que todo lo transforma, una sonrisa profunda que nadie puede borrar. Me gustaría que mi felicidad no dependiera de las piedras del camino, de los baches, de las caídas. Me gustaría que las sombras no apagaran nunca la luz del alma. Que mi felicidad no dependiera de cosas que no puedo controlar. Que mi paz no estuviera en juego en cada mal paso que pueda dar. Me gustaría saber dónde poner bien el corazón para no confundirme al caminar por cañadas oscuras. Como leía el otro día: «Llegar a conocer la verdadera alegría y la paz del corazón, seguros de estar intentando cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, el fin último por el que existimos, el único fin para el que hemos sido creados. No hay mayor seguridad que pueda pedir el hombre ni mayor paz interior que pueda conocer»[1]. Tal vez no me acabo de creer que el sentido de mi vida sea hacer siempre la voluntad de Dios. O quizás me parece imposible seguir siempre sus pasos en el camino de la vida. Confiar y abrazarlo a Él cuando no sepa cómo abrazarme a mí mismo. Cuando me encuentro de verdad con Jesús en el camino cambia el sentido de mi vida. Puede ser que no recuerde bien el día de ese encuentro. Hoy quiero pensar en ese momento. ¿Cuándo fue? ¿Dónde me encontraba? En la película «Resucitado» hay un diálogo final que me conmueve. Cuando el tribuno, protagonista de la película, cuenta su historia en un albergue, le preguntan con dudas: «¿De verdad crees eso?». Y él contesta: «Lo que sé es que ya no podré ser el mismo». Me impresiona esa respuesta. ¿De verdad me creo que Jesús va en mi camino, sostiene mis pasos, le da sentido a mis dudas, me abraza en mis miedos? ¿De verdad creo en la vida eterna que sueño y en ese amor infinito de Dios que me abraza cada mañana? ¿De verdad puedo decir que desde que me encontré con Jesús no he vuelto a ser el mismo? Es la conversión verdadera del corazón. Es ese cambio definitivo que todos deseamos. Me gustaría decir siempre que no puedo ser el mismo después de haber conocido a Jesús. Yo lo supe cuando me encontré con Él corriendo por mis caminos. Cuando lo vi en mi vida abrazando mi debilidad. Sosteniéndome y llamándome a correr a su lado. Ese abrazo de Jesús me hace ser distinto. Lo sé. Si Jesús toca mi corazón, ya no puedo ser el mismo. Ese tribuno romano, orgulloso, lleno de sí mismo, que ansiaba una vida tranquila, una vida eterna llena de paz, se convierte de repente al encontrarse con Jesús vivo. Él lo había visto muerto. Y ahora sus miradas se encuentran. Ahora está vivo. Todo cambia. Él quería una vida nueva. Quería vivir con paz en el alma. Por eso lo sigue. Quería saber la verdad, entender el sentido de todo. Jesús se aparece a los que ama para estar con ellos. Quiere darles esperanza, a aquellos que tanto le aman. Jesús no quiere demostrar a nadie su poder sobre la muerte. Sólo quiere darnos una certeza para seguir caminando. La certeza de su abrazo, de su cercanía, de su mirada, de sus palabras. Me conmueve el grito de los discípulos en la película cuando Jesús se va después de haber compartido con ellos la vida: «¡Jesús! ¡Vuelve!». Quiero gritarle lo mismo a Jesús cada vez que pierdo sus pisadas por el camino y me lleno de dudas. Me da vida esa presencia que todo lo transforma. Me gustaría saber por qué los miedos turban tanto el corazón cuando Él me falta. El miedo a perder, el miedo a no controlar la vida. El miedo a esa soledad oscura en la que no está Él. El miedo a no saber lo que viene en un futuro incierto. No entiendo de futurologías. Y me da miedo ese presente que controlo torpemente. Quiero pedirle a Jesús que vuelva, que se quede conmigo en medio de mi mar revuelto, en medio de una vida loca que me desconcierta. Tengo algunas certezas que me dan esperanza para caminar. Jesús está vivo en mi vida, en mi alma, en mi camino. En la sonrisa grabada en el corazón, en lo más hondo. He tocado su amor. Una y mil veces. He sentido su abrazo. Y por eso creo que soy más capaz de amar, de abrazar. ¿Cómo podría amar si no hubiera sido amado? ¿Cómo lograr abrazar cuando no he sido abrazado? Le pido a Jesús que venga cada día, para cada miedo, para cada sueño.
Muchas veces no logro colocar mi seguridad en una esperanza más grande. Y no logro abrazarme a un sueño eterno que calme mi sed infinita. Tal vez tengo que aprender a ser como un niño para ser más feliz. Decía el P. Kentenich: «Para ser hijos auténticos no hay que preguntarse dónde somos más felices sino dónde le damos más alegría al Padre. El hijo ‘menor de edad’ e inmaduro se pregunta dónde será más feliz, dónde estará más cobijado, mientras que el hijo purificado se pregunta qué es lo que le causa más alegría al Padre. Naturalmente, a esa mayor alegría estará unido el mayor cobijamiento, que en este caso será una consecuencia y no una finalidad. En efecto, el cobijamiento es consecuencia de la entrega total. ¡Darle alegría a Dios! Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Así es, si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el cobijamiento surgirán espontáneamente»[2]. Muchas personas buscan cómo ser más felices. Toman decisiones persiguiendo una felicidad esquiva, o frágil. Buscan ser cobijados sin cobijar. Ser felices sin hacer feliz a nadie. Así no es posible. Retienen las riendas de su vida para que el rumbo seguido no los aleje de la felicidad anhelada, planificada, programada. Pero a veces la suerte les es esquiva. Sé que si busco hacer feliz a Dios yo mismo seré más feliz. Si busco que los demás sean más felices yo seré más feliz. Sé que cuanto más me abandone en Él, cuando ponga más mi confianza en sus planes, tendré más dicha, más paz, más calma. Me abandonaré. Sé que mi felicidad se juega en esa decisión heroica: decido soltar las riendas. ¿Y si lo pierdo todo? Da vértigo confiar. Pero sé que entonces vendrá una felicidad nueva y desconocida. Un cobijamiento inesperado. Cuando aprenda a dejar mi vida en sus manos y no pretenda controlarlo todo siempre de acuerdo a mis sueños, a mis planes, a mis deseos. No quiero ser un controlador. Todo medido y calculado. Todo según mis planes. A veces pierdo la paz en un ingenuo intento por tocar las cumbres. Yo solo, a mi manera. Haciendo mis planes y pensando que Dios lo confirma todo con su gracia. Pero no dejo que sea Él el que me haga llegar más alto. Soy un controlador. Y a veces, lo reconozco, me pierdo en un intento fútil por tenerlo todo en mis manos. Todo seguro. Todo atado y bien atado. Y la vida se me escapa. El otro día leía: «Esperamos que Dios admita nuestra idea de lo que debería ser su voluntad y que nos ayude a cumplir esa voluntad, en lugar de aprender a descubrir y aceptar la suya en las situaciones concretas en las que nos pone a diario»[3]. Allí es donde tengo que decirle que sí a Dios y hacerle sonreír. En las circunstancias concretas de cada día. Y Él sonríe al verme. A veces agobiado por la vida. Agarrotado. Atemorizado. Me ve en mi fragilidad y es capaz de verme mejor de lo que yo me veo. Eso me sorprende siempre de nuevo. No se escandaliza de mi pecado. No le turban mis decisiones aparentemente equivocadas. No grita al verme tan perdido. Simplemente me mira con amor y le sorprende mi belleza. Se admira. Tal vez yo no sé mirarme así. Me quedo detenido en mi error, en mi pecado. No logro abrazar mi vida como Él la abraza. No veo la belleza. Ni en mí, ni en otros. Y por eso soy tan duro, conmigo mismo y con los demás. Exigiendo la perfección. Pidiendo el cumplimiento generoso. Pienso que la luz de este tiempo Pascual me recuerda lo importante, ilumina mi alma, me devuelve la sonrisa. Me recuerda el amor de Dios que viene a mi vida. La voluntad de Dios se me hace entonces nítida en la vida que me toca vivir, en las circunstancias con las que me toca lidiar, en las adversidades contra las que tengo que luchar. Allí donde estoy. Aunque me parezca que eso de ninguna manera puede ser de Dios. Incluso en ese lugar tan adverso Dios me pide que diga sí y siga caminando. Que entienda que su voluntad es que no desespere, no tire la toalla y siga creyendo. Y que lo haga con la sonrisa grabada en el alma. Me recuerda entonces lo importante de mi vida. Tengo que recordar siempre que soy ese niño amado de Dios. Ese hijo por el que Dios ha vuelto lleno de luz, resucitado, a estar conmigo. Pero a veces yo me detengo en lo que no es tan importante, en lo que no es valioso. Y confundo mis prioridades. Y busco su voluntad donde no se encuentra. Lleno mi vida de cosas poco valiosas. Me desgasto queriendo cumplir y me ahogo en mi propio egoísmo. Quiero buscar la voluntad de Dios allí donde no me encuentro y me niego a ver sus pasos en medio de mi rutina, de mi vida sencilla y algo vulgar. Es tan fácil dejar pasar el tiempo entre mis manos. Y eso que sé que la eternidad me la regala Dios para siempre. La graba en mi alma herida. Y me recuerda que estoy hecho para vivir un abrazo eterno. Y mientras tanto me sonríe. Quiero hacer reír a Dios en mi camino. Quiero decirle que sí en mi vida. Soltar las riendas. Dar un salto en el vacío. Quiero perder esos miedos que tengo a que las cosas no sean como deseo. Ese miedo a no estar donde quiero estar. A no poder hacer lo que pienso que es mejor para mi vida. El camino de mi felicidad se encuentra en mi confianza ciega en los planes de Dios. En sus deseos. En esa confianza de los niños que se abandonan y sueñan. Abrazados, confían.
Sé que las ovejas se entregan dócilmente a la voluntad del pastor. Le siguen por los caminos. Y buscan con él los mejores pastos. La docilidad de las ovejas siempre me sorprende. Y hasta me incomoda. Cuando Jesús me compara con una oveja no siempre me siento a gusto. No me gusta ser demasiado dócil. Tampoco me apasiona ese Jesús que es el cordero manso que se dirige al matadero. Me desconcierta. A veces me atrae más el Jesús predicador desde el monte. El hacedor de milagros. El que siempre tiene palabras de vida eterna. El que logra callar con sus respuestas a los que buscan su perdición. A veces me atraen más sus victorias y decisiones firmes, que la docilidad del cordero. Me parece hasta una falta de personalidad. Un signo de debilidad. Como si Jesús no tuviera claro lo que quiere. Por eso me cuesta también sentir que yo soy una oveja dócil conducida por Jesús. Es como si yo no supiera hacer las cosas sin tener que obedecer a otro. ¡Cuánto cuesta obedecer! Creo que la docilidad se riñe con el orgullo. Tendría que dejar de lado el orgullo y mis propios planes para ser dócil y seguir el camino que otro me señala. Aceptar la vida como es sin pretender cambiarla. Que otro decida y yo no. Tomar el pasto del lugar en el que me encuentro, sin anhelar pastos mejores. Docilidad es una palabra sagrada. Es un camino. Una forma de vida. Hoy Jesús me lo recuerda: «Mis ovejas escuchan mi voz». Escuchar y fiarme del buen Pastor, fiarme de ese amor inmenso de Jesús, de su abrazo, de su paz. Me promete verdes praderas si me fío. Y me invita a descansar en Él. Hay tanta inseguridad en el hombre hoy. El miedo al terrorismo, la inseguridad del gobierno, la crisis económica. El descontento ante la corrupción. La desilusión, la amargura. ¿En quién se puede creer y confiar hoy? Dios me conduce por cañadas oscuras. Yo nada temo. A veces se me olvida. Él me sostiene. Me gustaría ser más dócil a sus deseos. Decía el P. Kentenich: «Si nos ponemos dócilmente a su disposición, a pesar de no saber lo que pueda hacer con nosotros, sí sabemos empero que lo que haga será para nuestro bien»[4]. Si soy dócil podré descansar en Él sin rebelarme continuamente contra lo que no controlo. Él sabe mejor que yo lo que me hace feliz. Puede colmar mi corazón si yo me dejo. Y yo puedo buscar en Él mis seguridades en lugar de ir por la vida tratando de asegurar mi vida en lo efímero, en lo caduco, en lo que pasa. Una persona me comentaba el otro día que el motivo de su infidelidad fue buscar fuera la novedad, la frescura, cosas nuevas. Tal vez en la rutina no se sentía feliz. Esa estabilidad que llevaba no le daba la paz deseada. Y entonces tomó la decisión equivocada. Pensando que era la correcta. Y lo perdió todo. Perdió la frescura y la seguridad. La aventura y la rutina. Y se sintió perdido. Me impresionó su historia. Queriendo ser más felices buscamos fuera de nuestra vida algo nuevo, algo que nos dé alegría, una novedad que nos motive. Y nos podemos perder en mentiras y oscuridades. Hoy Jesús me pide que sea más dócil. Que aprenda a gustar la vida que tengo. Que no me empeñe en querer estar donde no estoy. Y me dice que sea dócil, que sea humilde, que calle más, que no me precipite. Pero sé que para ser dócil tengo que escuchar con paciencia, en el silencio de mi alma, la voz de Dios. ¿Dónde me habla hoy? ¿Qué me pide? Su voz me conmueve cuando la reconozco. Las ovejas conocen la voz del pastor y lo siguen. Jesús lo dice: «Yo las conozco, y ellas me siguen». Las ovejas le siguen porque le conocen. Porque se fían de lo que conocen. No buscan la novedad de otros pastores, de voces desconocidas, nuevas, frescas. Le siguen a Él que las ama. Así es Jesús conmigo. Pero yo no distingo su voz. Decía el Papa Francisco: «Sabemos que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las llagas de los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo hemos seguido, por qué caminos nos metimos». Las ovejas han conocido la voz del pastor y se saben queridas. Lo han seguido. Se han cansado siguiendo su voz y sus huellas. Han sido dóciles. Se han desgastado. Han sido heridas siguiendo sus pasos. Así me gustaría ser. Conocer a Dios desde el amor. Comprender que Él me ama como soy. Por eso lo sigo.
Me gustaría sentirme siempre querido por Él. Es verdad que Él me mira mejor de lo que soy. O al menos mejor de cómo yo me veo. El pastor mira a sus ovejas como las más queridas y está dispuesto a dejarlo todo por ir a buscarlas. Las llama por su nombre. Lo sé, Él hace lo mismo conmigo y me llama por mi nombre. Ese nombre que sólo Él y yo conocemos. Pero a veces me olvido de su voz. Me gustaría tener una oración calmada para poder escuchar siempre su voz y saber que está a mi lado, en mi camino. Incluso cuando creo seguir una que tal vez no es la que Él hubiera elegido. En mis aparentes decisiones equivocadas, está Él. En esas caídas que me han apartado de un camino sin tacha, inmaculado y perfecto, también está Él. No me deja. No se va. Me llama, me acompaña, me cuida. Me perdona. Me recuerda cuánto valgo. Es esa misma voz que me dice que me ama, que me anhela, que me espera. La reconozco. Esa voz que me alaba por las cosas que hay en mí. Incluso por esas cosas que yo creo despreciables. Él las mira de otra manera. Y las transforma. Lo negro en blanco. Lo oscuro en luz. Lo despreciable en querible. La mentira en verdad. La rabia en perdón. No lo entiendo. Pero Él lo hace posible. Las negaciones de Pedro en un amor para siempre. Las lágrimas del rechazo en un abrazo hondo. Así lo hace conmigo cuando me alejo y vuelvo arrepentido. El otro día una persona me comentaba: «Me cuesta mucho alabar a Dios. Creo que es porque no soy capaz de alabar nada de lo que hacen las personas a las que quiero. ¿Cómo voy entonces a alabar a Dios?». Me gustaría alabar a Dios por las obras que hace en mí. Alabarle por su amor, por su presencia en mi vida. Darle gracias por ese amor incondicional que me acepta como soy y me persigue para que no me pierda. Alabarle admirando lo que yo hago, lo que otros hacen. Tantas veces no soy capaz de alabar al que está más cerca. Me quedo en su pecado, en su error, en su miseria. En lo que me gusta a mí. Y no me elevo más alto. No profundizo en su belleza. No la veo. No alabo a Dios por su vida. No le doy a él las gracias por caminar conmigo. Me gustaría ser más niño, para dar gracias a Dios y a los hombres. Más niño para ser más dócil. Decir que sí siempre a Dios. Sí a su querer como si fuera un niño. Creo que a veces pretendo ver la voluntad de Dios en cualquier cosa. Y puedo confundirme. O puedo llegar a pensar que todo lo que me piden es lo que Dios quiere para mí. Porque es bueno. Porque hace bien a alguien. Pero ser dócil no consiste en ser una marioneta en manos de los hombres. No siempre quiere Dios todo lo que puede ser bueno de forma objetiva. No es tan sencillo descifrar su querer y besarlo. No es fácil mantener el sí dado en algún momento de nuestra vida en los labios y en el corazón. Me gustaría ahondar más en mi corazón para poder ver lo que me quiere decir Dios en todas las circunstancias de mi vida. Para fortalecer mi sí, mi amor. Las ovejas no temen perder la vida porque confían en el pastor. Se fían de su voz, de su amor. Se saben amadas. Y yo muchas veces no me fío tanto. Tal vez no me sé tan amado. Mendigo cariño. Y escucho voces y no sé distinguir cuál es la de Dios, cuál es la mía, cuál es la de los otros. Sé, gracias a Dios, que no voy solo. La oveja no va sola. Busca a otros para emprender caminos nuevos y descansa en otros. Se deja aconsejar por otros. Cuidar por otros. En los otros descubre el querer de Dios, su voz oculta. Hay personas que me enseñan a saber lo que es de Dios y lo que no lo es. Me enseñan a distinguir la voz de Dios entre otras muchas. Me falta interioridad. Me falta silencio. Y me falta confrontar mis decisiones con otros. Dejarme ayudar con humildad, para lograr enderezar los caminos cuando todo parece torcerse.
Jesús es el buen pastor. Es el que da la vida por sus ovejas. Las conoce y ellas le conocen. «Yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano». Las busca cuando se pierden. Vuelve con la oveja sobre los hombros. Esa imagen del pastor es la que nos acompaña en este año de la misericordia. El pastor que vuelve con su oveja cogida con firmeza sobre los hombros. Al ponerme cada día la estola pienso en esa oveja sobre mis hombros. La estola simboliza la oveja. Me gusta esa imagen de pastor no acomodado. Siempre en tensión. Siempre cuidando las ovejas. Siempre buscando a otros para caminar por el camino de la vida. El buen pastor se preocupa por cada uno. No mira el número, no le importa. No mira la masa de ovejas. Mira a cada una en su belleza. Las conoce y las llama por su nombre. Les da la seguridad que necesitan. Les da la vida eterna. Les muestra esos caminos nuevos por los que las lleva. Eso mismo hace conmigo. Y me pide que yo haga lo mismo. Me pregunta de nuevo: «¿Me amas?» y me pide que sea yo el que apaciente sus ovejas. Me pide que me canse por los míos. Decía el Papa Francisco hablando a los sacerdotes: «Este cansancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes. El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es un cansancio sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja, pero con la sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Si Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres. Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir: -Vengan a mí, benditos de mi Padre». El Pastor se hace pasto, alimento de vida eterna. Y se hace cordero entregando su vida por amor. Es lo mismo que hizo Jesús. Como leía el otro día: «Jesús actúa como ‘amigo’ cercano que los acoge a su mesa, les ofrece su amistad, los cura de su vida indigna y los encamina hacia Dios. La actitud de ese Dios misericordioso, como un padre que acoge a su hijo perdido organizando un banquete festivo, o como un pastor que busca a su oveja perdida y lo celebra con sus amigos al recuperarla»[5]. Me gusta esa imagen de buen pastor. De aquel que busca a la oveja perdida y se desgasta por amor. No es el pastor que se dedica a peinar ovejas. Es aquel que acompaña y cuida al que más sufre. Todos tenemos vocación de pastor. Pero muchas veces descuidamos a los nuestros. Nos olvidamos. Nos aferramos a nuestra comodidad y no queremos perderla. No queremos asumir la responsabilidad de ser padres, pastores. Preferimos ser hijos, niños. Porque ser padres exige la vida y nosotros nos la queremos guardar. Hoy Jesús me pide que sea generoso. Me pide que deje mis rutinas por cuidar a los que llegan a mi vida. Que no busque mi felicidad egoístamente. Que busque llevar a pastos verdes a los que me confía. Me gusta esa confianza en mi debilidad. Cree en mí aunque le falle. Vuelve a confiar. Vuelve a buscarme. Esa mirada de Jesús sobre mi vida es la que me da fuerzas. Y yo le digo: «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo». Quiero que su mirada sobre mí me enseñe a mirar así a los hombres. Con misericordia.