El fallecimiento a los noventa y cinco años de edad de Enrique Miret Magdalena bien merece una breve reflexión que evite el panegírico innecesario y el tono hagiográfico que suele rodear los momentos inmediatos al fallecimiento de cualquier persona.
Miret Magdalena fue un hombre de lo que en muchos entornos se denomina el "postconcilio". Si nos atenemos a las etiquetas facilonas al uso, pertenecía a esa sensibilidad que se denomina "corriente progresista" dentro de la Iglesia Católica, hasta el punto de ser uno de los principales referentes de la misma en España.
Toda su trayectoria constituye una ingente labor en aras de eso que se ha presentado como la renovación en las formas, el lenguaje y los temas, y quizás lo que mejor le ha definido en los últimos años era su condición de presidente de honor de la Asociación de teólogos (y teólogas, no es fácil evitar un cierto sarcasmo ante el lenguaje "no sexista") Juan XXIII.
Pues bien, la noticia de su muerte es buena excusa para aportar la enésima reflexión acerca de esa división entre "carcas" y "progres" que tantos quebraderos de cabeza ha dado a la Iglesia desde el Vaticano II. Y hoy en día conviene volver a repetir una vez más que se trata de una división artificial.
Una vez más es necesario volver a clarificar el punto donde radica el choque, el enfrentamiento y la división, que no es otro que el nivel discursivo en el que se sitúa el debate: el hecho de tenerse por carca o progre y el hecho de ser considerado como tal no es sino una manifestación de situar los términos del debate en el nivel discursivo de los "preámbula fidei", los prolegómenos de la fe.
Este nivel apela a lo que una recta observación desde la mera razón acerca del mundo y el hombre permite deducir de un modo más o menos evidente y cierto, y tiene que ver con las imágenes que la vida de los hombres ofrecen sobre su condición: las situaciones de injusticia, de explotación, de desgarro, de enajenación. En este nivel es posible entablar un diálogo con el hombre contemporáneo, pues los términos argumentales se desenvuelven en el mismo plano discursivo, utilizan un mismo idioma.
El problema surge cuando de un modo imperativo el cristiano debe pasar a otro plano discursivo superior y diferente, el plano de la fe pura. Es en este momento cuando todo individuo particular se ve interpelado directamente al igual que Pedro: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? "Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". A partir de este primera confesión y profesión de fe, los cristianos, en concreto los católicos, no podemo sino reconocernos mutuamente en la proclamación del Credo. El plano de la fe ya no habla de liberación, ni de justicia, ni de bienaventuranzas, ni de principios, ni de valores. Todo eso ha quedado en un plano inferior.
El plano de la fe proclama simplemente la existencia de un sólo Dios verdadero, creador del cielo y de la tierra, y de Jesucristo su único hijo que se encarnó de María la Virgen, fue crucificado, muerto y sepultado y al tercer día resucitó; el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.
La proclamación conjunta del credo desde una adhesión vital en la fe a lo que se proclama es lo que convierte a todos los cristianos en una sóla cosa "pues eso ha sido revelado por el Padre". Todo lo demás no es sino accesorio y contingente, válido para situar al creyente en el mundo de una forma acorde con su experiencia y su individualidad. El problema es cuando el ámbito de los "preámbula fidei" ocupa el lugar de la fe pura. En ese momento, queda bastardeada la experiencia de "ser cristiano", plagiada y convertida en un mal sucedáneo.
Y demasiadas veces en nuestra historia reciente el discurso se establece sobre cuestiones de valores y principios, pertenecientes al ámbito ideológico de la fe cristiana, y demasiadas veces se da por supuesto el Credo, hasta tal punto que ya no se oye a los cristianos realizar su profesión de fe, sustituída ésta por discursos formulados en el mismo idioma del mundo, pues los artículos del Credo pertenecen a otro idioma muy diferente, que el mundo tiene por escandaloso o completamente necio.
La superación, por tanto, de esa falsa dialética entre lo carca y lo progre sólo puede venir dada por la proclamación conjunta del dogma de fe por todos los cristianos con una sóla voz: Creo en Dios, Dios existe, y Dios es Padre, y Dios es Amor, y Jesucristo es Dios hecho Hombre, y murió y resucitó y hoy permanece vivo a la derecha del Padre. Este lenguaje no es del mundo y sólo atraerá burlas, insultos, mofas y persecuciones, y el diálogo será en este punto del todo imposible. Pero en este punto no existen ni los carcas ni los progres, solo existen los confesores (y quizás algún martir) y los apóstatas. La elección es libre y personal para cada uno.